Por Walter Lingán*
Crédito de la foto el autor
5 cuentos de Mi corazón simplificado piensa en tu sexo (2019),
de Walter Lingán
Entré en los pabellones de la muerte con los ojos en razón
Cuando ingresé a la sala, mi padre cerró el libro que leía y, a tientas, lo depositó sobre la mesita de centro.
—Lo sé —dijo en tono algo solemne— te fastidia todo esto.
Al cerciorarse, una vez más, de mi acostumbrado desconcierto, agregó:
—Lo siento, pero nadie podrá separarnos. Entonces, tranquilo, sin darle más importancia al asunto, me senté a su lado y le pedí que siga leyendo.
Desde que murió mi padre, hace diez años, se repite a diario esta ceremonia. No hago, mejor dicho, no puedo hacer nada por escapar de su fantasmal compañía. Y ahora hemos comenzado a leer Novelas ejemplares de Cervantes.
Algún día los ratones morderán mi sombra
Un día oscuro. Todo el día solo. Nadie se asomó a mi puerta, a mi ventana. Las horas apagadas y la locura desvelándose en la oscuridad. Casi toda la noche pensé en la muerte.
De súbito, en la madrugada, un extraño impulso me arrastró hacia la ventana y me empujó al vacío. Desde la altura pude ver a mi cuerpo cayendo, volando en cámara lenta, luego mi cadáver tirado sobre la cinta negra de la Luxemburger Strasse. Me sorprendió su rostro intacto, pálido, ojeroso, agobiado por las penas y los olvidos indecibles.
Una mujer vestida de negro fue la primera en abrir su puerta. Alzó la vista hacia mí y empezó a reír. Una risa estridente, mostrando una O casi desdentada. Al ver mi cadáver, con voz pesarosa, cargada de luto, inició una letanía que alguna vez escuché en mi niñez. Una canción casi olvidada. Yo quiero que a mí me entierren / Como a mis antepasados / En el fondo oscuro y fresco / De una vasija de barro…
Ahora estoy convencido que nadie vendrá a mi entierro. No habrá velorio, rezos, ni reparto de café, y menos aún se reunirán frente a mi cadáver para contar chistes obscenos. Quemarán mi cuerpo desquiciado y arrojarán las cenizas a la corriente de un río, al Rin en el mejor de los casos.
La mujer imperturbable seguía con su lánguida tonada: Yo quiero que a mí me entierren / Como a mis antepasados / En el fondo oscuro y fresco / De una vasija de barro…
Mi cadáver cada vez más pesaroso tuvo deseos de llorar su noche, pero un nudo de luz se ahogó en su sombrío occidente dividido. Desde mi ventana percibo ya el mal olor de mi carne putrefacta.
Oigo bajo tu piel el humo de la locomotora
«¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!»
César Vallejo
En el paradero Neumarkt subieron al tranvía de la línea 9 con dirección a Sülz dos muchachas que claramente no superaban los veinte años, y con seguridad cursaban el último ciclo del bachillerato en algún Gymnasium colonés. Eran dos muchachas delgadas, altas, de una belleza que podría definirla como salvaje, aleonada, tal vez endemoniada. Sus movimientos eran gráciles, casi imperceptibles, parecía que el viento las arrastraba. Sobre las calles, abarrotadas de paraguas oscuros, caía una llovizna ennegreciendo el paisaje, fantasmeando los aburridos edificios. Las dos muchachas vestidas de negro se tomaron de las manos, brillaron los anillos de sus dedos. Luego, una de ellas se soltó sutilmente y pasó el dorso de su mano por el rostro moreno de la otra muchacha. Fue una caricia tierna, como si tuviera miedo de romper una fina vajilla de porcelana. La otra muchacha le correspondió con una sonrisa apacible, le pasó la mano libre bajo el abrigo y descubrió la breve cintura de su compañera. Pude ver la hebilla avampirada y los botones quelónicos de una ancha correa negra, con los filos gastados. Se miraron una eternidad a los ojos, ojos redondos y verdes: esmeraldas incrustadas en el icono de una virgen oriental. Rozaron sus graciosas naricillas con mucha dulzura; después, se besaron otra eternidad, sin pausa. Sus bocas, adornadas de una blanquísima dentadura, se juntaban con tanta serenidad que imaginé la unión de cuatro labios y dos lenguas de terciopelo. Sus manos rodeaban las ajustadas cinturas con devoción, con afabilidad o se escurrían y atrapaban los acristalados rostros para no dejarlos escapar de sus torrenciales y generosos besos.
