Por: Danny Yesid León Moncada*
Crédito de la foto: Izq. Ed. Praxis
Der. Autor
5 poemas de Desde estancias habitadas (2015),
de Danny Yesid León
Los mercaderes del silencio
Yo puedo oír la hierba crecer
Nick Cave
Yo oía el crepitar del árbol,
ese ruido de madera quebrada
cuando el agua irrumpía con su insistencia.
Era la lluvia inclemente del ocaso
y no quedaban hojas impávidas
por la fuerza del viento.
Los charcos rebosan de ramas desgajadas
y de sapos cantores del diluvio.
De tarde en tarde
venían los mercaderes del silencio
llevando a cuestas
las palabras ensordecidas en el invierno.
Yo los veía desfigurados por la niebla,
dando pasos inciertos
y dejando huellas profundas en el lodo
que solo desaparecían ya entrado el verano.
Subían en caravana
y el temporal no cesaba en sus hombros.
El árbol resonaba con mayor furia
y se henchía a punto de herir la ausencia.
Cuando los mercaderes detenían su marcha
había cierto temor en los establos:
los perros ladraban erizados,
las moscas interrumpían su vuelo
y algo en el corazón punzaba hasta el ahogo.
Era el abandono de todo murmullo,
la calma angustiosa de la mudez.
Los mercaderes
emprendían el camino nuevamente
y la nada , como perfume,
envolvía en el aire a los recuerdos olvidados.
Entonces, ponía más leña en la hoguera,
atizaba el rescoldo
y la llama regaba la estancia.
Suspendido así en la luz de la habitación
yo seguía oyendo el crepitar del árbol,
las palabras del agua,
la voz que un día, por tres monedas de plata,
vendí a los mercaderes del silencio.
Pasos del carcelero
Yo hollaré la lumbre que dejaste,
desgastaré mis dedos tratando de revivir el fuego,
porque esta casa es hielo
y es agua suelta entre la roca
y vacío adentro no hay manera de abrir los ojos.
Yo hincaré el diente en la despensa,
probaré la sal fermentada que nutre
los huesos que dejaste en desuso.
Saldré al patio, donde dormita la ausencia,
y llenaré de espanto cada rincón del aire.
Seré como el rayo que me hirió de costado
cuando te fuiste muy lejos de aquí.
Yo rayaré las paredes,
dibujaré palabras insanas que irrumpen
y te golpean a oídos sordos
y dicen del ruido que fecundas en soledad.
Yo mudaré tus desgastados enseres,
los abandonaré bajo cerrojos imposibles
hasta que las polillas y el orín los hiera,
los pudra como a mi corazón sin tiempo.
Seré en esta morada
el carcelero de tu imagen,
de tus recuerdos que buscan la memoria
y llegan a mí, sin esperanza alguna,
mientras ahora los someto, los encierro
y les doy su ración de pan y vino amargo.
Yo apostaré el fuego imposible de revivir,
azotaré las columnas y el techo,
pondré luz donde no hay sino sombras de ti
y hundiré la casa en pesadas cenizas.
No quedará más que el camino
que se alza hasta aquí,
donde no permanecen puertas abiertas,
el camino que se pierda abajo en silencio
y mis pasos que regresan hacia la nada,
hacia ese cuerpo con el que un día
viene a encontrarte.
Monólogo frente al mar
La lluvia talla su rumor en las paredes,
deja vestigios de polvo en la respiración
y la memoria se inflama,
cesa lentamente sus recuerdos.
Vivimos en la morada del olvido,
mecidos por el vaivén de olas distantes.
Hasta aquí llega el eco de la espuma
al despuntar contra las rocas del acantilado
y ese ruido es el que inunda la voz.
Por eso bajan a media tarde
los alcatraces y las gaviotas
hasta el tejado maltrecho
y hunden sus nidos entre las grietas.
Estamos acompañados en la orfandad
por ese batir de alas,
por su mudanza de plumas en el vuelo,
por el aire que desprenden los picos
al graznar y cuajar su hambre en las sombras.
No tenemos más pensamientos que el fuego
que cruje en las nubes
y refleja el azul del mar en el firmamento
como si fuera un espejo quebrado.
No sabemos de arrecifes
ni caracoles que aguardan adentro
el zumbido de aguas etéreas.
Estamos en el recinto dispuesto,
en el sopor que raya la amargura,
bebiendo licor fermentado en oscuridad
o masticando abrojos y castañuelas
que crecieron en la herida del tiempo.
Nos falta el aire salobre que pulula en la costa,
la arena que teje remolinos
y llena la cuenca de los ojos con visiones.
Faltan aquellos desembarcos sin marea,
los encuentros con cangrejos
o cachalotes que perecieron al albor
y entregaron sus últimos despojos al silencio.
Añoramos los atardeceres encallados,
las algas que regresan a la playa,
los corales desprendidos
y las medusas que aun después de viejas
levantan sus tentáculos
contra la piel que las embiste.
