Por Fredy Yezzed*
Selección y traducción al inglés por Miguel Falquez-Certain**
Crédito de la foto (izq.) Susan Badcock, 2015 /
Crédito de la foto (der.) Jorge Camargo – Nueva York, 2017
5 poemas de Carta de las mujeres de este país (2019),
de Fredy Yezzed
Esta poesía es fuerte, bella y triste, y revela un mundo duro y feroz.
Raúl Zurita
Carta de las mujeres de este país es un libro donde las madres, esposas, hijas y hermanas le escriben a los desaparecidos de Colombia, y por extensión, a todos los desaparecidos de Latinoamérica. Nos revela con gran belleza, imaginación y hondura ese país que no muestran los medios de comunicación, ese país adolorido, ese país humillado por la guerra. Es un libro que honra y acompaña a las mujeres, quienes son las que construyen, como sobrevivientes, la Verdad, la Justicia y la Memoria. Son poemas que palpitan llenos de amor, esperanza y compasión. Nos dice a través de un entramado epistolar que la poesía no puede ser indiferente frente al dolor de nuestros hermanos, que la poesía es el otro.
Freddy Ñáñez
Nota: Los poemas que leerá a continuación aparecen publicados en su edición impresa, especie de libro objeto, de forma apaisada u horizontal en la página, para generar la idea plástica de que el lector abre, efectivamente, una hoja doblada por la mitad y extiende una carta. Por tal motivo, en el formato digital de la presente revista nos resignamos a publicarlos de forma vertical.
5 poemas
Las mujeres sufrimos y recordamos la guerra de otra manera,
las mujeres narramos la historia de nuestros sentimientos.
Svetlana Alexiévich
Carta donde pasta una vaca
Boca abajo entre los pastos altos del potrero, los primeros
en hallarte fueron los ojos tristes de una vaca. La neblina
bajaba lenta por la cordillera y los cristales de agua brillaban en las hojas.
El animal con su espíritu manso y curioso se acercó con humildad.
Te observó largo tiempo, José, allí suspendido en el tiempo,
flotando como un hielo en medio de la mañana.
En el cielo una corona de aves negras se disponía
a posarse sobre tu ancha espalda, cuando otras vacas
vinieron a rodearte, a cuidar del hijo ausente, a espantar las moscas.
Centro de este cortejo, José, te lloraron las matronas de los campos.
Desde el fondo nervioso de sus cuatro estómagos los animales mugen,
se inclinan ante tu cuerpo, te lamen el rostro.
Son ellas las primeras plañideras en encender cirios
en la profundidad de sus ojos húmedos y negros.
A su lamento responden con un balido desde el potrero vecino,
un relincho en las faldas de la montaña, un aullido
en el pueblo siguiente. Con esta desolada ceremonia,
mientras el viento peina los pastos altos,
doblan por ti las campanas.
Carta~manifiesto y esas flores de violetas
Las flores de violeta tienen forma de corazón, mas no palpitan.
Modestas, se han escondido debajo de un pino derribado a orillas del río.
En un recodo han quedado sitiadas por el sueño.
Y como en una tinaja de barro el verano ha calentado las aguas.
De cada violeta ha salido una tinta azul, una grafía de humo en el agua.
Como rodeadas de un aura, las violetas tiznan la orilla de un escarlata delicado.
Si hay un dibujo de la muerte, pueden ser las violetas
cortadas con sevicia. Llamadas a la desventura.
No está el canto del mirlo en sus carnes, ni
la palma ardorosa del amor, ni la risa
del niño que las codició para su madre.
Con suavidad el viento mete el dedo y revuelve
la sopa sanguinolenta.
¿De quién estos racimos de sal, esta luna cercenada,
las rodajas de él, ella, tú, nosotros?
Con esta imagen enloquecen los ojos de la mañana.
No te perdono, Poesía, que frente a este horror
des un paso al costado.
Carta a un muerto debajo de la mesa
El tiempo entra en la boca y pronuncia nuestro nombre.
Qué forma más extraña, Santiago, de querer meterte en la vida,
pegar la vuelta,
echar para atrás como un caballo asustado por una víbora.
Tu mano, Santiago, asoma por los bordes de la mesa.
Recuestas tu mejilla muerta en nuestras piernas y con el gato
compites por una caricia en el pecho.
Esa suavidad de nuestros dedos entre tus cabellos.
Cierras los ojos lentamente y respiras profundo.
