5 poemas de «El califato de Lima» (2021), de Diego Otero

 

Por Diego Otero*

Crédito de la foto (izq.) AUB /

(der.) el autor

 

 

5 poemas de El califato de Lima (2021),

de Diego Otero

 

 

En el semáforo

 

Veo la noche a través de las lunas polarizadas

de un taxi. La doble oscuridad de la calle

 

y las luces flojas, como disueltas. La chica que

espera en la esquina lleva puestos unos

 

audífonos claros, y una falda de rombos

o escudos, pero yo solo distingo bien sus facciones,

 

subrayadas por el brillo vibrante de la pantalla

del celular. Ella no sabe que yo la estoy viendo,

 

 y que intuyo sus piernas en la penumbra. Tampoco

lo sabe el monstruo que empieza a moverse

 

tras ella.  El monstruo es como la vida: una cosa

imprevista. Y pese a tener tres pares de ojos

 

y una cabeza triangular, no puede ocultar

su tristeza. No puede dejar de intuir que

 

una serpiente se enrosca y se agazapa

detrás del corazón de los insatisfechos.

 

Lima parece una ciudad pero en realidad es

un taxi. Un taxi cuyas lunas polarizadas ya casi

 

 no permiten ver lo que pasa afuera, en la noche.

¿Qué hacen, por ejemplo, ahora, el monstruo

 

y la chica? ¿Es un acto de amor o un acto

de violencia? Es difícil vivir en la sombra cuando

 

tienes que mirar.  Es difícil viajar en un

taxi cuyo conductor tampoco ve casi nada,

 

y sin embargo espera el cambio de luz.

 

 

Fotografiar suculentas en la madrugada

 

Me detuve frente a la superficie lisa, blanca

y de contornos redondeados de la máquina. Introduje

la tarjeta y cinco o seis segundos después escuché la pregunta:

cuál diría usted

que es el estado de ánimo de la época.

 

El terror, al menos, no es,

respondí: no se puede vivir en el terror:

el terror es más como una mascota maligna, que te acompaña

y en un momento equis te salta al cuello:

te muestra su famosa dentadura vibrante, afilada.

Tampoco diría que el estado de ánimo de la época es el estupor, aunque

nuestros dobles digitales observen sus muros y notificaciones

como si observaran la cinta circular de las maletas

en el aeropuerto de una ciudad

peligrosa,

después de un vuelo de semanas.

En este cielo

las estrellas se intuyen siempre,

y esa intuición dilatada no es muy paja.  Pero

el estallido quieto de las flores amarillas de la tipa

es una constelación doméstica que podemos celebrar

de manera imperturbable. De la misma manera

imperturbable en que abrimos la puerta de la calle

para ver si alguien se aproxima desde lejos,

buscándonos.

 

Somos la clase de personas

que deja que se vaya la luz para volverse “guías turísticos”

en los corredores de la oscuridad, ahí

donde lo único visible son esas casetas de peaje

iluminadas, tras las cuales se despliega una sombra seca,

 apelmazada, gigantesca.

 

 

Y por eso

empuñamos y encendemos las linternas, y apuntamos

hacia un hombre que intenta

hacer una fogata

pero solo puede exhibir el espectáculo del fuego

arrinconado hasta el punto de ser

una representación de sí mismo, la tarjeta de visita

del fuego.

O apuntamos hacia una mesa vestida, que se puede

fotografiar

pero sin flash, alrededor de la cual adictos y santos conversan

a ciegas

y ríen.

 

O apagamos las linternas. Y oímos

nuestras respiraciones

en la oscuridad.  

 

Hacia el final, como es costumbre, todo el mundo se integra

para beber algún aperitivo fosforescente. Y mientras

el vidrio de los vasos entrechoca y produce chispazos agudos,

de la sombra pura surge la silueta de un lobo. Un lobo que busca

el resplandor cerrado de un hueso. Un hueso que puede ser también

los restos de su comida, de sus temidos ancestros

o de todos sus futuros posibles.

 

 

 

Vuelo de exhibición (más ideas sobre aviones)

 

Por alguna de esas cosas extrañas de la vida

hemos conseguido introducirnos

en la cabina

de un caza.

Un F16.

                       

Aunque se trata

de un avión en el que cabe solo una persona

–un piloto parasitado por un

combatiente–,

nosotros,

seres

espirituales,

interesados en las artes de la poesía y no

en las del poder, hemos

conseguido de algún modo

introducirnos

y vivir la experiencia.  El cielo

 

se ha abierto

como una fruta azul.  Y el corazón

se nos ha pegado tanto a la espalda

que parecemos

criaturas bidimensionales, habilitadas

solo para alejarse

o venir.

 

Romper la barrera

del sonido de

las palabras. Esa es la misión.

Al menos para los que estamos

acá, 

atrás.

 

Al menos mientras el piloto

continúe obligado a mirar hacia

delante

porque su cabeza está entubada y cableada,

y rodeada de voces–

pilotear un caza

se parece de pronto

a estar en UCI o en el quirófano,

pienso.

 

Y deseo

que rompamos la barrera

del sonido

de las cosas

no dichas.

 

Al menos

hasta que el piloto

pueda quitarse el casco a seiscientos metros

por segundo, 

voltear,

y hablar con expresión dulce:

 

¿saben ustedes

para qué puede servir un ángel

si no es para lanzarse

a las turbinas

de los aviones de guerra?

