5 fragmentos de «Luz que se escapa» (2024), de Rafael-José Díaz

 

Por Rafael-José Díaz*

Crédito de la foto (izq.) archivo del autor /

(der.) RIL Eds.

 

 

5 fragmentos de Luz que se escapa (2024),

de Rafael-José Díaz

 

 

Suspensiones como la de aquella ocasión en que fantaseó con disolverse en el aire a orillas del mar, con formar parte, paulatinamente y sin dolor, de las miríadas chisporroteantes de vapor de agua a las que desde su infancia había aprendido a llamar maresía, esa brisa que es como la respiración del mar y en la que imaginó cómo su cuerpo podría ir entrando a medida que desaparecía; acaso se trataba de una figuración extraviada, sublimada, de su propia imagen de bañista que avanza asediado por las olas hasta sumergirse del todo en la hondonada del mar. Sin duda, aquel día no le tenía demasiado apego a la vida o, tal vez, la concebía como un lugar conectado imperceptiblemente con lo que limitaba con ella, llamárase muerte o llamárase viento de disolución, llamárase vacío o llamárase arena en el fondo del mar. Sus amigos decían que cada vez que lo habían visto cerca de la orilla parecía estar hablando entre dientes con seres desconocidos. Exageraban. Había simplemente una frontera que no podía traspasar, un límite con el que se topaban sus ideas sobre el mundo, pues allí, en la orilla, parecía estar lejos de toda preocupación, como apaciguado o relajado por una música lejana. Por eso también se desnudaba en sus baños de mar cada vez que podía. Quedaba reducido a un puro cuerpo en contacto con la arena, al abrazo del mar que no se andaba con contemplaciones, a los chasquidos seductores de las olas.

 

 

[…]

 

 

No fue hasta mucho después de haber dejado atrás su adolescencia, hacia los veinte años, cuando se atrevió a salir por la noche a locales de copas. Recuerda bien la primera vez. Estaba en compañía de dos amigos, un chico y una chica, de su misma edad. Ambos llevaban probablemente el mismo tipo de vida que él: también serían caseros, solitarios, tímidos, ingenuos y estudiosos. El grupo que formaron en una de las terrazas que instalaban en verano en la zona portuaria de la ciudad debió de parecerle a todo el mundo una cuadrilla de zombis, un estrambótico muestrario de lo más cursi y lo más rancio de la isla. Aquellos pantalones, aquellas blusas, las gafas que usaban, los peinados, las formas de andar, el vocabulario que empleaban, la manera de reírse, el absoluto desconocimiento de las estrategias más elementales del mundo de la noche. Todo era tan grotesco que ahora, con el paso de los años, empieza casi a recordarlo con ternura, como si aquella inseguridad, aquel deslumbramiento, aquel tardío bautizo de copas, flashes, barras, gentío, baile, ligoteo, música y resaca pudieran ser rescatados como el origen de algo que más tarde pudo reconocer como una necesidad en su vida: la búsqueda de aventuras, la nocturnidad, un cierto desenfreno, la vitalidad, la pasión, las seducciones, las intrigas, los encuentros. Así que ahí estaban esas cáscaras caídas que eran el par de imágenes de aquella noche primeriza, sin que supiera muy bien qué hacer con ellas, pues por mucho que escarbara no iba a encontrar más cáscaras y por mucho que indagara no iba a hallarles nuevos sentidos a las pocas que guardaba. Sin embargo, eso seguía de algún modo alimentándolo. Eso y todas las secuencias que se sucedieron a partir de ahí. El hilo del que a veces tira, no siempre de un modo voluntario, presenta bifurcaciones que a su vez se bifurcan para bifurcarse de nuevo en un proceso que, hasta ahora, no ha tenido fin.

 

 

[…]

 

 