Las familias de este pueblo cenan con muertos bajo la mesa
y de vez en cuando el sabor de la sangre les invade la boca.
Santiago, tu cuerpo caliente debajo de la mesa, ¿a quién llama?,
¿a qué mano desea morder, a qué palabra increpa?
El filo de tu mano entra por debajo de nuestras mujeres;
tus uñas sucias, lastimadas, arrancadas;
el castañear de tus dientes interrumpiendo la conversación.
Hacemos caso omiso de tu sollozo que lava nuestros pies bajo la mesa.
Oscureces rápido, como cuando se deja de ver ―frente a nuestros
ojos― una fotografía que tuvo valor.
Te chupa el abismo que hay debajo de la mesa de toda buena familia.
Quieres que nos duela tu dolor, quieres dolernos.
Santiago, el animal mojado de tu miedo palpita,
y bajo la mesa diaria, sin darnos cuenta:
―entre el buenos días y el te amo―,
desaparecemos tu nombre.
Carta al hombre que asesinó a mi hijo
Todas mis noches, oración tras oración, te deseé la sangre más negra.
Dije piedra, dije mercurio, dije lobo, dije árbol podrido en tu corazón.
Maldije las manos de tu madre que le dio horma a tu cuerpo con esperanza,
Maldije a la mujer que te amó creyendo que era amor,
Maldije a la partera que te salvó de ser ángel, de ser miel, de ser boca tierna.
Lejos de mi lengua lancé el pueblo de calles empedradas que te vio correr,
al país que te dio un nombre y este derecho de triturarnos y hacernos olvido.
Encadenada a tu odio, te profesé todo mi amor, y te profesé todo mi vacío.
Soñaba con tu rostro bajo mis uñas, soñaba que me soñabas mirándote en silencio,
soñaba que la lluvia golpeaba a tu ventana con vísceras de cordero.
Pero cuando la zozobra me quebraba los huesos, la vida te puso frente a mis ojos:
no podía creerlo, en tu joven rostro vi el rostro de mi hijo,
en tu mirada perdida vi su última mirada, en tu cabello revuelto vi su grito
llegando alegre de la escuela, con los perros y con el hambre.
Ahora que buscas en el fondo turbio del estanque una moneda,
ahora que añoras entre las hierbas otro nacimiento, ahora que tus manos
heridas se niegan a herir, dime, contesta a este marco sin fotografía,
a esta bicicleta abandonada, a este tigre muerto que es tu país: ¿Quieres mi perdón?
¿De qué te salva él? ¿Qué destruye, qué levanta, que esconde bajo los álamos olvidados?
¿Servirá de algo que limpie la sangre de mi hijo de tus manos?
El perdón duele, sale del estiércol, vuela por encima de nuestras cabezas,
perfuma, mas no termina de lavar nuestras naranjas ensangrentadas.
En medio del pan duro y los ácidos más crueles: te perdono ―pequeño
huérfano―, te perdono y me libero de tus alambres,
te perdono y desanudo tus púas más hirientes.
Dime tan solo una última palabra.
Dime bajo qué piedra debo buscar su nombre, dime en el fondo de qué río debo cantar
su melodía, dime entre las hierbas envenenadas en qué corazón debo escarbar…
Tú y yo somos dos cuervos que se miran sin consuelo.
Tú y yo somos este jardín de los desaparecidos.
Este amor violento.
Carta de las mujeres de este país
Aquí estamos, con la espuma en la mano frente a los trastos,
escuchando el sonido de la sangre. A través de la ventana, la luz de la luna
ilumina los metales y las pompas de jabón.
Estamos ya viejas y recordamos cosas frágiles. Todas nosotras estábamos allí.
Nos dejaron vivas para que pudiésemos decir las manzanas podridas.
También para que susurremos mientras gotean nuestros dedos:
“No nos arrebataron el amor”.
Quisiese que el dolor se fuese como se va la grasa por el sifón.
Pero el dolor está ahí como un hijo creciendo adentro nuestro.
El dolor nos dice: “Hijas mías, mirad cómo han mudado de alas”.
Hay brillo en las cucharas y los tenedores, pero el recuerdo, el rayo,
el apellido de nuestros hombres aún sigue latiendo entre las manos.
Mientras lavamos una olla, un sartén, un colador, hay una que imagina
bañar y acariciar el pecho, las manos, los pies de su hombre.
