El presente texto, fue publicado por su autor, originalmente, en el dossier dedicado a Eduardo Chirinos en Contratiempo N° 133, Chicago junio de 2016, pp. 18-19.
Por Roger Santiváñez
Crédito de la foto www.transtierros.blogspot.pe
5 instantáneas de Eduardo Chirinos
[In Memoriam]
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CONOCÍ personalmente a Eduardo Chirinos en su casa de la calle Paul Harris en Miraflores. En realidad ya lo había conocido por las referencias que José Antonio Mazzotti me había dado de él en conversaciones ocurridas en el Patio de Letras de San Marcos. Esto debe haber sucedido hacia 1978 o 1979. Mazzotti estudiaba literatura tanto en San Marcos como en la Universidad Católica, de modo que había entablado amistad con Chirinos en los predios del fundo Pando y –un poco después– formado el comité de la revista Trompa de Eustaquio junto a Raúl Mendizábal. En tanto editores de dicha revista aparecieron como tres tristes tigres en la hoja de créditos. En esos tiempos los tres habían obtenido primeros o segundos premios en los Juegos Florales de la Católica. Fue así como el crítico Ricardo González Vigil –a partir de una nota en “El Dominical” de El Comercio– los denominó como la nueva generación poética del 80.
Aquella noche hubo una fiesta en casa de Eduardo. Me parece recordar que era con motivo de celebrar uno de sus premios. Yo asistí –llevado por Mazzotti– con mi musa y compañera de entonces la poeta Dalmacia Ruíz Rosas. Cabe mencionar que en esa reunión me reencontré con Raúl Mendizábal, con quien había compartido el Jardín de la Infancia y los primeros años de la primaria en el colegio Salesiano de Piura, de donde somos oriundos ambos; y a quien no había vuelto a ver desde aquel lejano tiempo, ya que Mendizábal abandonó Piura para irse a vivir a Lima poco después de esos días de la temprana niñez. De modo que fue un gran reencuentro al ver que los dos estábamos unidos por la poesía y su destino que era el que nos juntaba de nuevo en esa propicia ocasión, en casa de Eduardo Chirinos.
A partir de entonces una cordial amistad me unió a Eduardo:
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Era un día domingo como a las tres de la tarde. Habíamos quedado en reunirnos en casa de Dalmacia en Miraflores. Corría el verano de 1982. El poeta de la generación del 60, Carlos Henderson, estaba de visita en Lima. Como Eduardo lo conocía –por una entrevista realizada el año anterior para el suplemento dominical “La Imagen” de La Prensa, que editaba nuestro buen amigo Nilo Espinoza– él fue el contacto para ir a ver al autor de Los días hostiles. Aquella tarde nos juntamos Eduardo, Pepe Mazzotti, Dalmacia, Patricia Alba y quien redacta este testimonio. La casa donde se hospedaba Henderson quedaba por la avenida Costanera, rumbo al Callao, área que yo no manyaba mucho sino por mis lecturas adolescentes de La ciudad y los perros de Vargas Llosa. No sé cómo averiguamos y decidimos tomar un microbús desde Miraflores que transitaba por la avenida del Ejército. Nos hemos subido todos al vehículo que estaba casi vacío siendo un domingo en las primeras horas de la tarde. Me parece recodar que era por los días de Carnavales, así que los palomillas de Santa Cruz nos lanzaban globos de agua por las ventanas del carro. Recuerdo que nos hemos estado riendo por la situación y un globazo impactó en la cabeza de Patricia mojándola todita. Esto la decidió a abandonar la empresa y nos dijo que se bajaría en el próximo paradero, ceca de la casa de una tía suya donde haría una pascana. No sé quién llevaba una cámara fotográfica. De modo que hay fotos de esa tarde en el microbús que nos conducía a la jato de Henderson. Una vez he visto dichas imágenes en un álbum de Dalmacita. Yo tenía en mi biblioteca el libro Ahora mismo hablaba contigo Vallejo del poeta, una hermosa edición de Arte Reda, el legendario sello de Víctor Escalante, publicado en 1976. Cogí el ejemplar y lo llevé conmigo en nuestra visita a su autor. Henderson se mostró complacido con ello y mientras nos invitaba un suculento lonche en la sala de la casa donde se alojaba, escribió una dedicatoria para los cuatro poetas jóvenes que iban a verlo, en la primera página del libro. El volumen era mío, pero como ahora tenía una sola dedicatoria para los cuatro visitantes, decidí que José Antonio lo guardara en su casa. Y allí se quedó para siempre.
