3 poemas de «Diarios del año de las moscas» (2022), de Alicia Louzao

 

Por Alicia Louzao*

Crédito de la foto (izq.) Lastura Eds. /

(der.) archivo de la autora

 

 

3 poemas de Diarios del año de las moscas (2022),

de Alicia Louzao

 

 

Los hijos de la tierra

 

Los hijos que descansan bajo los almendros y sobre la harina.

Las manos que los hicieron. La harina en la mesa y las perlitas blancas de los restos.

Los hijos y el olivo.

Y aquí tranquilos.

Células transparentes. Corazón de cigüeña. Pero nosotros sabemos la historia de la harina y los metales. Las manos blancas que los hicieron. Las perlitas de los restos.

Los hijos y el olivo.

Y aquí tranquilos,

como si nunca fuera a pasarles nada.

Como si todos los años que vienen fueran el mismo.

El baúl de los tesoros.

Las naves de extraterrestres.

Y el ruido.

Vienen los hijos.

Corazones transparentes. Manos de harina. Ellos duermen con esa respiración de los que no tienen nada que temer. Diminutos. Huesos que no conocen las matemáticas ni el infierno. Tienen todos los nombres en los ojos. Boca azul y boca abierta. Huelen a Nenuco. No es todavía la hora de la leche.

Los hijos y el olivo.

La madre que camina dando zancadas de plata. Tiene un hijo y lo elige entre los otros doce que respiran sobre la tierra. O la tierra respira debajo de ellos. Y ellos se mueven.

Y aquí tranquilos.

El agua en la montaña y los hijos pequeños como el ave roja dentro de una cabeza de espiga buscando el agua en la montaña.

La mano que llega en la madre dando zancadas y se mueve la tierra y se mueven los hijos de la tierra. Descansan bajo los almendros.

Las perlitas blancas. Células transparentes.

Caben en un puño de plata.

Pero nosotros sabemos la historia de la harina y los metales. Las manos blancas que los hicieron. Las perlitas de los restos. Duermen como hijos de la tierra.

Los hijos y el olivo.

Células transparentes.

Los hijos y el olivo y las manos blancas que los crearon

como las cosas bellas

que jamás serán quemadas.

 

 

Año 0: la paternidad y las moscas

 

El doctor Emetteus no tuvo hijos.

No sabría dónde ponerlos.

Pero un día se encontró con una niña del tamaño de un botón que hablaba poquito y comía menos. Le cabía en la mano, en el cajón tercero de la mesilla de noche, en el bote de aceitunas, en el frasco de pimienta negra y dentro del vaso del cepillo de dientes.

La niña no tenía nombre y el doctor no le dio uno.

Si la llamaba Rosa, olía a la flor. Si la llamaba Augurio, estaba triste.

Nadie debe actuar como si se creyese un Dios.

El doctor Emetteus no tuvo hijos. Y su inexperiencia le empujó a aceptar la presencia de la niña durante exactamente dos años. Hasta que la perdió.

Ya os dije que era pequeñita. Del tamaño de un botón.

El doctor le compró una televisión de pulgar, le hizo una casita con una caja de galletas, le leía sus artículos académicos: el descubrimiento de una nueva facultad de medir las estrellas,

el desplazamiento de los planetas sobre una mesa de trabajo,

el análisis del estómago de un hombre fallecido en Pompeya.

La niña escuchaba la voz grave del doctor. A veces, jugaba montándose sobre las moscas que el doctor cazaba para ella. Como si se tratase del pegaso y de Hércules, cruzaba la casa blanca del sabio Emetteus con el zumbido de la mosca y sus grandes ojos negros. Las alas transparentes.

Ella hubiera preferido otra cosa.

Pero en casa del doctor no entraban las libélulas azules que flotaban allí fuera a través del cristal.

El doctor temía que la niña se perdiera.

Nunca tuvo hijos porque no sabía dónde ponerlos. Eso ya os lo dije.

Y qué se hace con una niña que mide la mitad de los calcetines que lleva un centímetro en invierno.

Nunca supo el color de sus ojos.

Ni tampoco llegó a escuchar su voz.

Era algo tan pequeño que nadie la veía y el doctor temía un día pisarla sin pretenderlo y no enterrar jamás su pequeño cadáver.

Y no poder donarlo a la Ciencia.

Eso era lo más importante.

«Puedes ser producto de una bacteria caprichosa. O puedes ser el ave que se escapó de mi cabeza el otro día que no lograba conciliar el sueño. Conciliar el sueño. Como si se tratase de un pacto con la ONU. Puedes ser una partícula de aire corpórea».

El doctor le daba vueltas a la extrañeza de una niña de ese tamaño en su casa. Y la niña, de diminutos oídos, escuchaba sus discursos, que el doctor profería moviendo mucho la mano derecha y anotando en el aire cifras que solo él entendía.

Realmente su vida no cambió demasiado.

Aceptó a la niña como se acepta un paquete de correos.

Como se acepta el agua que golpea los cristales.

Como se aceptan macarrones con tomate o

como se acepta que ya no quede sal en la cocina.

Con un movimiento de hombros por la mañana al lavarse de los dientes.

Con un suspiro por la noche tras tomar un vaso de vino.

La niña tenía un corazón tan pequeño que habríais pensado que era mentira. Le bombeaba sangre pequeña y respiraba aire pequeño por su nariz. Montada sobre una mosca, a veces dormía en la profundidad de la alfombra de pies del baño.

El doctor Emetteus nunca tuvo hijos.

No sabría cómo convertirles en cosas que se movieran por su cuenta.

Una mañana muy temprano, antes de ir hacia la Universidad a impartir sus clases importantes, cogió dos granos de azúcar y los depositó en la mesa de la cocina.