Pero el deseo no es suficiente,
la sangre mengua y los nervios decaen.
No basta la furia que nos caldea los huesos
y arremete su centelleo contra las paredes.
Seguimos tendidos al abrigo del encierro,
buscando una palabra certera
que forje la llave para las cerraduras
y nos permita la huida.
Necesitamos hacer de nuestra boca
la clave que desarme los muros
y disponga el cuerpo a la intemperie.
Solo así sabremos de lo que perdimos,
de lo que fue arrebatado por el abandono
cuando la oquedad irrumpía en el pecho
y cegaba los latidos de la carne.
Mientras tanto,
seguiremos aquí zurciendo espejos,
rehaciendo ventanas clausuradas
que lleven la mirada al ocaso,
hasta el mar donde navegan los barcos
en que zarpamos para llegar a esta tierra
y encontrarnos con la muerte.
Mudanza
Nos hemos mudado de piel y de nombre,
pero no de casa.
La casa es la misma de corredores inhóspitos,
techo arqueado, paredes de terracota
y patio consumido en la niebla.
Ya no jugamos, como antaño,
a los resplandores,
ni a los traficantes de alegría.
Nos queda la voz labrada en abandono
y un rostro indiferente,
nos quedan los labios heridos
y el corazón contraído por el tedio.
Por eso nuestros silencios son implacables
y agotan las habitaciones,
hunden el lecho donde soñamos futuras huidas
y arrastran nuestras bocas a la sed,
a la ausencia de toda luz.
Perdura, entonces, el deseo de la niñez perdida
entre calendarios y relojes varados.
Aun así, algo todavía fulge en las palabras:
una punzada, un ardor,
el fuego imposible
que mantiene a plomo la esperanza.
De ahí que recreemos ventanas
y puertas sin cerrojos
por donde escapamos para siempre volver.
De ahí que intentemos migrar
aunque la realidad
nos retorne con fracaso del exilio.
Porque es cierto, regresamos a cada momento,
luego de surcar áridas estepas
y dormir a la intemperie,
con los párpados hacia el cielo hecho bruma
y la angustia de lo desconocido.
Regresamos porque tememos la mudanza,
los lugares disímiles
y la hostilidad del desamparo.
Por tanto, seguiremos en esta morada,
anclados como sombras en los rincones,
alimentándonos con pan de herrumbre
o agua suspendida en la acequia del tiempo.
Y así envejeceremos:
sin irrumpir en otra geografía,
trasegando las coordenadas del encierro,
hasta que la lluvia deshaga las paredes
y no quede estancia de tanto polvo acumulado,
ni cuerpo para los sueños,
y por fin, sin miedo alguno,
mudemos nuestros enseres bajo tierra.
Tendido en el lecho
A Francisco Trejo, por la amistad
Que no venga el viento de antaño,
con su arista incansable,
a poblar las hendiduras,
a hacerse ruido con la respiración
que tienta a oscuras
las paredes de la estancia.
Que no traspase el hielo,
aterido en las ramas de los almendros,
ni trastoque la ráfaga herida,
entre hojas y cortezas,
esta honda postura en que yazgo.
Que todos olviden la ruta sinuosa,
a través de la maleza y los despeñaderos,
y no regrese el rumor de pasos
hasta mi puerta clausurada.
Que el turpial y el venado de montaña
perezca al beber del aljibe en el patio,
cuando la niebla se asiente
y sea de las horas un transitar desmedido.
Porque reclamo para mí el silencio,
la tranquilidad impuesta en los párpados,
esa urdimbre de sosiego
necesaria para los abandonados.
Quiero ya la justa ración de olvido,
que nadie repare en su memoria
los recuerdos o mi cuerpo menguado
por la violencia de tantos inviernos.
Exijo la soledad en este momento,
justo ahora que mi lecho está tendido
y la sangre mana sin premura.
Pero me permito una palabra más,
las sílabas desgranadas en mi pecho,
para decir que voy como agua:
brotando de la noche,
discurriendo sin orillas y marea,
para caer en el último sueño.
Ya no veré el vuelo de la grulla
ni el trasegar sonámbulo del jabalí,
tampoco asistiré al pregonar de la aurora,
con su tonada desleída,
en los juncos de la cañada.
Así, entre el humo y la ceguera,
entre rescoldo y ceniza,
me quedaré inerte, casi murmullo,
mientras mi cuerpo ahonda el silencio
y la voz en el alma recomienza.
*(Bucaramanga-Colombia, 1990). Estudió Español y Literatura. Actualmente es consejero departamental de cultura y director del Encuentro Internacional de Poesía de Bucaramanga. Preparó las antologías La voz alucinada y La oscuridad tras el relámpago (Ediciones UIS). Por su obra literaria, ha obtenido la beca Artistas Jóvenes Talentos- ICETEX, Ministerio de Educación (2015). Ha publicado los poemarios Momento del decir, Cantar de bruma y Desde estancias habitadas (2015).