Son otros los que hacen la guerra, pero somos nosotras
las que cargamos las carretillas de lodo de un cuarto al otro.
Entre nosotras y el grifo de agua, la luna y nuestros difuntos cantando.
No nos marcharemos sin más. Vamos a lo profundo del misterio.
Buscamos en el humilde jarro de nuestro pozo las palabras más sencillas
para decir con exactitud la costilla rota, su mano tronchada, sus ojos abiertos y quietos.
Cuánta pena hay en esta tarea diaria de lavar los platos, los vasos, nuestras sílabas.
La guerra tiene el nombre de un varón, pero la memoria, las vocales temblorosas de una mujer.
Nadie mejor que nosotras lo sabemos: “Todos somos culpables en la pesadilla”.
Y no hablar, lo creemos casi doblando las rodillas, es morir frente a los hijos.
Ninguna se oculte en la casa limpia, ninguna diga nunca, ninguna deje de desollar el alma.
Aquí estamos las mujeres de este país sacándole brillo a nuestros muertos.
Aquí estamos las mujeres de este país edificando con espuma
el amor. Aquí estamos las mujeres de este país
con la luna entre las manos.
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(poemas en su traducción al inglés)
5 poems of Letter from the Women of this Country (2019),
by Fredy Yezzed
We, women, suffer and remember the war differently,
We, women, tell the history of our feelings.
Svetlana Alexiévich
Letter where a cow is grazing
Face down in the tall grass of the ranch, the first ones
To find you were the sad eyes of a cow. The mist
Was slowly coming down from the mountain range,
and the water crystals sparkled on the leaves.
Gently, curiously, humbly, the animal came closer.
It looked at you for a long time, José, frozen there in time,
Floating like ice in the middle of the morning.
Hovering in the sky, there was a wreath of black birds
Ready to land on your broad back, while other cows
Came to surround you, to take care of the missing son, to scare the flies away.
In the midst of this wake, José, the matrons from the fields mourned you.
From the nervous bottom of their four stomachs, the animals bellow,
They bend down before your body, they lick your face.
They’re the first mourners to light candles
In the depths of their wet, black eyes.
From the neighboring ranch, a bleat answers their mourning,
A whinny on the slopes of the mountain, a howl
In the neighboring village. With this bleak ritual,
While the wind combs the tall grass,
The bell tolls for you.
Letter-manifesto and those violet flowers
Violet flowers are heart-shaped, but they don’t beat.
Modest, they’ve hidden under a pine tree laid down at the river bank.
In a crook, they’ve been besieged by sleep.
And as if it were an earthen jar, summer has warmed the water.
A blue ink has sprung forth from each violet – a smoke signal on the water.
As if surrounded by an aura, the violets blacken the riverbank with a delicate bright red.
If there were a drawing of Death, it could be violets
When they’ve been clipped with cruelty. Destined to misfortune,
The blackbird’s call is not in their flesh,
Nor the passionate palm tree of love, nor the laughter of
The child who coveted them for his mother.
Gently, the wind fingers and stirs
The bloody soup.
Whose are these clusters of salt, this mutilated moon,
These slices, his, hers, yours, ours?
Morning’s eyes are driven mad with this image.
I won’t forgive you, Poetry, because you witnessed this horror
And stepped aside.
Letter to a corpse under the table
Time comes into the mouth and calls out our name.
What strange way of wanting to get involved in life, Santiago, to turn around,
To backtrack like a horse startled by a snake.
Santiago, your hand pops up at the edge of the table.
You lay your dead cheek on our lap and compete
With the kitten to be petted on the chest –
That softness of our fingers going through your hair.
Slowly, you close your eyes and take a deep breath.
The families in this town have supper with dead people under their tables
And the taste of blood occasionally permeates their mouths.
Santiago, your hot body under the table, who is it calling?
Which hand does it want to bite, what word is it scolding?
The edge of your hand goes underneath our women –
Your filthy, sore, ripped-out nails;
The chatter of your teeth interrupts the conversation.
We ignore your flood of tears, washing our feet under the table.
You fade away fast, like when we stop seeing ― right in front of our
Eyes ― a photograph that once had value.
The abyss, which is underneath the tables of all good families, sucks you in.
You want us to feel your pain, you want us to grieve with you.
Santiago, the wet animal that is your fear throbs
Underneath our everyday table, and we are none the wiser:
― between good morning and I love you ―
We make your name disappear.
