Por Marialuz Albuja Bayas*
Crédito de la foto (izq.) archivo de la autora /
(der.) Bichito Eds.
3 poemas de Autorretrato (2023),
de Marialuz Albuja Bayas
Esta es la casa del padre
donde partimos el pan después de su regreso.
La casa del padre en la cima de una colina que el viento se come
poco a poco.
La casa del padre bajo un cielo sin nubes.
El padre que abandonó
y que hoy alarga sus brazos por encima de los montes que nos separan.
El padre que no parece padre
porque las aguas de cientos de ríos han acariciado sus manos
y han sido transformadas por su boca.
Aguas radiantes
dirigidas por el sol en su travesía hacia la muerte.
Aguas que de tan claras se olvidaron de su condición
para ser cielo.
Esta es la casa que no tuvimos
la casa de los sueños tardíos
donde los nevados acarician la garganta que despierta
y las estrellas se reflejan en los ojos del que duerme.
La casa donde no hemos cosechado porque no sembramos
y donde
pese a ello
creemos pertenecer.
Aquí podremos regresar cuando intuyamos su perfil sobre los cerros
como el refugio que esperamos todavía.
Seremos los caminantes de una eterna Comala
preguntaremos en la noche por la clave que la oculta.
Esta es la casa del padre
donde partimos el pan después de su regreso
y lo probamos frente a un río que se borra
mientras la lluvia nos dibuja en el paisaje.
No sé si será la sangre galopándome en la espalda
o el latido de la muerte
que no encuentra una salida y se despeña frente a mí.
Cómo quisiera distinguir
pero son tantas las pastillas en mi cuerpo
que no sé.
Si el bisabuelo aún viviera
escondería en su cajón la última pizca de morfina
−en confidencia de celoso boticario−
“para la nena”, pensaría en su sordera taciturna
y las estrellas sobre el domo escaparían al mirar mi levedad.
Pero quién iba a comprender ese dolor
si en la niñez la vida es algo irrefutable.
La bisabuela en su ataúd bajo la cama
vino a tocar oscuridades compartidas.
No debí deslizarme en sus ojos
donde habitan palabras que no quiero oír.
Si las dejo de lado, me olvidan.
Semejante orfandad no otra vez.
Guilin, año del caballo
I.
Aunque mis manos ya no la toquen
hay música en mí
la misma música de la lluvia
que en el oriente se resbaló por mis palmas
cuando intenté rescatarme esa noche
como a una selva
como a un vestigio.
Aún queda música
espesa
envuelta
lista a fluirme desde el oriente lejano
cuando retorne a su nacimiento
para mirar en su fondo líquido ese reflejo de cercanía
que en otra tierra fue identidad.
Aunque mis manos ya no la toquen
aunque mis labios ya no la llamen
será caricia
pozo
poema
húmeda huella bajo los montes de la que fui.
II.
Con nada más que con nuestros ojos
rasgamos el velo de agua
que se extendía sobre la tierra
y oscuro
desde los templos
se deslizaba a besarla.
Así, entre los dos,
el caer de la música.
III.
Venía cantando el río
traía la primavera en sus aguas
la repartía sobre la orilla
la levantaba.
Era la música que corría
detrás de un cuerpo desdibujado.
Puentes y orillas se estremecieron.
Lloraron nubes.
Nació el caballo.
*(Quito-Ecuador, 1972). Poeta y narradora. Magíster en Estudios de la Cultura con mención en Literatura hispanoamericana por la Universidad Andina Simón Bolívar. Obtuvo el premio Dámaso Alonso en la categoría Creación Literaria (2017), el Premio Proyectos Literarios (Ministerio de Cultura del Ecuador, 2008), el Premio Darío Guevara Mayorga (2017 y 2019). En la actualidad, colabora con la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Ha publicado en poesía Las naranjas y el mar, Llevo de la luna un rayo, Paisaje de sal, La pendiente imposible y Detrás de la brisa; en novela En caso emergencia (no) rompa el vidrio y Maura; sus próximas publicaciones son en narrativa Mi pe(o)rversión, en dramaturgia Tal vez no fue así y, en poesía Doble filo.