En todos sus movimientos había una extrema delicadeza, una desmesurada suavidad. En cada una de sus ternezas no había señales de la más mínima violencia pasional, más bien, contenían una serenidad que lindaba con la quietud de la muerte. Tanto amor, tanto… Tan extraviadas se encontraban en sus bríos amorosos, que no advirtieron cuando me asaltaban los celos, la envidia; esas ganas de levantarme, de cogerlas de los cabellos, de aplastar sus angelicales rostros contra las metálicas puertas del tranvía, de golpearlas con saña hasta triturarles los huesos, hasta que sus pómulos de cristal manaran, incontrolables, toda la sangre de sus venas. Un monstruoso sentimiento de odio me consumía, entonces me vi arrojando sus cadáveres en el paradero Lindenburg del tranvía de la línea 9.
Un mirlo canta sobre mi tonelada desnuda
He tenido un sueño horrible, me dijo Alejandro al despertar. Aún sigo viendo el dolor en el rostro de mi madre. ¡Horrible! ¡Horrible! Alejandro me abrazó y el vaho de su respirar inflamó mi cara, como un flechazo llameante penetró en mi oído. Mein Gott! La zalamería de sus manos me encendía con un placer inesperado. Me atolondraba una lujuria inusitada. Oh, Gott! Oh, Gott! Entoldé mis ojos abrumada por nuevas ansias y deseos. Los momentos de locura de la última noche estaban frescos, florecían. Hmm, das war so schön! Pero Alejandro, ajeno a mis emociones, seguía hablando. Sus palabras enardecían toda mi piel, me alborotaban. Indiferente a mis arrebatos, al loco enjambre de avispas que me recorría por dentro, empezó a contarme los tenebrosos pasajes de su pesadilla. Durante esos minutos percibí el progresivo enfriamiento de su cuerpo, el ligero temblor de su pecho, pero en ningún momento imaginé los sucesos posteriores.
Ha sido un sueño terrible, dijo Alejandro. Estaba en medio de una calle. Lloviznaba bajo una niebla espesa. Los edificios hendían sus crestas en la oscuridad de un cielo cerrado a la luz. De pronto, así de la nada, escuché un ruidoso tropel como de ultratumba: pacatán, pacatán, pacatán. Los bestiales relinchos me estremecieron. Una espina de terror entró en mi pecho. Así, asustado por los relinchos y el estruendo de ese trote escalofriante, comencé mi fuga. Sentía el acoso de algo desconocido y sobrenatural. Eso imaginaba. No había visto nada, solo sentía ese galope desbocado tras de mí. No sé si me seguían. No lo sé, pero el sordo rebote de sus pisadas y sus locos relinchos sonaban en mis oídos como una seria amenaza. Era todo tan real, tan nítido, no parecía un sueño, dijo Alejandro tembloroso, pegado a mi cuerpo deseoso de cariño, nach Zärtlichkeit. Oh Gott, die Lust brennend! Detuvo sus manos frías sobre mi cintura, afiebrada; luego, aparentemente más tranquilo, prosiguió con la historia de su sueño.
