Vallejo & Co. presenta en exclusiva, algunos fragmentos del libro de Paulo César Peña, Peregrinación a Santa Beatriz (2016).
Explica el autor, Peregrinación a Santa Beatriz surgió de la necesidad que sentí de rescatar del olvido —en cuanto la escritura lo ha permitido— algunos eventos que, en distintos momentos, ocurrieron en esta zona de Lima y que me marcaron de una u otra forma: ya sea los paseos con mi padre, a quien unos años después perdería, o la presencia de unos jóvenes creadores cuyas obras, varias décadas luego, resultarían determinantes para mi vida. También podría decir que nació del deseo de compartir con los lectores la admiración por un barrio con una historia particular, en varios sentidos, la cual ha terminado siendo ignorada injustamente. Tan solo espero que lo que he escrito ayude a acabar con ello.
Por Paulo César Peña*
Crédito de la foto el autor
4 Fragmentos de Peregrinación a Santa Beatriz (2016)
7.
El riesgo que se corre cuando se hurga en la memoria es que aquello que fuera idealizado en el pasado, en el presente luzca decepcionante o, peor aún, resulte destructivo para uno. Hace unos años atrás regresé a Santa Beatriz. No la había explorado en muchísimo tiempo. Me refiero a caminar por sus esquinas, sin apuro alguno, sin necesidad de dirigirme a un punto concreto, como sucedía cuando la tenía que atravesar dentro de un taxi o un autobús. Lo que encontré, por supuesto, no coincidió con las imágenes guardadas de las ocasiones en las que había ido con mi padre. No negaré que me afectó descubrir que muchas de las calles, en las que yo recordaba hileras de casas antiguas debidamente conservadas, habían sido alteradas para que se construyera algún edificio sin gracia. De igual manera, ahora que lo pienso, fue mi reacción para con mi padre mientras estuve alejado de él. La toma de consciencia que experimenté al entrar a la adolescencia motivó que lo juzgara —y condenara— con severidad, cada vez más. Hubo un momento de esos años en el que quise ser todo lo opuesto a él. La admiración había devenido en aversión. ¿Cuál fue ese grave error de su parte como para que tornara en rechazo lo que antes había sido apego? Creo que en mi alborotada mente él llegó a representar lo precario, lo estropeado, lo vencido. Fueron años difíciles para todos, tanto en lo económico como en lo emotivo. Los recuerdo. Para escapar de ese entorno, que yo consideraba el peor, el más miserable, apunté mis energías contra él. Así fue que comencé a cortar los vínculos, convencido de que era la mejor opción. Sé que se dio cuenta. Y aún no respondo mi propia pregunta. Diría que su «error» fue ser, desde mi perspectiva, un individuo débil más y ya no aquel que podía protegernos, a mí y a mi familia, con solo echarle una mirada intimidante al mundo. Mi padre estuvo desempleado unos meses de no sé qué año ya. Se deprimió, por supuesto. Como era el único que seguía en la casa el resto del día, pues los demás trabajaban, lo veía deambular, sin sus anteojos y despeinado, buscando algo que hacer. Fue allí. Luego trabajó nuevamente. La mensajería. La mesa de la sala cubierta de papeles, de sobres, de ligas, de mapas, de plumones. Las noches sin consuelo preparando la ruta para el día siguiente. El café, la radio, la barba. El dolor. Nunca le retiré el habla. Tampoco nos pusimos a discutir. Apenas uno que otro intercambio de frases. Y aunque mi habitación estaba al lado de la de mis padres, hubo instantes en los que lo sentí tan lejano. Los juegos y la complicidad se desvanecieron o se redujeron al mínimo. Recuerdo que una noche se acercó a mi cuarto con un libro entre las manos. Este era pequeño, delgado, y se notaba que ya estaba algo gastado. «Tal vez te interese», dijo. Y lo dejó conmigo. Yo debía tener catorce o quince años. Me gustaría acordarme. Aquel librito, cuyo título de inmediato llamó mi atención, representaba uno de los pocos vínculos que se mantenía entre nosotros: la lectura. Por imitar a mi padre, quien leía un periódico o una revista antes de dormir, quien en época de bonanzas había reunido colecciones de enciclopedias y de obras literarias, por imitarlo, fue que me acerqué —hoy lo veo— a la literatura y a la historia. El libro de aquella noche era Lima la horrible de Sebastián Salazar Bondy. Era la primera edición peruana, la de los Populibros, de 1965. Sus páginas abrieron mi mente, pero siento que estas palabras son más que mezquinas para describir lo que viví. Sus páginas fueron un puente entre mi padre y yo.
