Por Álvaro Pérez Sastre*
Selección por Bruno Pólack
Crédito de la foto (izq.) el autor /
(der.) Ed. Catavento
5 poemas de Conciencia de la espera (2018),
de Álvaro Pérez Sastre
Umbría
Miro la superficie ondulante del agua
y constato la ausencia
de mi reflejo.
Al intentar proyectar mi voz
esta se transforma en niebla
y se pierde.
Todos los péndulos se hallan en reposo.
Son tan opacos los colores.
Ocasionalmente algún espectro me hace gestos
que no consigo entender.
Escucho, con todo,
el latido distante
de una semilla
enterrada.
El detective Philip Marlowe, años después, al detective Ovidio Peirce
“(…) No es que la ciudad fuera como una página llana y perfectamente legible, claro que no. Pero cuando yo hablaba (tranquila o intranquilamente) con un gánster en una opaca oficina, o cuando tomaba una copa con una lindura que me requería para algún trabajo, yo podía vislumbrar qué tanto habría que descender en la entraña de la sordidez. El caso consistía, invariablemente, en alcanzar alguna boca de alcantarilla en medio del vaho nocturno de la ciudad, en no perder la integridad a medida que se descendía paso a paso. La intuición y la razón cooperaban entre sí para iluminar buena parte del trayecto, y uno sabía que debía ser cada vez más cauteloso conforme iba bajando: siempre hay alguien merodeando en los callejones, siempre hay alguien observando desde la trastienda, no hay calles verdaderamente rectas… Pues bien, en aquel caso… un pozo profundo como una tumba se abrió a mis pies en varias oportunidades y fui cegado por el destello de un disparo. No crea lo que le dije hace años, Peirce. Nadie vuelve a ser casi el mismo después de algo así, nadie sale a duras penas de las fauces del pozo”.
El crimen verdaderamente perfecto
Asesiné al sepulturero.
Lo hice con la misma pala
que él empleaba
para excavar las tumbas.
Todos saben que lo maté,
pero como tomé su lugar
nadie ha dicho nada.
Después de los aplausos
Despedimos al orador motivacional con una lluvia de aplausos y nos dispusimos a formar la pirámide humana. Resultó imposible. Cada quien tenía pegada a cada una de sus manos la mano de otra persona. Clamamos por ayuda hasta el cansancio pero nadie vino. Así que nos quedamos en silencio, respirando el desconcierto. Alguien comenzó a silbar una tonada alegre y algún otro vociferó que los silbidos estaban «fuera de lugar». Nos dividimos entonces entre los que apoyábamos al silbador y los que no. Hubo insultos y amenazas de parte y parte. Recuerdo haber pensado que era una suerte que estuviéramos pegados. La pantalla gigante se iluminó y la imagen congelada de la cara del orador trajo la calma.
Escape (bis)
Al cruzar la frontera volvíamos siempre al inicio. Entonces todo ocurría nuevamente: el dueño del anticuario al que dejé tendido de un relojazo cuando intentó propasarse conmigo y de quien tomamos los revólveres y el descapotable, la lección de tiro que me diste y el motel de carretera con las sábanas mugrientas y la noche de éxtasis y el sueño con gorriones que me contaste en la mañana y el robo del banco, los turnos al volante y la dura línea del horizonte con el reluciente punto de fuga y el enorme sol rojo del desierto y las patrullas en el espejo retrovisor y mis disparos y los disparos de ellos… En algún momento pensamos que podíamos desacelerar, pero luego protestaste porque me estaba adelantando. No quisimos quedar de un lado y del otro de la frontera ni por un segundo.