Llamó a la niña.

«El desayuno, niña».

Pero no escuchó el zumbido de la mosca.

Dio tres vueltas por su casa blanca, mirando manchas en las paredes, el suelo, la mullida alfombra del baño, el tercer cajón, el bote de aceitunas, el vaso para el cepillo de dientes, el frasco de pimienta negra.

Y nada.

Su suspiro fue pequeño como lo hubiera dado la niña.

Yo tampoco fui capaz de escucharlo.

Cogió la cartera y las llaves del coche.

«No podré donar su cuerpo a la ciencia».

 

La poeta Alicia Louzao

 

Las cosas imposibles

 

Amores e mais dores privan do sono,/

eu como non os teño, descanso e soño.

Baiuca

 

El niño sobre la luna.

La niña sobre la tierra.

Son cosas imposibles.

Pero viene el ruido fuerte como una montaña que atraviesa.

Que viene el ruido como una ola vacía de agua

porque se dejó el mar por el camino

de venir tan deprisa tan corriendo.

El ruido de los sordos que tienen sed. El ruido de los chicos que se fueron.

Porque se van los chicos como se van los días

y dejan una marquita en la muñeca.

Los chicos que vinieron temprano

o demasiado tarde.

Los que tenían ojos de hierba y de oro y una chica en la cabeza que por supuesto no eras tú.

No era yo.

El niño sobre la luna.

La niña sobre la tierra.

Que pare el ruido que llega a la frente

que se posa en el cráneo

que respira humores de esos medievales

en los que creía la gente que pensamos más incierta.

Pero con la misma sombra que la tuya y la misma sombra que la de esa chica que dormía en su cabeza. Que no era yo.

Mi sombra nunca aparece cuando hay demasiado ruido.

Que pare el ruido.

Se oculta dentro de los cajones partidita en pedazos de mujer con trabajo

de mujer que no se cuida las uñas

de mujer que no mantiene una dieta saludable

y en esos cajones,

blandita,

piensa en la chica que dormía en la otra cabeza.

Que pare el ruido que entra por la ventana

que viste una falda vieja llena de cascabeles

como carnaval que se resiste a la despedida.

El ruido que llega como bocas abiertas

el niño sobre la luna

y la niña sobre la tierra,

pensando en el chico que tenía en los ojos el oro y la hierba fresca

y en cada ojo una rama

y en cada ojo una espina

y en cada ojo la otra chica que no eras tú. Que por supuesto no era yo.

Ese ruido que golpea como la bolsa de Nueva York

que te anuncia los nombres de los chicos que llegaron temprano

o demasiado tarde.

Que se dejaron el nombre colgado en la puerta.

Que pidieron permiso para pasar

toc toc

pero no para marcharse por las escaleras con la bolsa de basura y tu esternón entre las manos.

Lo más bello que puedo ofrecer al chico que tenía otra chica dormida sobre la cabeza. Como una libélula que perdió su río.

El niño sobre la luna

y la niña sobre la tierra,

ahí donde hace demasiado frío como para recomponerse. Ahí donde florece el padre con una cadena entre las manos. Donde el crucifijo. Donde los cajones de sombra que es la mía porque nadie necesita algo tan áspero y tan oscuro. Y donde el rosario bendito.

Y porque piden permiso para pasar

toc toc

pero no para marcharse por las escaleras llenos de cereales de leche sin lactosa de olor a suavizante y con restos del humo que dejan las cosas que fueron demasiado fugaces.

El niño sobre la luna

y la niña sobre la tierra.

Son cosas imposibles.

Mientras suena el ruido como los jinetes de Bonanza llegando hambrientos a la pradera. El ruido de las bocas abiertas

y en las bocas el ruido de cascabeles

así,

en la frente.

Como la radiofrecuencia.

Y los chicos corriendo por las escaleras con las lenguas mojadas de leche sin lactosa y los abrazos necesarios que dan las chicas como yo a la gente que quiere irse.

Ese tipo de abrazos. De esos que se empapan del humo que dejan las cosas que fueron demasiado fugaces.

De esos que inventó el fuego.

Mientras suena el ruido en la cabeza y la chica duerme como las libélulas y absolutamente nadie piensa en mí. Aquí. Manta sobre manta y sombra en cajones de correctora sintáctica. De la Galicia sin nieve. Bombones lindt y Spotify.

Absolutamente nadie.

Pero el humo.

El niño sobre la luna.

La niña sobre la tierra.

Son cosas imposibles.

 

 

 

 

 

*(Ferrol-España, 1987). Poeta y narradora. Doctora en Filología hispánica por la Universidad de Salamanca (España), licenciada en Filología hispánica por la Universidade da Coruña (España) y licenciada en Filología inglesa por la Universidad Complutense de Madrid (España). Se desempeñó como profesora en dicha Universidad y como correctora editorial. En la actualidad, es profesora de Lengua y literatura en un instituto público. Obtuvo el VIII Premio Internacional de poesía Jovellanos y el V Premio de Poesía Centrifugados/Pueblo de San Gil, así como una mención de honor en el I Premio Internacional de poesía Asterión, una mención especial del jurado en el XI Premio Internacional de poesía Yolanda Sáenz de Tejada y es finalista del 76º Premio de Poesía Adonáis. Ha publicado en poesía Manual para la comprensión del insomnio (2019), El circo volador (2020), Las niñas que no queríamos ir a la escuela (2021), Babilonia dream (2021) y Diarios del año de las moscas (2022); ha participado en las antologías de poesía Naturaleza poética (2022) y Lo que debería haber dicho a mis ex (y nunca les dije) (2022); y de relato El dolor de las abejas (2021).

 

 

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