8.
Fue precisamente a través de Sebastián que se logró conformar el grupo. Y es que, debido a él, Javier y Jorge Eduardo, amigos suyos a causa de compartir ciertas clases en San Marcos, conocerán en 1944 a Szyszlo, entonces estudiante de Pintura y futuro ilustrador de la portada de la antología que editarían los tres en 1946, así como también a Blanca, que había ingresado a estudiar Literatura en San Marcos, en 1943, y que se convirtió, a las semanas, en otra de las asistentes a la Peña Pancho Fierro. La poeta revela en un testimonio sobre el autor de Lima la horrible que fue él quien la encaminó al principio de su carrera literaria: «Sebastián, algo mayor que yo en edad, pero con una precocidad notable en cuanto a información y gusto literario, se convirtió en mi guía absoluto en ese mundo recién descubierto para mí. Gracias a él adquirí amigos e hice lecturas invalorables. Me enseñó —como no lo consiguieron las clases universitarias— a frecuentar autores, a leer y apreciar poesía. No solo a Quevedo, Góngora, Garcilaso, San Juan o Fray Luis de León, sino a Vallejo, Neruda, Rilke, Hölderlin, García Lorca, Guillén, Salinas, Huidobro. Y, a lo que para mí personalmente fue la más extraordinaria experiencia de esos años, a conocer a los grandes poetas vivos peruanos». En la Peña Pancho Fierro, instalada frente a la plazuela San Agustín, se hará amiga de Arguedas y Westphalen. Los amigos de barrio habían formado una especie de familia sustituta. No pasará mucho tiempo para que Blanca y Szyszlo se hagan novios. Santa Beatriz fue el escenario de esa relación y de esos descubrimientos. De hecho, hay un par de fotografías que así lo demuestran. Una, en tonos sepia, muestra en primer plano a Sebastián y Blanca, acompañados por la hermana de esta, Nelly, sobre una banca del Parque de la Reserva —al cual se le reconoce por los geométricos motivos precolombinos que adornan sus paredes—, con los rostros dirigidos hacia un libro que Sebastián, ubicado entre las dos hermanas, sostiene en su regazo. Debe corresponder esta escena a los primeros años de amistad entre ambos, cuando se frecuentaban entre las clases de la universidad. Los tres han cruzado las piernas. Sebastián lleva ya su cabello engominado y hacia atrás. Ha quedado al descubierto uno de sus calcetines, en el pie de la pierna que ha flexionado, la misma sobre la que Blanca apoya uno de sus brazos. Otra imagen, que se sabe de unos años después, probablemente de 1947 o 1948, tiene a Blanca y Szyszlo, ella del brazo de él, quien luce un saco igual de oscuro que su recortada cabellera, al frente de una pequeña choza ocultada por los frondosos arbustos del parque de La Exposición, situado apenas del otro lado de la avenida 28 de Julio. Cabe inferir, entonces, que la llegada de Javier y Sebastián a Santa Beatriz no haría más que consolidar el vínculo que todos ellos ya habían forjado a partir de la poesía. En 1946, Sebastián será el primero del grupo que tendrá la oportunidad de editar una nueva colección de sus poemas. Es así que aparecerá, ese mismo año, Cuaderno de la persona oscura, el cual albergará esta dedicatoria: «A Jorge Eduardo Eielson, / Javier Sologuren y Fernando de Szyszlo». Los últimos versos del conjunto parecieran ser, leídos ahora, un mensaje de Sebastián dirigido a ellos, a sus compañeros de ruta, sus vecinos: «Enfermo y harto del destierro, entre podridos / gestos de mi madre, entre la sal callada del poema, / entre el limo y la sierra, no me escuchan / como otro caminando sin camino. // Ya véis de qué astilla me aquejo, / de qué menudo amigo os habéis hecho, / de qué demonio hacéis tanto quebranto».