El viento refunfuñaba estrellándose contra mi rostro, dijo Alejandro. Era un viento silbante y frío. Solo, no había nada a lo largo de esa calle pesallidesca, oscura. El galope volvió a golpear la calle silenciosa y negra con ese pacatán continuo, estridente y demoníaco. Los relinchos explotaban en el silencio. Conforme corría, el temor se iba acrecentando. Mi corazón gambeteándose, amenazaba trozarse en mil pedazos. La respiración intermitente, anudándose entre la bruma de la noche, se volvía cada vez más embrollante. Después de atravesar un claro pequeño, sumido en una angustia casi absoluta, entré a otra calle larga y estrecha, cercada por enormes edificios anubarrados, tristes. Daba la impresión que esa llovizna mustia se descolgaba precipitadamente desde sus techos. El cielo no se divisaba opacado por la impresionante oscuridad. Seguí corriendo por el centro de ese callejón, acosado por el ruido tétrico de aquel siniestro: pacatán, pacatán, pacatán. El estampido delirante y los relinchos redoblados espantosamente por el eco y el pánico sobrecogedor me impulsaban a seguir mi carrera incontrolada. No sé por qué, pero no debía detenerme, no debía dejarme atrapar. Laufen! Correr en la negrura de la noche. Correr con el miedo negro a cuestas. Schwarze Angst. Escapar. Sí, ahora que despierto sé que solo fue un sueño. Sin embargo, sigo escuchando el pacatán, pacatán, pacatán, los penetrantes relinchos y tengo miedo.
Luego, al saltar un charco, resbalé y caí. Una estaca filuda penetró en mi vientre, y abrió una herida dejando libre mis entrañas. Pacatán, pacatán, pacatán, el trepidante galope venía. Me levanté y la sangre, que empapaba mi camisa, comenzó a brotar con mayor fluidez, me inundaba. Las bestias avanzaban aplastando los charcos: plash, plash, plash, casi me alcanzaban. Mis manos se esforzaban para evitar el desbande de mis intestinos. No quería morir, algo me impulsaba a vivir. Pacatán, pacatán, pacatán, el golpeteo rabioso del monstruo se acercaba, y no sabía hacia dónde ir o a quien pedir ayuda. La calle era una raya oscura perdida a pocos metros en el infinito. No veía nada. Sentía mi cuerpo, mi ropa mojada, la herida, la sangre, la lluvia, el miedo palpitante, pero no veía nada. Parecía ciego. Todo estaba en silencio y vestido de negro en esa noche sin luna. Todo era desolación. Solo escuchaba, claramente, el pisoteo que me perseguía: Pacatán, pacatán, pacatán. No tenía ninguna salida. No había manera de salvarme. Mi vida parecía destinada a terminar esa noche aplastada por el miedo.
¿Puedes imaginarte, Kathrin, el miedo absoluto? La negrura temible y el miedo. La calle sola. ¡Tremenda soledad! Los recuerdos reviviendo a mi padre en la más triste orfandad, desamparado. La llovizna persistente. El laberíntico tropel resonando tras mis espaldas. Pacatán, pacatán, pacatán. La fantasmal aparición bufando desbocada, apresurando sus movimientos. También Daniel vino a mi memoria, sus primeros pasos, inseguros, cortos. Imaginé el aguacero de París empozándose en el alma andina de César Vallejo. Todo esto rememoraba Alejandro. Aber ich, ich und die Lust. Oh Gott, die erneute Spitze der Lust! Mein Körper war Feuer, während Alejandros Körper ein einsteigendes Eis. Brmmm! ¡Brmm! El muslo de Alejandro sobre mi muslo. Wow, Alex! Pierna sobre pierna. No lo dudo, fui para ti la hermosa muchacha de los muslos perfectos en minifalda. La jovencita bonita de los ojos negros. Negritos, como decía Alejandro. La gran mujer de los senos turgentes y el escote turbador, desde cualquier ángulo que se le mire. Oh, Alejandro, tanta vida, tanta luz, tanta poesía, tanto amor. Me rompo la cabeza y no logro entender qué fue lo que pensó Alejandro para hacer lo que hizo, no sé. Ich weiss nicht. Ich weiss es nicht. Nein!
