Poemas por Iris Almenara*
Texto por Juan Carlos Mestre
Crédito de la foto (izq.) El Petit editor /
(der.) Facebook de la autora
Iris Almenara:
Las palabras como forma de vida
Escuchar un cuerpo es acercarse a la revelación de las grandes ondulaciones melódicas del misterio, oír las manos dando forma a la arcilla de los transeúntes, percibir en la escritura el resplandor de la imaginación futura con la que se reinicia en cada nuevo instante la construcción espiritual del tiempo, esa contingencia del bien, entre la epifanía y el apocalipsis, de la que hablaba André Breton. Escuchar, oír a Iris viviendo, soñando en la posibilidad de las palabras, constituye una experiencia estética, y por ende ética, de primer orden en el intrínseco desorden al que aspira toda tarea artística. No tiene otra lógica la obscuridad que devenir en esta tan silente luz solar, en esa música que desde la remota edad del mundo se hace voz en estas páginas de la poeta Iris, esa duración de lo verdadero y lo bello que el joven Keats cifró en la perdurable eternidad de una urna griega. De esa misma belleza, de la que proviene por igual el inmortal ruiseñor y el acento trágico de los coros homéricos, está hecha la substancia musical de sus poemas, la materia astral de sus iluminaciones discursivas, el canto y la feroz delicadeza de su manera de estar, vivir y entender el mundo a través de la intensidad transformativa de las palabras.
Aquí reviven para ser oídas por los habitantes del porvenir las dramaturgias de la oralidad y las desobedientes escrituras del mundo, voz de las que sobre la piel de la tierra pisan los cristales de la memoria con los pies desnudos, voces de los actantes que tras las candilejas del teatro del habla aguardan la joven revelación del vidente, la promesa de las ardientes ciudades de Rimbaud, el amanecer civil de quienes se entregan a las emancipaciones de la festividad diurna aún manchados por las tintas preciosas e inmemoriales de los balizamientos del ensueño. El sueño, la presencia de la única verdad inmutable que cimienta la casa de los huéspedes de la razón, de las fareras del piélago y las avisadoras benjaminianas del fuego, el puente inasible de la iluminación entre la herida sagrada del relámpago y el humo del intelecto que cubre con su melancólica utopía las épocas de calamidad, los párrafos de la jurisprudencia de la barbarie donde no ha de volver a tener cabida el reino de los espectros, el estrago de lo incompasivo y la muerte.
Es ante esa desnudez del mundo, ante ese asombro de cadáveres y arena, donde la poeta vuelve a dar cuerda al reloj de la misericordia que cuelga del árbol de la ya impronunciable piedad. Allí, donde todo dolor consumado aguarda su redención en la gracia civil de la memoria, la poeta Iris marca una señal de amor sobre la escritura fugada del olvido, y nos deja el testimonio de lo que no tiene mudanza, el vestigio de la belleza que sigue manteniendo en pie, sobre la esfera profética de la promesa, la dignidad de la condición humana que acoge, refleja y de manera tan vívida fulgura en sus versos.
Ocurre, sucede aquí, en estos textos llamados a ser materia de lo perdurable, lo que solo la poesía es capaz de transformar, convirtiéndolo en conciencia de lo imperceptible: los secretos vínculos entre las zonas oculta del conocimiento y la intuición que se aventura en anticiparnos los horizontes significativos del porvenir. Oír la dimanación de Iris Almenara es leer el cuerpo viviente de los signos, el aliento que sopla sobre las ascuas de cuanto parecía extinguido, las palabras hechas para cumplir la misma tarea que la sanación de un árbol, la consolación de una estrella, el bondadoso bien de un río, la de ennoblecer y dar continuidad a los ritmos generatrices del pensamiento, al proyecto espiritual sin otra conducta que el elogio de la existencia y la celebración de la vida.