 

El poeta Diego Otero

 

Autoaniquiliación, una parábola

 

El hecho de que las autoridades clausuren los bordes de los puentes,

los acantilados y los techos con láminas de acrílico

transparente

no va a impedir que los suicidas

encuentren el

camino.

 

Pronto esos acrílicos

quedarán como documento de una

“inocencia” pública:

el apetito de la tierra

carece de remilgos frente a los síntomas de la

enfermedad social.

 

Los involucrados

tampoco echan al traste los huesos del

faenón: se los chupan, eructan, y

la basura termina en el

mar.

 

Todo

es un poco como ir al kiosko y pedir

el periódico del día, y esperar

que el periodiquero te dé siempre dos

opciones: ¿quieres el diario

en el que nos va más o menos bien

o el diario en el que nos va calamitosamente

mal?

Y tú le dices, porque

estás muy cansada, que mejor

solo ves los titulares

de ambos mientras

empiezan

a llover fichas

plásticas

de algún juego

que no conoces.

 

(Esas fichas, esos miles

o millones de fichas, hay que decirlo, terminarán también en el

mar).   

 

 

Pero en unos años, cuando todo haya terminado

y la ciudad haya crecido mucho

hacia arriba gracias a una dieta

balanceada y con insumos de primera

–y mucho a lo ancho un poco como

cuando alguien se alimenta de chatarra–,

sobre las láminas de acrílico

inútiles y sucias

los más jóvenes pintarán con spray unas palabras

parecidas al grito en cuyas ondas sonoras

viaja una flecha de punta encendida

hacia la noche

cerrada.

 

 

 

Unboxing

 

Una tarde recibí una caja, digamos que vía DHL.

Estaba esperándola, así que de inmediato la puse

sobre la mesa y empecé a abrirla. Adentro había

otra caja, que también procedí a abrir. Y en el

interior de ésta había una más, que por supuesto

abrí. Las cajas eran idénticas, proporcionales.

El procedimiento se extendió, en una especie

de abismo manual, a lo largo de siete u ocho

cajas más, hasta que apareció entre mis dedos

una cajita tan diminuta que era imposible hacer

algo con ella además de tocarla y sobarla con

las yemas como si fuera un talismán. Un talismán

para tiempos devaluados y pueblos perdidos,

pensé, un poco desilusionado, un poco retórico.

Di un paso atrás, miré la mesa. Parecía una

familia destrozada de cajas abiertas. Una vez,

durante una pelea con mi mujer, le di un puñete

al parabrisas y lo reventé. Y el paisaje se me

convirtió en una telaraña panorámica de vidrio:

ese fue otro abismo hecho con las manos. Hoy

prefiero no darle la contra a nadie. Y me dedico

a promocionar hallazgos modestos: los huevos

duros de codorniz se pueden pelar con facilidad

si uno primero resquebraja la cáscara. Quizá no

mucha gente lo sepa. Quizá tampoco saben –bue-

no, esto es información confidencial– que en el

Perú al presidente de la República se le permite,

históricamente, pararse al borde de un abismo y

arrojar todo tipo de animales pequeños, para

descargar el estrés, cuantas veces a la semana

sea necesario. Las manos colmadas de autoridad

y temblor levantan el cuerpo del animalito, que

no debe pesar más de, no sé, medio kilo. El anima-

lito siente el impulso y el aire acosado por el vacío.

El presidente, en cambio, siente que algo en su cabeza

se resquebraja como una cáscara de huevo de co–

dorniz. Es una sensación placentera, un masaje

moral. El animalito cae a veces en completo silencio,

a veces emitiendo pequeños gemidos. En algunas

ocasiones los guardaespaldas o cierto ministro

miran con binoculares hacia abajo, para ver si

distinguen el cuerpo reventado en la tierra. Por

lo general demoran poco en hallarlo: una mancha

de sangre y pelos como emblema de poder y

causalidad. Pero a veces no aparece: a veces el

animalito se hace nada entre el vacío y la roca.

Se hace nada. Es decir: su sombra marca la tierra

y luego es soplada por alguna fuerza extraña, como

si nos corriéramos un poquito de la posición del

entendimiento. ¿Una visión puede seguir siendo

una visión si se cumple minutos después de haber

sido concebida? Levanté la vista y vi que la caja

volvía a estar cerrada, con sus sellos de tránsito

aéreo. Y no fue necesario acercarme: escuché con

claridad cómo las pequeñas garras afiladas ras–

paban el cartón, por dentro, con ansias: señales

de una criatura que consiguió hacerse nada para

el momento de la caída. Hacerse nada es el paso

número uno en la domesticación de los abismos.

 

 

 

 

 

*(Lima-Perú, 1973). Poeta y novelista. Ha publicado en poesía Cinema Fulgor (1998), Temporal (2005), Nocturama (2009) y El califato de Lima (2021). En colaboración con el músico Santiago Pilllado y el diseñador gráfico Goster, publicó el proyecto artístico en formato de libro La Grabadora. The Sound Of Periferia (2006), que se presentó como parte de la muestra antológica Tránsito de imágenes (Puntos de fuga hacia el arte último), en el MALI, bajo la curaduría de Jorge Villacorta; y en novela corta Días laborables.

 

 

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