Letter to the man who killed my son
Every night, prayer after prayer, I wished you the blackest blood.
I said stone, I said mercury, I said wolf, I said rotten tree in your heart.
I cursed your mother’s hands who molded your body with hope,
I cursed the woman who loved you believing that it was love,
I cursed the midwife who saved you from being an angel, from being honey,
from being a tender mouth.
I hurled away from my tongue the cobbled-street village that saw you running,
The country that gave you a name and this right to crush us and throw us into oblivion.
Chained to your hate, I professed all my love and all my emptiness to you.
I used to dream of your face under my fingernails, I used to dream that you dreamed of me watching you in silence,
I used to dream that the rain was hitting your window with lamb entrails.
But when grief was shattering my bones, life placed you in front of my eyes:
It seemed unreal because in your young face I saw the face of my son,
In your absent stare I saw his last stare, in your disheveled hair I saw his cry
Cheerfully coming home hungry from school with his dogs.
Now that you’re looking for a coin at the bottom of the murky pond,
Now that you’re longing in the grass for another birth, now that your wounded
Hands refuse to wound, tell me, answer to this empty picture frame,
To this abandoned bike, to this lifeless tiger that is your country: Do you want my forgiveness?
What would it save you from? What would destroy, what would lift, what would hide under the forgotten aspen
[trees?
Will it do any good if I clean my son’s blood from your hands?
Forgiveness hurts ― it comes out from the manure, it flies above our heads,
It perfumes, but it doesn’t manage to wash away the blood from our orange blossoms.
In the midst of the stale bread and the cruelest acids: I forgive you ― little
Orphan ― I forgive you and release myself from your razor wires,
I forgive you and untie your most hurtful barbs.
Just tell me one final word.
Tell me, under which stone should I look for his name?
Tell me, at the bottom of which river must I sing
His melody? Tell me, in which heart should I dig among those poisoned leaves of grass?
You and I, we are two ravens looking at each other inconsolably.
You and I, we are this garden of the disappeared.
This violent love.
Letter from the women of this country
Here we are, with the foam on our hands in front of the dirty dishes,
Listening to the murmurs of the blood. Through the window, the moonlight
Shines on the metals and the soapsuds.
We are very old women, remembering brittle things. We were all there.
They let us live so we could tell about the bad apples,
So we whisper while our fingers drip, as well:
“They didn’t take love away from us.”
I’d like sorrow to go away like grease goes down the drain.
But sorrow is there like a child growing inside us.
Sorrow tells us: “My daughters, look at how you’ve grown new wings.”
There’s luster on the spoons and forks, but the memory, the lightning,
Our men’s last names are still throbbing in our hands.
While we wash a kettle, a skillet, a sieve, there’s one of us who fancies
Bathing and caressing her man’s chest, hands, and feet.
Others make war, but we roll the wheelbarrows
Of mud from one room to the next,
Between us and the faucet, the moon, and our singing dead.
We won’t go away just like that. We’re delving into the mystery.
We’re looking in the humble jug of our well for simpler words
To accurately tell about their broken ribs, their chopped-off hands, their open, motionless eyes.
How much pain there is in this daily task of washing dishes, glasses, and our syllables.
War is named after a man, but memory has a woman’s quavering vowels.
No one better than us knows that: “We’re all guilty in this nightmare.”
And if we keep quiet ― we believe it, almost bending our knees ―,
it’d be like dying in front of our kids.
Let no one hide in her clean house, let no one say never, let no one stop peeling off her soul.
We, the women of this country, are here burnishing our dead.
We, the women of this country, are here to build love
With suds. We, the women of this country, are here
With the moon in our hands.
*(Bogotá-Colombia, 1979). Escritor, poeta y activista de Derechos Humanos. Después de un viaje de seis meses por Suramérica en 2008, se radicó en Buenos Aires-Argentina. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Macedonio Fernández y la Mención de Poesía en el Premio Literario Casa de las Américas (Cuba, 2017). En la actualidad, es profesor de Escritura Creativa en La otra figura del agua: clínicas y talleres literarios. Ha publicado en poesía La sal de la locura (2010 y 2019), El diario inédito del filósofo vienés Ludwig Wittgenstein (2012 y 2019) y Carta de las mujeres de este país (2019); y los ensayos Párrafos de aire: Primera antología del poema en prosa colombiano (2010) y La risa del ahorcado: antología poética de Henry Luque Muñoz (2015).