Por suerte, contó Alejandro, en una esquina me topé con unos edificios en construcción. Ahí decidí ocultarme. Como pude, salté una zanja y, con el alma en un hilo, me agazapé tras un muro de ladrillos. Respiraba precipitadamente. El miedo agigantándose en mi pecho. El cuerpo temblándome. Una pierna chocando con la otra. La imaginación remontándose hasta el mismo infierno. El miedo ascendiendo locamente. De pronto, escuché cómo la galopada disminuía de ritmo y velocidad. Se hizo más suave. Avanzaba. Se detenía. Oteaba la oscuridad. Plash, plash, volvía a moverse. Percibí muy cerca, demasiado cerca, los bufidos de la bestia. El silencio zozobrando en mi semblante. La respiración inflamaba mi pecho agitado con un aire seco, sofocante, a pesar de la llovizna. Un relámpago rasgó el cielo, mis alrededores se iluminaron por breves segundos. Así fue como divisé, a pocos metros, la punta refulgente de una barra de hierro. Quise cogerla, pero las pisadas: plaaash, plaaash, avanzaron hacia mi escondite. Me quedé quietecito. Mi perseguidor, desconcertado, se plantó en seco. A pesar de mis fuerzas ostensiblemente disminuidas por la pérdida constante de sangre, aproveché la ocasión, di un salto y alcancé la barra. Esperé dispuesto a jugarme la vida frente a mi enemigo. Solo el cielo lloraba esa madrugada, y su llanto se enredaba en mis cabellos, los mojaba sin piedad. Mis intestinos colgaban atrapados por una de mis manos, pero no sentía ningún dolor, el miedo era más grande. De pronto, un poderoso ramalazo de viento negro se arrojó en contra de mí. Solo atiné a hundirle la barra como pude. La sombra negra, el pedazo de viento, dando un grito retumbante, cayó con todo su peso a mis pies. Sin pensar, saqué y volví a meter la barra varias veces en ese maligno cuerpo, en esa malagua salida de la malahora.
Pasado el susto, pude por fin respirar con tranquilidad. Cuando me acerqué, con mucho cuidado, temeroso, para identificar a mi perseguidor, reconocí a mi madre. ¿Te das cuenta Kathrin lo que hice? La había atravesado con el fierro. Ahí estaba mi madre asesinada por mis propias manos. Me arrodillé a su lado, sentí sus ojos vidriosos enfocando mi rostro. Grité su nombre y me maldije por lo que había hecho. Maldije haber nacido y lloré. De pronto, escuché su voz. No llores, hijo, el demonio quiso llevarte, y felizmente pude entrar en tus sueños y protegerte. Parada sobre un muro a pocos metros de donde estaba, mi madre sonreía, su rostro estaba contento. Tu vida es más importante, hijo. Con mi muerte te entrego una vida más. El sol alumbraba al día cuando desperté. Ojalá que solo haya sido un sueño, ¿o serán los sueños el otro mundo en que habitamos?, dijo finalmente Alejandro.
Me dio un beso. Estás frío, le dije. Tengo el alma helada, me contestó Alejandro, al mismo tiempo que se levantaba. Su cuerpo parecía un bloque de hielo. Sin duda, la muerte se había apoderado de su alma, su cuerpo ya no era más que una sombra. Había muerto. Esa mañana Alejandro solo era un rastro. Un halo sin vida, solo viento, viento frío. Ni él ni yo nos dimos cuenta de eso. Mein Gott, unglaublich!