Iris Almenara personifica, literalmente, esa extrema y radical delicadeza del lenguaje poético, el que se inmiscuye en la reyerta relampagueante de las nubes, en la asamblea de truenos y de ecos de la historia, hasta hacerse vislumbre, reflejo y conjetura de otra más alta e inaccesible semejanza, ante la intemperie y soledad de la persona, revelación de un secreto aún sin nombre que cobija su significante entre las mudas estratificaciones de lo yerto, la ceniza, la humareda de los viejos libros de la que algún día volverá a llover un juramento de palabras…
Es entre esa densificación de la conciencia donde la poeta acude a extraer la materia simbólica de su tejido textual, estambres verbales que fluyen de una magmática ensoñación, una sábana de voz sobre los yacentes, unas almohadas de pan para la cabeza del hambriento ante los vendavales de la injusticia. Poesía desnuda en los lechos aurorales, poesía en llamas del nuevo lenguaje, poesía vecina de las proporciones áulicas y la extensión que acoge la revolucionaria esperanza de los humildes. Palabras que establecen pacto con los bellos disconformes, los enaltecidos en la revuelta con la superior armonía de los astros, los enloquecidos de amor en la libertaria sabiduría de los iguales y los enamorados nocturnos toda su vida fieles al mester del alba… Poesía nacida de mujer para hacerse intransferible voz de mujer contra la crónica de lo que radiante y numinoso ha sido hurtado al mundo por el patriarcado.
Semejante a una presencia sagrada, como toda analogía con las ficciones de lo real desconocido, el imaginario de Iris se extiende sobre los territorios yermos de la engañifa literaria para a repoblar con su palabra, tan dimanante de gracia como de perturbadora magia, los desolados territorios sin hechizo de su generación. Eso nos trae su poesía, las refracciones iridiscentes de otra blancura, de otra lectura de la dificultad del mundo frente a la simpleza de los relatos adánicos, la cualidad, el esperado aparecimiento de la bendición de las nieves. Porque bendición y bien es ese rayo de luz oscura que estalla y alumbra sus poemas, sus versículos que transcurren como aguas subterráneas hacia el extenso cántico de otra reveladora mar, el aura de su voz sobre las sales y los óxidos, sobre lo pretérito y las futuras rutas de la argonauta que va, rumbo a Ítaca, decidida, iluminada por el saber de la que duda, hacia la isla de las libres. Ese es el compromiso vital de Iris, la celeste viajera, la campesina que en los centenos de Mozart convierte en ánades de oro las verdes alondras del paraíso de Leonora Carrington; metamorfosis de lo maravilloso, sí, pero también una muy consciente voluntad de resistencia al mal, la decidida toma de conciencia de hacerse cargo de su otredad, la otra ante el dolor, el signo de la semejanza en la frente de la igual ante sufrimiento humano, la participación activa en la asamblea y en la revuelta del gran sueño: la de quienes sostienen su lámpara de palabras contra lo ominoso, contra la reencarnación de los trepas y los cancerberos, las moribundas mitologías del poder que ya nada pueden ante el Erizo púrpura.
Poemas de Iris, sillas en las nubes de Maiakovski donde se sentarán los grandes transparentes con sus perros de mármol que aúllan lieder por los bosques de Schubert, canciones de los niños muertos de Mahler, voz de Iris en el aire respirado por la primavera desterrada a los dedales de melisa, voz de cristal azul contra el corcho dorado que flota en la lejía de los pobres suburbios solitarios… La poesía que habla de cosas que no existirían sin las palabras, de llantos que solo la consolación moral del infinito podrá algún día contener, poesía de los dones terrenales, de lo cifrado en los anillos de las maderas fósiles, una casa hecha de vocales para los silenciosos y los refugiados, una mano abierta a la intemperie, a la fraternidad con lo extranjero y el lejano, lo siempre insurrecto, desobediente y luminoso de su presencia ante el horizonte rojo de las vanguardias.
La poética de Iris Almenara, calor de nieve y claridad del carbón, ha sido hecha para alumbrar, para esparcirse sobre la matria de todo lo bienaventurado, oración laica de la mar y las dulces sustancias vocales que derriten el acero. Su calidez proviene de las serenas ondulaciones de la tierra y el silbido de los astros en el pentagrama cósmico, de la desconocida clave que existe tras cada palabra, en cada letra, en cada de granada, en cada encendida enseña de las insurgentes contra el taciturno dominio de los aburridos pensamientos del sistema métrico decimal.
Abre este libro, acércalo al sueño de tu corazón, léelo como se lee un pañuelo blanco sobre el rostro de un íntimo ángel caído. Oirás la salvación de las criaturas que en él viven, recorre el hermoso y rotundo camino que tras esta página conduce a un canto inaugural, a la proclamación de una luz, acaso a la última verdad de los poetas, la nueva mañana de un imaginario universo creado por la más vocacional de las pasiones, vivir la vida, como lo hace, tal como lo ha hecho, como seguirá haciéndolo Iris Almenara, en las palabras.