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Aunque si uno procede a revisar las obras de Sebastián, Javier, Jorge Eduardo y Blanca, quienes habitaron Santa Beatriz en un momento en el que no solo ya habían decidido dedicarse a sus respectivas carreras, sino que también, algunos de ellos —hablo de Sebastián y Jorge Eduardo— comenzaban a destacar de forma pública, la urbanización, salvo en algunos de los testimonios que realizaron a mayor edad, no es invocada de ninguna manera. Esta falta de protagonismo —de representación— de Santa Beatriz en su escritura ha propiciado que pase desapercibida en la memoria de los lectores limeños. Pues en lo que respecta a Lima, el Centro Histórico, Miraflores y Barranco han venido siendo los principales puntos de referencia —y prácticamente los únicos considerados y difundidos— en el mapa dibujado por la literatura a lo largo de los años. Ocurre que ella, la Literatura, ha consagrado ciertos barrios y rincones de Lima, sea porque en ellos se ambientaron ciertas escenas de narraciones y poemas fundamentales, sea porque fueron habitados y recorridos con insistencia por escritores hoy admirados. Santa Beatriz, tal como sucede con otros puntos de la ciudad, aún se mantiene restringida y al alcance de unos cuantos especialistas. Sin embargo, hay que considerar, además, que, en las obras del grupo, la propia Lima aparecerá contadas veces y será para figurar como una entidad, en más de una oportunidad, asociada con elementos que los angustien, los desagraden o atenten contra ellos. Eielson, por ejemplo, desde muy temprano, en 1945, en un artículo periodístico, ya calificaba a su ciudad natal como un entorno mediocre y espiritualmente pobre. Más aún si uno mostraba interés por la creación. No extraña, por ello, que años después, en 1948, partiera por tiempo indefinido a Europa. Por su parte, Salazar Bondy, en uno de los poemas de Confidencia en alta voz, un libro de 1960 que reunía escritos de la década previa, escribió: «Lima, aire que tiene una leve pátina de moho cortesano, / tiempo que es una cicatriz en la dulce mirada popular, / lámpara antigua que reconozco en las tinieblas, ¿cómo eres? […] Lima, rostro que ha tallado en la niebla su gesto menos glorioso, / color que se disuelve en el cielo como un azúcar mortecino, / paz que se extiende entre una nube y una lágrima, ¿cómo eres?». Los dos, precisamente, serán los que más reflexionen, a partir de la naturaleza ambivalente de sus vínculos con Lima, acerca del significado de la capital en la historia y el destino del país. Ambos, asimismo, escribirán dos libros desde los que condenarán las miserias morales y materiales de su ciudad natal: Salazar Bondy será autor del ya mencionado ensayo Lima la horrible (1964), mientras que Eielson lo será de la novela-collage Primera muerte de María (1988). Tampoco habría que dejar de considerar que, en un poema en particular de Varela, Lima adquirirá ciertas propiedades que la terminarán por constituir no solo como una entidad poseedora de cualidades humanas, sino también como una especie de madre de muy difícil trato. En dicho poema, que será el que inicie la serie de Valses y otras falsas confesiones (1964-1971), pese a las vagas alusiones hechas por la voz protagonista, no quedará duda de que esa madre se tratará de la propia Lima: «tus llagas sin cubrir / el negro milagro de tu frente / hinchada de vacío / mendiga que me acosas con el corazón en los dientes / acusándome del crimen cometido en sueños. / No sé si te amo o te aborrezco / porque vuelvo / solo para nombrarte desde adentro / desde este mar sin olas / para llamarte madre sin lágrimas / impúdica / amada a la distancia / remordimiento y caricia / leprosa desdentada / mía». ¿Santa Beatriz también integraría esa misma Lima vilipendiada?