Como todos los días, Alejandro entró en la habitación de Daniel, nuestro hijo. Escuché que le decía: nada te va a doler, nada duele en este mundo. Después, regresó, abrió la ventana, dijo que hacía buen tiempo, bonito día vamos a tener, el sol está saliendo. Tendremos una mañana espléndida. En un día como estos suceden hechos trascendentales, inolvidables… Por eso me es imposible entender lo que hizo después. Cansada todavía, tuve flojera de abrir los ojos. Eso sí, me llenó de felicidad al oír su voz con un tono alegre. La noche anterior, antes de dormir, habíamos hecho el amor. Esa noche gocé como se debe gozar, sin tapujos y sin vergüenza. El fuego de sus manos supieron levantarme entre vientos delirantes, sus dedos galoparon por mi cuerpo como potros enardecidos. ¡Ay!, cómo se encendía voz susurrante en mi corazón. Volaba en lo alto der Sieben Gebirge. Me deshacía en nieblas, en vientos caprichosos. Bailando llegó a mis adentros. Cómo ardían sus manos en mis pechos, en mis nalgas, en mi espalda. ¡Oh Gott! Moría y vivía. Dentro de mí había música, cantaba la dicha. Todo era mío, solo mío. Liebling, papacito, ven, dame, entra, Schatz, Liebling… y terminé en chorros grandes, furiosos, fenomenales, ríos sin fin. Los recuerdos, tan presentes, tan recientes y procaces me mojaron. Así, húmeda, deseosa, ardiente, puse mi mano en la corola que había vuelto a inflamarse y me quedé brevemente dormida, escuchando el CD que había colocado Alejandro o ese halo sin vida, sin ánimo: procura seducirme muy despacio / y no reparo de todo lo que en el acto te haré / procura caminarme ya como la ola del mar / y te aseguro que me hundo para siempre en tu rodar…
A los pocos minutos, los gritos de la calle me despertaron y obligaron a levantarme. Me acerqué a la ventana, desde ahí vi el pijama deshecho, el cuerpo de Alejandro en la mitad de la calle, en una posición semejante a un paralizado paso de tango. Un grito desesperado se ahogó en mi boca. No supe qué hacer. Al borde de la locura me derrumbé en el sofá. Entonces, dije: ¡Daniel! Mein Sohn! ¡Hijo mío! Corrí a su habitación. Was ist geschehen, mein Gott? No lo podía creer. Daniel se desangraba. Con una profunda tristeza brillando en sus ojitos se despedía de la vida. Tenía el cuchillo de la cocina clavado en el pecho y el vientre abierto como un inmenso boquerón. Unos minutos más tarde, una llamada telefónica anunció la muerte de la madre de Alejandro. Ese día, enloquecida, vencida, impotente ante la muerte, lloré sin consuelo. Sigo llorando y un mirlo canta sobre mi tonelada desnuda, se despereza en la baranda del balcón.
Fue la sensación de un latigazo eléctrico que se extendió como enredadera por todo mi cuerpo
Nada tuve planeado. No fue mi intención hacer lo que hice. No, señor juez. Él llegaba a casa dispuesto a romper todo. Gritaba, insultaba. Me hacía daño. Se sentaba frente al televisor armado de dos o tres botellas de cerveza. Fútbol, goles, tablas de posiciones, euforia, partidos ganados o perdidos y más gritos. El hombre cariñoso, respetuoso, engreidor, había desaparecido. Y yo me convertí en un árbol silencioso en la quietud de campos abandonados. Por las calles de Colonia se desquiciaron mis emociones, se desbarataron las ganas de vivir con alegría, se sofocaron los latidos de mi canto. Me fundí con todo mi ángel sexual en el exilio, y perdí las ilusiones con mi cuerpo floreciendo a la luz de la luna. Con el viento elevando mis llamas y preñando mis estrellas en el azafrán de mis abriles, aprendí a soportar el sufrimiento y el deseo, el terrible grito de mis ríos muriendo agónicamente en el bullicio de mi sangre. Nunca se me ocurrió pagarle con la misma moneda por todo el mal que me causaba el hombre que tanto amaba. Solía decir que los extranjeros no entendemos nada. Que debería agradecerle de haberme salvado de la miseria tercermundista, de no ser más un numerito en las estadísticas trágicas del Sur. Le miraba sorprendida, dolida, resignada. Pero fue su traición el rayo que desbastó mis campos de árboles solitarios… Mi soledad / es el silencio / que dejó la tempestad / es esperar tan solo / una palabra de amor / y que talvez no escucharé…