Alguna vez, mucho más tarde, habría de recordar junto a compañeros universitarios en alguna excursión a la presa en la que terminaba el barranco sus correrías infantiles por todos aquellos caminos de cabras que desprendían entonces un aroma como de hierbas salvajes, de agua de lluvia recién caída, de hogueras comunales. En esa época vivía ya otra etapa de su vida. Subió un par de veces hasta la presa. Seguía sintiendo vértigo cuando se apoyaba en la baranda para mirar hacia abajo. Pero sus amigos de entonces eran más callados, incluso él se había vuelto más callado, quizá porque ahora se pensaban las cosas antes de decirlas, o se quedaban meditando en lo que veían antes de opinar o simplemente porque las voces que les hablaban desde sus respectivos pasados no les dejaban hablar tanto como antes. Acomodados a la sombra de algún árbol, normalmente una higuera, sacaban las tortillas que les habían preparado sus madres, las botellas de refrescos, quizá alguna cerveza que él todavía no se atrevía a probar. La charca, como llamaban a la presa, emitía un sonido de constante pérdida de agua, como si esta, en vez de permanecer retenida, no parara de filtrarse. Aquellas orillas eran lo más parecido a un lago que habían visto nunca. Si no hubieran sabido nada de las extrañas construcciones que contenían la maquinaria de la presa, los mecanismos reguladores de las esclusas y de los canales, si no hubieran llegado desde la parte de abajo y no hubieran visto la monumental pared de piedras enmohecidas que detenía el agua, si hubieran llegado desde la parte de arriba, ignorantes de todo, habrían pensado que se encontraban a la orilla de un lago. Recuerda dos excursiones como esa, tres a lo sumo. Siempre con los mismos amigos, gente con la que anduvo el primer año de sus estudios universitarios y de la que nunca ha vuelto a saber nada. Si alguien los hubiera observado desde alguna de las casas construidas de cualquier manera en aquellas ventisqueras habría pensado que se trataba de espantapájaros ambulantes. Se había juntado con gente propensa al desarraigo, gente en cuyas casas las madres se atiborraban de tranquilizantes y los padres no aparecían, achispados, hasta la hora de cenar.

 

 

[…]

 

El poeta Rafael-José Díaz

 

Decidió llamar a un amigo e invitarlo a tomar unas copas en un lugar cercano. También allí había una terraza, pero esta vez no se trataba de un lounge destinado a alcanzar el nirvana mediante la superación del samsara sino de una especie de azotea en la que se prolongaba al aire libre la pista de baile. Había bastante gente. Su amigo le preguntó si quería compartir con él una pastilla de éxtasis que le habían regalado. No era aquella una noche en la que se pudiera rechazar casi nada. Se tomó su media pastilla y al cabo de unos veinte minutos empezó a sonreír sin motivo aparente, mecido por la música, por la conversación con su amigo, por el ruido de fondo de las otras conversaciones, por la noche apacible de verano en el sur de la isla, por las luces enarboladas a lo lejos por los hoteles como señuelos para la mirada. Su amigo le dijo que aunque un día abandonara la isla y volviera a su país natal, una pequeña nación centroamericana de la que había salido en busca de mayores oportunidades para su vida, nunca olvidaría aquel momento que estaban compartiendo en la terraza de ese local. Se lo dijo, lo recuerda perfectamente, apoyado contra la barandilla, en un momento que era, probablemente, el de máximo efecto de lo que habían consumido, y mucho más tarde, al recordar aquellas palabras, se preguntó si las recordaba porque el momento era especial, porque las palabras hablaban de recordar aquel mismo momento en que se estaban pronunciando o acaso porque aquel instante quedó indeleblemente fijado en la memoria gracias a la media pastilla que había ingerido. No sabía si su amigo, que poco después, en efecto, abandonó la isla, seguiría recordando aquel instante que parecía existir exento, fuera del tiempo o rodeado por fosos de tiempo perdido que no podría ser nunca recobrado, como un mástil, pensaba, que, después del hundimiento de un barco, continúa divisándose en medio del mar. Unos se iban y otros regresaban. Él se había ido, había regresado, se había vuelto a marchar y regresaba siempre para no volver nunca.

 

 

[…]

 

 