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Hoy es posible entrever, pese al tiempo trascurrido, las ventajas que suponía habitar, en la década de los cuarenta, un barrio como el de Santa Beatriz. Pues basta recorrer la urbanización, incluso ahora, cuando el boom inmobiliario se ha apoderado de Lima, atrayendo a cientos de nuevos residentes, para percatarse de que las rutinas de los vecinos no suelen ser interferidas por las distintas dinámicas provenientes del resto de la ciudad. A excepción de algunas líneas de transporte y de automóviles particulares y taxis que la atraviesan por las avenidas 28 de Julio, Emilio Fernández, Alejandro Tirado, Teodoro Cárdenas y Manuel Castañeda, o de las aglomeraciones de público que provocan un partido de fútbol o un espectáculo mayor en el Estadio Nacional, el resto del tiempo Santa Beatriz queda libre del bullicio y la congestión que normalmente provocan las masas y los carros. En la época en que la urbanización era habitada por todos ellos, la carga poblacional de la capital era muchísimo menor, de modo que el grado de aislamiento —por denominarlo de alguna manera— habría tenido que hacer de Santa Beatriz un barrio calmado y callado. Debido al lugar en el que había sido planificada, la urbanización mantenía características típicas de cualquier área netamente residencial. Así pues, las grandes avenidas que la rodeaban —que la rodean— funcionaban como murallas que, aun sin tener verdadera altura, eran igual de eficaces para remarcar límites. Un detalle que reafirma estas suposiciones se encuentra en un artículo publicado entonces, en octubre de 1948, por el historiador estadounidense George Kubler, en el número 6 de Las Moradas, la revista bajo la dirección de Westphalen. Kubler, especialista en la arquitectura y el arte de la América antigua, había venido a Lima para dictar un curso en el Instituto de Etnología de la Universidad de San Marcos. El título de su ensayo fue «Sobre arquitectura actual en Lima». Kubler, valga apuntarlo, no solo se detenía en describir y analizar aspectos específicos de la arquitectura limeña, como los ladrillos, las ventanas y la decoración, también planteaba la existencia de una tradición local en la manera de construir las casas y de disponer los espacios y la luz dentro de ellas. Sin embargo, el advenimiento de nuevos materiales y técnicas, así como la predilección por ciertas modas arquitectónicas de origen extranjero, a decir de Kubler, evidenciaban que dicha tradición se encontraba en un momento de crisis. Una situación que acontecía cuando la capital peruana —y así lo anotaba Kluber desde la primera línea de su ensayo— experimentaba «Una fiebre de construcciones». Es así que, en un pasaje de su texto, cuando distinga las bondades del adobe frente a las de los ladrillos modernos, señale: «En cambio, la casa de ladrillos duros de hoy es un lugar de tortura: los ruidos de la calle, aumentados y amplificados por el tráfico moderno, los recogen y los amplifican de nuevo estas resonantes habitaciones de paredes duras, que también reflejan y agrandan los ruidos de la vida doméstica. Todo se combina para herir el sentido del oído: piso de locetas [sic], pared de ladrillos, revestimientos duros; entablado delgado entre los pisos, y la apilación [sic] vertical de cuarto sobre cuarto sin posibilidad de escape horizontal hacia áreas neutrales y silenciosas». Sin duda, aquella Santa Beatriz no sufría los males descritos por Kubler. Se trataba de un entorno que no era asediado por el tráfico. La urbanización, en su aislamiento, era una especie de oasis de paz. Se transformaba en un territorio domesticado, una isla de sosiego en medio de la ciudad. Fuera de ella, subsistía el fascinante —pero chirriante— espectáculo de la vida en la urbe occidental moderna: luces, letreros, vitrinas, automóviles, tranvías. Lima ardía en la piel y lo maltrataba a uno. Santa Beatriz, no. Ella acogía, arrullaba, olía bien.