Una tarde vi como despedía con un beso a su amante. La savia de mis árboles muertos hirvió de rabia, de celos grises, huracanados. Eso colmó la sensatez de mis dolores y me salió el indio. Lo esperé tras la puerta. Apenas ingresó, le descargué con cólera el metálico garrote sobre su cabeza. Su cuerpo, bramando, se estrelló en el piso. Diversos tonos rojizos vomitó su cráneo, hilos granates le cubrieron el rostro. No sé cuánto tiempo quedé atontada, mirando ida ese cuerpo que tanto amé. La realidad volvió y me estremeció. La sangre de su cuerpo en el piso, en las paredes, en mis manos, manchando mis ropas. Corrí de un lado a otro, loca, desesperada. La mortal vidriosidad de sus ojos observaba todos mis movimientos. ¿Qué hacer ahora?… Mi soledad / es como un niño / que no vio la navidad / mi soledad / es como un rezo / que al cielo no llegará / y que sevayquesevayqueseva…
Me arrodillé y, tomando una de sus manos, le hablé. Le insté que vuelva a la vida. Levántate, le ordené. Por favor, levántate, le rogué, le lloré. Pero él siguió tercamente en su cómoda posición de muerto. Recordé aquellos bonitos tiempos a su lado. Mis ramas de árbol desamparado se aferraron a los últimos latigazos, a los últimos ahogos de su sangre. Entonces decidí abrir un hoyo bajo la mesa del comedor, fui al sótano a buscar las herramientas necesarias. Después, el cuerpo ensangrentado lo metí en la fosa que a duras penas logré cavar. La tierra sobrante la deposité en una esquina del jardín. En los días siguientes mis bosques desolados continuaron su destierro vertiginoso, la soledad prosiguió marchitando mis hojas. Se fue ahondando la tristeza de mis raíces. Se secaron todos mis ríos, solo mariposas muertas rodeaban mis aureolas negras.
Hasta que un día me sorprendió la ráfaga de una luz escarlata. Bajo la mesa del comedor se alzaba una extraña mata floreando un rojo intenso. Me deslumbraron sus pétalos sanguíneos y la frescura de sus verdes. Moscas azules volaban pesadamente a su alrededor. Las ramificaciones de la misteriosa planta empezaron a moverse entre los muebles, invadieron el pasillo e ingresaron al dormitorio. Frente a mi cama se detuvieron y sentí como me examinaban. Un murmullo bronco rebotó en la habitación. Fue un quejido espantoso, se estremecieron las ventanas y las puertas. Tiritaron las luces. Se despertaron asustadas las alondras que habían anidado en mis senos, bajo la tibieza de mis axilas y de mi sexo. Pegué mi cuerpo a la pared, tratando al mismo tiempo de cubrir mi desnudez con la sábana, pero los tentáculos vegetales treparon la cama y empezaron a envolverme. Inmovilizaron mis brazos y mis piernas, acallaron mis gritos, ahogaron mi boca. Mis fuerzas fueron debilitándose. Se cerraron mis ojos abrumados por un contingente de sangre que brotó de las ramas y flores de la planta asesina… Yo quiero vencer mi soledad / tener a mi lado / alguien con quien hablar / y quiero vencer /lanostalgiadever/comolavidasevayseva…
Desperté encogida en un rincón de la habitación, de inmediato dirigí la mirada hacia el comedor. Pero ahí estaba ella: viva y sangrante. Parecía esperarme. Así fue como mis días se llenaron de pesadillas cada vez más tenebrosas. Pasaba las noches despierta bajo el acecho de ese engendro que iba creciendo, ocupando mis espacios y mi tiempo. Noches largas, insanas. Hasta que ya no pude más y, para evitar ser devoraba por la maldición de esa mata, vine a poner en conocimiento de usted, señor juez, la muerte de mi esposo. Pero, señor juez, créame, no lo hice con ventaja ni alevosía ni premeditación, como se ha dicho. Tampoco soy una desalmada, tan solo se rebeló mi resignación. Se despertó eso que llaman dignidad, solo fue eso. Como ya dije, fueron sus malos tratos que mataron todo en mí, y su traición, la sensación de un latigazo eléctrico que se extendió como enredadera por todo mi cuerpo. Me dirán que soy asesina y me condenarán al encierro, que importa ya, si estoy muerta en vida. Solo soy un árbol con el corazón estrangulado. Un árbol que en el destierro lo obligaron a olvidar como se canta a la luna saboreando las orillas de un río.