5 poemas de Erizo púrpura (2021),
de Iris Almenara
Árboles fusilados
Todas las mañanas fusilan a los árboles de la ciudad.
Desnudos nos contemplamos.
Las esquinas de mi cuerpo
carcomidas entre los dientes de una pantera,
están untadas con polvo de incienso.
Nosotras, las embarazadas de nada,
rompemos con el cordón umbilical que nos asfixia
y abortamos crucifijos por el salario mínimo.
Los muertos nos reviven de la rutina
rociándonos de saliva fértil,
mientras las semillas siguen exterminado al avispero ávido
que habita en bocas abiertas,
en bocas que se besan hasta ser arena.
Todas las mañanas fusilan a los árboles de la ciudad.
Desnudos nos contemplamos.
Cadáver frente a cadáver.
El hombre del tiempo
Un soplo de viento arrastra una pila de pestañas atadas con cinta aislante y los pechos, nada más acariciar la tierra, están esnifando tiras de velcro.
Mientras, el hombre del tiempo se esconde en su garaje de Bedford street para invocar a sus ancestros en forma de polvo y se tumban en colchones de prueba donde crecen las balas entre restos de semen y dólares arrugados, para que así nunca más se manchen más cadáveres, más sábanas, más costas.
Proporciones
En el fondo del pubis baila descalzo el aliento de las niñas
y se cubren el rostro con cirios rosados para tapar la carne
recién cortada.
A lado de los márgenes, hay terrazas de hojas blanquecinas
y niños despeinados con sus madres olfateando los cabellos
traspuestos de hollín y música.
La sombra que nos apaga ya no es nuestra
porque de tanto pisarla la matamos,
y en la costa punzante anida una pila de cuerpos sin nombre,
con los dientes hacía fuera enseñándonos la proporción de
la vida.
Habitamos en lo ajeno.
Erizo púrpura
La prisa, esa que te chafa y aplasta con un millón de papeles atragantados, sin picaporte, como un rayo de perfume atravesando tu alma impoluta de recetas médicas, esa prisa deja caer los últimos trozos de pan en la boca aguada del Monarca redondo.
Y lo han escrito por todas las paredes de la ciudad y están llamando a las puertas de las casas, vamos a ser puestos en cuarentena. Pero que nadie secuestre nada, que ya lo hace la muerte por todas nosotras.
En mi barrera roja entra una masa de pelo moldeado sobre la pistola de tus piernas. Poesía. Las venas desgastadas del viento. Se aparece la Virgen en nuestro salón, ha tenido un aborto. Fundido en negro. Llámame cuando puedas, quiero tu lengua lenta saboreando el eclipse de mi erizo púrpura.
Atravieso el vagón de tren gritando a todos esos que andan con fajos de billetes y heroína, entre boletos premiados de lotería y manzanas podridas sobre la mesa, puestas en cruz, no puedo dejar de gritarles, porque son los dueños de las funerarias.
Las funerarias puestas en cruz.
Los muertos de hambre
Los muertos de hambre solo respiramos materia gris, y se nos resbala en los tímpanos, haciéndonos un nudo enorme, guardando así nuestras orejas del frío.
Durante la noche plantamos flores en las bajantes de los edificios, para sujetar el silbido de los sueños que crece en nuestros zapatos recién dormidos.
Desde pequeños nos educan para sobrevivir al jarrón plantado sobre la mesa, al jarrón repleto de cocaína, papeletas electorales y árboles difuntos.
Porque nosotros somos la voz apagada sin micrófono, la pestaña dentro del ojo taladro, el aliento que desprenden las tuberías, ese bulto molesto en la espalda que nos impide levantarnos; somos la epidemia contagiosa que nunca se cura y que solo vive para expandirse.
Los muertos de hambre, como ustedes nos llaman, alimentamos cada rincón de nuestro espíritu con lombrices de luz, y duchas en seco de paz, con una almohada que guarda la impureza del pulso.
Porque preferimos no amarrar nuestros pies en tierra. Aunque algunos ni siquiera lo preferimos, algunos simplemente nacemos siendo unos muertos de hambre, con la vida saciada y el corazón cubierto.
*(Castellón de la Plana-España, 1989). Poeta. Cantante lírica por el Conservatorio Superior de Valencia Joaquín Rodrigo y músicoterapeuta. Se desempeña como profesora de canto, es parte del coro sonoro Cantataticó y miembro del colectivo Militancia Poética. Ha publicado en poesía Ombligo, mundo y raíz.