3+1 poemas de «Ojiva» (2022), de Néstor Mendoza

 

Poemas por Néstor Mendoza*

Texto por Yolanda Pantin

Crédito de la foto (izq.) El Taller Blanco Eds. /

(der.) Antonio Rosales

 

 

Decir que Ojiva de Néstor Mendoza es un “artefacto verbal” no hace justicia a este extraordinario poema dividido en XXI partes, aunque esa fuerza que tiene, palabra por palabra, le debe también a cómo fue pensado, a su arquitectura: la manera como está armado este proyectil, también, emocional, que dice del sometimiento de personas bajo la vigilancia de un gran ojo, la deriva de un pueblo por las carreteras, la falta de alimento, el hambre, la espera, por lo mismo, a que algo caiga del cielo, así sea una caja con comida. Si no fuese por esa estructura capaz de armar con exactas palabras un objeto que vemos caer para aniquilar, Ojiva sería un panfleto político insoportable. El poeta trasciende el tema venezolano y apunta a lo que empuja a las migraciones de los pueblos asediados. Qué inteligencia, y qué sensibilidad, qué oído tan fino el de Néstor Mendoza para que el poema diga todo lo que tiene que decir con piedad, tensando los datos y los giros del lenguaje cotidiano hasta la exasperación mística; la falta de agua, el éxodo de un pueblo que tiene que dejar atrás hasta los recuerdos, la espera de la luz que no manó, dicho todo, con infinita misericordia, tanta como para dejarnos ver, ya no un misil caer en el vacío de las palabras —esa ojiva maligna y benigna, a izquierda y a derecha—, sino la dolorosa caída de un humano sueño hondo.

 

 

 

3+1 poemas de Ojiva (2022),

de Néstor Mendoza

 

 

 

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Parca fue su partida, así tan

parca o quizá tan súbita como

el impacto de la muerte

empaquetada en forma de huevo

que devastó todo lo verde y todo

lo azul del cielo. Por eso ahora

todo es blanco. Todo tiene

el tono de la cal que cubre a

las mascotas olvidadas por

sus amos. Dicen que el descenso

no fue vertical. La ojiva se movía

con diversos ritmos; al horror

hay que darle su tiempo:

debe durar o hacerse sentir

con fuerza. Debe administrar

muy bien sus efectos. Las casas

perdieron sus colores, sus fachadas

cayeron como naipes en una mesa

que ha quedado, al fin, limpia,

diríase dormida. Un muro blanco.

Vino lo blanco, lo blanco.

Tiesos quedaron. Desde tierra

el artefacto tiene forma de huevo.

Es un ovoide metálico, líquido,

no se sabe. Tampoco se sabe si

viene tripulado con destrucción.

El día transcurre claro, no existe

la sospecha del descenso;

los paseantes siguen acumulando

las rutinas en pequeños y manejables

frascos de cristal, sin sospecha

alguna de la detonación. Aún no

llega la onda expansiva. Los cuerpos

aún no reciben el choque previo a la

desaparición. La ojiva aún no silba

su canto de muerte a los oídos vivos.

Hay un sonido seco, vibrante,

reservado a los últimos sobrevivientes.

Para ellos habrá un susurro de viento,

un golpe de aire, no medible, que les

dejará una breve sordera antes de

que sus cuerpos se tornen blancos,

puros al fin, inmaculados.

 

 

 

18

 

Este es el sitio de los desafectos.

Hubo tiempo, desde luego, para el suicidio.

Las navajas fueron utilizadas para

interrumpir el curso de la sangre.

Los balcones sirvieron de acantilado.

Algunos eligieron la breve soledad

de una habitación, lejos de hijos,

de esposa, lejos de madre y padre,

para la decisión definitiva. Eso era todo.

No se puede creer que el descenso elegante

del huevo provoque esta actitud de efigies.

La saciedad no significa la anulación del hambre,

no siempre quita el silbido de los estómagos,

estos estómagos, aquestos estómagos vacíos,

están vacíos, muy vacíos, estos estómagos

de los espectadores de todo lo que cae en forma

ovalada, otra vez, esta vez, el ruido y las tantas

formas de perder la vida con una sola detonación.

El hambre no era ganas de comer

sino la tristeza de estar solo y hambriento. 

La rebelión de bolsas abiertas y dispersas

en el camino que no parece llegar a ningún lado,

salvo a otras bolsas igual de abiertas y dispersas.

