Por Pedro Luis Casanova*
Crédito de la foto (izq.) www.bibliotecaescritoresandaluces.com /
(der.) Ed. Siltolá
5 poemas de Azar ileso (2024),
de Pedro Luis Casanova
Muerde con rabia a nuestra edad el ruido de la fiesta.
Panderos y zambombas, estábamos los nietos
−¿estábamos los nietos?. Lola era la mayor.
Tres, dos, uno,… y entonces ¡la alegría! la cuchara en los dientes del anís,
las carracas de palo sobre los manjares y el recadero de nuestros difuntos
que juega con sus duendes a poner preguntas en los bailes.
Si cantarais más alto, si en lugar de principios pusierais salud
[en los cristales, los veríais
salir del largo invierno de la casa,
agitando chatarra en los abrigos,
diciendo nombres a ese gas que, de la estufa a las mejillas,
aligera el abrazo espumoso de los brindis,
¿no los veis? yo los veo:
tallando su inocencia sin la rifa de los barbitúricos.
Es medianoche en el convento de las Madres Descalzas:
busca en la blanca sencillez la memoria sus nidos.
Cómo brillan sin rostro las siervas de la noche: cantan y su justicia
se acomoda al delirio
del que aún no sabe, pero siente. Luz de doncella es el barroco:
qué dorado oleaje entra en los cepos del espíritu
cuando la sangre aún nos obedece y la niñez y sus panales
abren al oeste del relámpago
su miel furtiva hasta cegarnos como ángeles incrédulos
pintados sobre el miedo.
Oh, niños que dormís en hombros de un solo pasajero
mientras los mares
inclinados
imploran tras los mapas
del merecimiento:
velad también la puerta donde abrevan
palabras aún más huérfanas
que no se humillan ante mármoles tentados por la deserción.
Reino de tanto mundo: deja que entren
los basureros con cítricas escorias al dolor
oblicuo de las lámparas.
Si dieses orden a las fustas de mi corazón,
si aquellas manos del crucificado
que entrona la corriente en el retablo descendiesen más limpias
al rosal de la muerte,
¿quién sostendría la vergüenza de llamar estrella
a este dolor agrario hecho al duelo y a su espera?
Pastores de Belén, venid: poned flores promiscuas en mi lengua,
oh resplandor cuya embriaguez nos cumple
boca por boca confesando el frío enorme de esta tierra.
Pasan los forasteros con ruido de cerrojos mientras come en silencio la ciudad sus sobras.
En el prostíbulo ha de subir la sal por las monedas,
mas, qué ternura morderá los muslos si al vencer el préstamo
[de todas las heridas,
ante una luz rosácea, veis un rostro
idéntico a mi soledad.
Abres a la intemperie, como la carta negra del crupier,
un recuerdo vacío.
Qué tarde asomas, realidad, en los espejos de la noche verdadera.
(Misa del Gallo, 2005)
Si la vida luciese calle abajo
como una milenaria antorcha en el dintel de la pobreza
y el suelo envenenado, su mordisco,
se volviese manzana ante las rojas
ballestas del amanecer,
¿a quién someterían los ojos de los que regresan?
Ladran los crucifijos al que no se despierta
y llora bajo el agua
imaginando un río.
Entran las llaves al motor de las monotonías,
y el aire y la ciudad
y los hornos refulgen para hervir
aquella voluntad que apura su colilla
entre los malvas.
Igual que una canción proscrita, la noche arpegia, con
[dedos temblorosos,
el poema que no será jamás:
el pensamiento al pan y los obreros a las retaguardias.
Ese que con mis pies
vuelve por calles traicionadas
bajo el sucio alimento de la fiesta,
nunca dirá que sí. Nunca dirá que no.
Pero su soledad confunde mis cabellos, emborrona la amarga
quemadura del sueño, acomoda el termómetro
en la nieve enferma de los nombres liberados por la negación.
La cal irrumpe en los metales y en las ruinas.
Sube a las vértebras felices el óxido de las repeticiones.
Igual que la niñez pone un veneno blanco
en el arroz de la melancolía,
descienden a mi fe los líquidos hermosos,
su más sedienta luz a la ciudad.
En la frente del joven que baja por las cuestas
la saliva es ceniza y el amor
ata su lengua muda sobre los residuos
y huye al oírnos con su mal pijama,
sin memoria.
Yo cabalgué en este silencio cada noche.
Cada noche crucé los sueños tapiados por el ángelus de los tranvías.
Atravesé las zarzas en busca de los frutos, mas nunca el frío
premió mis manos con el dulce racimo de uno solo de nuestros errores.
Yo soy el alacrán que se despierta en las rutas del ciego.
Abre.
Ábreme la ventana.
Soy el azul y el pájaro de los teléfonos.