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Por los días en que Eduardo Chirinos colaboraba en La Prensa, tuvo la gentileza de hacerme una entrevista ya que yo andaba promocionando un nuevo libro que publicaría pronto titulado Trabajo. Para poder hacerlo mi amigo Oscar Orellana había impreso un talonario con bonos de prepublicación, modalidad muy en boga aquella época. De modo que algunos patas –al enterarse– me invitaban para entrevistarme –en los medios en que chambeaban– con el fin de promover la compra de bonos y anunciar el nuevo poemario. Así fue como Eduardo –con la bondad simpar que lo caracterizaba– me pasó la voz para una interviú en “La Imagen” de La Prensa. La hicimos en un café aledaño a la Plaza San Martín. Y al volver a su oficina en el diario nos encontramos con Nilo Espinoza, a quien yo conocía desde 1975. El editor de “La Imagen” me invitó –en ese momento– a escribir en el suplemento. De modo que pronto empecé a colaborar allí con notas literarias, reseñas de libros, y entrevistas.
Pero lo que quiero contar es lo que pasó una tarde de aquellas, en que yendo a dejar mi nota en La Prensa me encontré con Eduardo en las oficinas de “La Imagen”. Después de conversar con Nilo nos despedimos y enrumbamos hacia la calle. Caminamos por el jirón de la Unión –comentando los 5 metros de poemas de Oquendo de Amat que yo llevaba en la mano– hasta llegar a la esquina del cine Colón en la Plaza San Martín, donde –en aquel tiempo– partían el bus y los colectivos a Miraflores. Al llegar a la esquina, súbitamente y en un acto que no dudo en calificar de performance Eduardo toma la contratapa de mi ejemplar y comienza a moverse hacia atrás, desplegando notoriamente eso: la tira de 5 metros de poemas que conforma el libro. Fue un instante de pura reivindicación poética. La gente aglomerada en la concurrida esquina miraba sorprendida y en estupor –sin entender nada– lo que hacían ese par de locos cogidos –de un extremo a otro– por esa tira de papel impreso que pendía en el aire. Fue un rapto de liberación el que realizamos Eduardo y yo, inmediatamente sobrentendido lo que estábamos haciendo: romper la alienada rutina urbana desplegando poesía, y la poesía de Oquendo [como a él le hubiera encantado por supuesto] proporcionándonos –y a la gente también– el gratuito y lúdico acto que nos sacara del asfixiante tráfago citadino de Lima, la horrible.
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Eran los días del Movimiento Kloaka, verano de 1983. Eduardo nos invitó a la fiesta que por su cumpleaños hizo en su nueva casa de la avenida Brasil. Llegó toda la mancha original del colectivo y además los muy jóvenes simpatizantes –entre quienes recuerdo vivamente a Fernando Bryce, Charo Checa y Gisella Orjeda–. El tono discurría normalmente: comimos, bailamos, cantábamos, conversábamos y bebíamos en un ambiente de franca amistad y camaradería hasta que –de súbito– se acabó el trago. Entonces ocurrió lo inesperado: Nuestro pintor –el pintor del Movimiento como le decíamos– Enrique Polanco divisó un inmenso y dorado botellón de whisky guardado en una vitrina del comedor. Siguiendo un impulso abrió la vitrina y sacó el botellón para beber y empezar a repartir el trago entre todos los concurrentes. Grande fue la sorpresa para el papá de nuestro amigo Eduardo –el verdadero dueño del whisky– y tras proceder a quitárselo de las manos a Polanco, nos echó a todos de su casa. Eduardo –claro– se mostró apenado por toda la situación, pero –ni modo– tenía que acatar la decisión de su padre. Salimos pues a la gran noche veraniega limensis y –como se dice en el Perú–calabaza calabaza, cada uno a su casa.
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Querido Eduardo: Ahora que te has ido, sé que viniste a despedirte de mí el día de tu viaje, porque –mientras me duchaba– mis pensamientos se centraron en ti y me pregunté cómo estarías en esos momentos? Luego me enteré de tu partida y entonces recordé todo lo que aquí he rememorado como una forma de vencer a la muerte y rendir un homenaje al excelente amigo y al gran poeta que fuiste, eres y serás por siempre. Corazones apretados entre nosotros.
[febrero de 2017,
junto a las aguas del río Cooper,
sur de New Jersey]