Y los que buscan y encuentran son tan iguales

a los que no buscan y no encuentran nada, salvo

algún fragmento o vestigio que resguarde un

bocado a la hora del almuerzo o la calma ya

resignada de buscar una botella para llenarla

y agitarla con ambas manos para que desprenda

ese sabor que abajo se aloja, sabor rojo de salsa

olvidado allá abajo, en el fondo, añejo, sin barricas.

Somos tubérculos, llevamos encima la tierra

y las raíces, sucias, bastante escuálidas

para correr, no dan las piernas para correr,

no dan las piernas para caminar, no dan para amar.

Somos tubérculos: deberíamos serlo por el consumo

infrecuente; la piel se endurece, la piel es oscura, de yuca,

terrosa, tiene el color de los objetos enterrados, aquellos

objetos que crecen ocultos, con raíces, muchas,

peludas, brazos pequeños, alargados, que crecen

para sujetarte al suelo, para no irse, para morir aquí.

 

El poeta Néstor Mendoza. Crédito de la foto: Ricardo Blasco

 

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La simpleza de la punta, alargada en el ápice

y más ancha y abarcadora, gorda, en la cola.

No precisamente un triángulo, pero sí una

superficie cónica, casi cónica vista con estos

pobres ojos humanos, cansados, aletargados

de tanto mirar el desespero de los que buscan

un refugio inútil para sobrevivir: una hoja

de plátano, un techo de zinc, una laja que cubra.

Así dicen que era la ojiva. No hay consenso.

La veían con el hechizo de verse desnudos

por primera vez; la veían y de esa forma reían

o lloraban por el posible redentor o asesino.

Una cabeza de huevo, más bien, una parte

del cuerpo y no el cuerpo entero era lo que se

venía encima, destructiva. Así era. Punta metálica,

ahora sí, era visible. No había duda. El terror

tenía punta y era metálica. Lo demás, no se sabe.

Si el miedo llegaba al cuerpo debía ser de metal

como la punta del huevo. Todo de hierro, la punta

de hierro. Cabeza bélica, de combate o de guerra,

la ojiva bajaba cielo abajo. Tripulada de muerte,

también podía ser líquida, bañándonos o inundándonos

de todo su centro viscoso. Entonces no era metálica.

 

 

 

4

 

La onda recorrió el eje de las ciudades

y las prendas no lavadas de las habitaciones.

Socavó los puentes inconclusos, las obras

que adornan las avenidas y calles, magnas

presencias que duermen en su altura de vigas.

Hubo una ligera sensación de vértigo que vino

antes de la náusea; las personas movieron sus cabezas

para sacarse todo el ruido pero ya era tarde.

Giro de la cabeza a la derecha y otro giro, similar,

a la izquierda; mentón en alto y luego caída, sumisa,

de la cabeza; abajo, bien abajo, tanto y tan hondo

que la onda se sintió como un crujido de huesos

por culpa del huevo, ojiva o nave flotante, líquida

o dura que emana luz, según dicen, que ensordece.

Mirar es lo único permitido, lo que nadie cobra;

por eso miran y miran; se contempla la ropa encima

de los cuerpos que, siendo tan jóvenes y tan delgados,

parecen más jóvenes de lo que realmente son; o quizás

también más envejecidos, calcinados, decepcionados.

No importa que estos ojos se vayan secando

y que solo queden cuencos vacíos, pues lo que

importa es dejar algo de nosotros en las cosas

vistas, en prendas, en las formaciones que

a pesar de todo siguen siendo sexuadas, oh bellas

formas que según dicen es nuestra marca,

heredado orgullo exportable en afiches, algo

así como suvenires de aeropuertos o establecimientos

de provincia, vasijas con dibujitos, bisutería, zarcillos,

bebidas destiladas, dulces criollos, cintas, gorras, nombre

de pueblos occidentales, parroquiales, cosas de aquí.

 

 

 

 

 

*(Maracay-Venezuela, 1985). Poeta y ensayista. Educador especializado en Lengua y Literatura por la Universidad de Carabobo (Venezuela). Cursó estudios en la Maestría de Literatura Latinoamericana en la Universidad Pedagógica Experimental Libertador (Venezuela). Es coeditor de El Taller Blanco Ediciones. Obtuvo el IV Premio Nacional Universitario de Literatura (2011). Ha publicado en poesía Andamios (2012); Pasajero (2015); Ojiva (2019), traducido al alemán: Sprengkopf (2019) y Dípticos (2020); y en ensayo Alfabeto de humo. Ensayos sobre poesía venezolana (2022).

 

 

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