En uno de esos libros que ellos, él y sus compañeros universitarios, descubrieron después de que muchos otros los hubieran descubierto, pero que eran para ellos como una antorcha o un grial o una canción en medio de la nada, se describían las andanzas de un grupo de amigos por otra ciudad insular tocada por el enigma y por la fosforescencia. Se sentían, a medida que leían ese extraño juego de decapitaciones en el que unas voces se superponían a otras, unas cabezas hablaban en nombre de otras, y lo real se dejaba penetrar por lo imaginario, que era a su vez penetrado por lo onírico, protagonistas de una conversación infinita que estaba teniendo lugar al mismo tiempo en varias ciudades, en varias islas, en varias eras imaginarias. Lo que leían los trasladaba a espacios que no conocían pero que sentían vinculados con vivencias personales. Se dejaban atrapar por cada uno de los indicios, por vagos que fueran, de que había un trazado secreto en el propio cuerpo, una voz tenebrosa en el interior de la sangre, una memoria en la piel que no era muy diferente de la memoria del aire. Sus ancestros no estaban únicamente en los árboles genealógicos que sólo con mucha fortuna podían remontarse a los antiguos pobladores de las islas, sino que yacían también en las profundidades del mar en que se hundieron los atlántidas, en las lejanías americanas a las que los unía una complicidad difícil de explicar, en los reducidos espejos de las mesetas castellanas que refulgían en las islas orientales, en las cercanías africanas cuyos tambores se escuchaban en las noches más plácidas, en los campesinos taciturnos de los sures más tórridos, en los comerciantes avispados de los nortes brumosos, de tantas capitales portuarias con las que se había estado en contacto. Como enterrados cangilones resonaban en su sangre los ancestros mientras él regresaba a su casa después de una tarde inútilmente malgastada en la universidad. Lo primero que hacía al llegar era beberse un vaso de agua. En la apretada despensa había un aroma casi palpable y entre las repisas bien ordenadas iba recreando su vista a medida que unía los nombres a las cosas. Papas y papayas, canela y canelones, coles y coliflores, peras y perejil. Todo estaba allí almacenado sin que él supiera, salvo con la fruta fresca, cómo alimentarse con ninguno de aquellos productos, cómo preparar un plato que no fuera una tortilla francesa o unos huevos fritos. En las paredes de la despensa había etiquetas adhesivas con dibujos cuyo contenido se le ha borrado de la mente y que su madre iba coleccionando de ese modo como una forma más, tal vez, de conservar unos recuerdos. De lo que ya no se acuerda es de qué eran aquellos recuerdos. En la estrecha terraza cubierta junto a la cocina, colgadas por encima de la lavadora, había dos o tres jaulas con canarios que se pasaban la mañana cantando. Cuando su madre les daba de comer se alborotaban y derramaban el agua que había en los bebederos de plástico sujetos a los alambres de las jaulas. Había, o hubo en algún momento, pues luego dejó de estar allí, una piedra de lavar en la que su madre restregaba con grandes jabones las prendas que no era posible lavar en la lavadora. Del otro lado de la terraza estaba la ventana. La luz que entraba por ella era como la luz antigua, verdadera, inmaculada y secreta, como esa luz que a veces logra adentrarse por los ojos hasta que acaba anidando para siempre en el corazón. Después de beber un vaso de agua se recogía en su cuarto. De vez en cuando, si sus padres no estaban, hacía una llamada a un número que tenía apuntado en algún trozo de papel que guardaba en su cartera. Solía responderle un contestador automático y entonces él, que de otro modo se hubiera quedado bloqueado, mudo ante las palabras grabadas que escuchaba, recurría a otro trozo de papel en el que había escrito las frases que quería pronunciar y las leía de un modo pausado pero intentando darles una entonación espontánea. Aunque en cada ocasión indicaba en aquel mensaje el número de teléfono al que podían llamarlo, que era el de su casa, el único de que disponía en aquella época anterior a los teléfonos móviles, nunca recibía la llamada que esperaba.

 

 

[…]

 

 

 

 

 

*(Tenerife, España, 1971). Poeta, ensayista, narrador y traductor. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna (España). Dirigió la revista Paradiso (1993-1994). Fue lector de español en las universidades de Jena y Leipzig (1995-2000). Entre 2019 y 2022 fue presidente de la Sección de Literatura y Teatro del Ateneo de La Laguna. En la actualidad, se desempeña como profesor de Lengua Castellana y Literatura en el IES Teobaldo Power de Santa Cruz de Tenerife (España). Obtuvo las becas de residencia como traductor en Arlés y Burdeos (Francia), Looren y Raron (Suiza), Tarazona (España) y, como escritor, por la Fundación Jan Michalski para la escritura y la literatura (Suiza). Ha traducido al español autores como Arthur Schopenhauer, Hermann Broch, Philippe Jaccottet, Gustave Roud, Maurice Chappaz, Pierre Klossowski, Fabio Pusterla, Ramón Xirau, William Cliff y Anne Perrier. Ha publicado en poesía El canto en el umbral (1997), Llamada en la primera nieve (2000), Los párpados cautivos (2003), Moradas del insomne (2005), Antes del eclipse (2007), Detrás de tu nombre (2009), Un sudario (2015), Bajo los párpados de quien se aleja (2021), Y le sopla en los ojos para que vuelva a mirar (2021), La penúltima agua (2022) y La montaña de barro (2023); en narrativa Algunas de mis tumbas, Las transmisiones (Veinticuatro lugares y una carta), El letargo y De un modo enigmático; en diario La nieve, los sepulcros (2005) y Dos o tres labios (2018); en prosa a medio camino entre lo narrativo y lo poético Duérmete, cuerpo mordido (2022) y Luz que se escapa (2022); y en ensayo Rutas y rituales y Al borde del abismo y más allá: Gustave Roud, Anne Perrier y Philippe Jaccottet.