El que está en paro y todavía
ambiciona un subsidio en la violenta
caridad de sus cómitres.
Soy el que bebe y calla. El que un día habló y ya no bebe.
El abandonado por la incertidumbre
y el que deja de ser
constantemente
soy.
Luego,
cuando abro los cartones y las palabras dan para un rondel
[y un dedo de buen vino,
las llamo de inmediato: casa, ración, futuro,
y lo escribo delante de mi puerta:
casa, ración, futuro,
y llueve entonces, llueve
sobre unos pies desconocidos
y salgo al petricor con la pana de invierno,
otra vez embargado por palabras
que ahora no me atrevo a pronunciar.
No me pidan más señas:
el pensamiento al pan y los obreros a las retaguardias.
Alguien delatará algún día al culpable de que vivir sea
[hoy por hoy
robarle nuestros ojos al destierro. Y arrancará su máscara
[de números mojados.
Y seremos felices. Muy pero que muy felices.
(Canción de Carnaval, 2007)
Cada mañana, uno de entre todos
hace de siervo y nos reparte
la ración del desayuno.
La espuma entra a los vasos
a la hora que abren los telégrafos,
arrasa los encajes de la lengua el viento por blandir
banderas muertas,
la leche hervida tras el padrenuestro
y aquello de ir a levantar España
como un roedor neumático
que sabe en qué uniformes
volverá desvalijado.
Ellos me miran. Y yo les miro.
Y hacen sus cábalas sobre mi acento, mi edad, mi pertenencia.
Y nunca digo nada.
Llega la hora del almuerzo y la cuchara al barro
y los cipreses y las voluntades que lloran en los patios
con su maleta abierta sobre el río.
Y ellos me miran y yo les miro
y con señas me ofrecen su caldo y el periódico
manchado por penumbras bálticas
que unas veces deshielan en mi corazón
y otras resisten como tiza –¿o son mis canas? –
confusa de lección o de recuerdo.
Pero no les digo nada.
Luego bajamos a la cena.
Los días, como párpados que nadie visitara, no tienen gravedad
sino en la altura, y ellos me miran, yo les miro,
y devoran los ángeles del mundo
en la niñez del pan. En la tensión del frío.
Pero yo nunca digo nada.
Cuando la noche barre las bodegas,
las mujeres esperan. Y ellas me miran y yo las miro
y guardan como yo las migajas al pájaro
de la escasez y se levantan
cuando la percusión de las cocinas
duele en los rostros y es cansado hacer balance.
Y nunca digo nada.
Subo las escaleras pensando que tal vez esperan algo de mí.
Que haga salir de mi pañuelo
una broma del Sur o un espíritu grave.
Mas nunca digo nada.
Han pasado los años,
y hay noches en que afino la visión y tiemblo
sobre aquellas maderas en que creo oír algunas voces
que me dicen: “¡eh!, ¡tú!, el de las gafas: ¿de qué decías
que eras maestro?”
y me dejo engañar, forzando la retina al límite,
como si ya no fuese necesario fingir
desde la oscuridad de un cuarto de casados,
y me levanto entonces
y voy hasta sus mesas. Y me siento.
Y borro la distancia entre el sudor y la belleza.
(La timidez, 2011)
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Cuando la noche ya no tenga más que susurrarme,
antes de que el reloj abra las conchas al carbón de las cinturas,
retiraré mi sueño de las sábanas.
Dará mi sangre a la mañana sombra,
y a la sombra un pie, y otro, con dulce gravedad para que no despiertes.
Me calzarán los dardos del solsticio. Y en dos vueltas de llave
echarán a correr con sus sonidos ácidos
preguntas en la sangre que nunca fueron mías.
La niebla no abre paso todavía entre los restos de la nochepolicial,
setenta y pico años después, falta una lápida en la dentadura
[de los galgos,
no se te ocurra ir por donde vas,
tú sigue a los turistas, toma mejor la cuesta
de muros blanqueados,
adonde la poesía rompe aguas
sin la horma dolorosa del destierro:
tapaos los ojos
para que crucen los amantes la estación de nieve.
Oh ruinas traicionadas, oh pájaro de urea
que atiendes con tristeza la mañana: Verde es tu abismo
con ciervos deslumbrados por la plata del silencio: tarde
[o temprano
vomitarán también tu anís las cerraduras.
Ved cómo sin ropa ni verdad nos abandona el cielo
al arpón mercurioso de sus músicas perversas.
Elegid conmigo las calles invertidas. Insistid
como persigue el avellano
las señales del niño entre los rostros
que han de recordarme.
Y desde allí a la Sierra, desde las leyes de la corrosión
al extremo galope de otra lengua
atravesada por el llanto de tus descendencias.
¡Oh maraña poderosa! ¡Oh sacristán del frío!
Qué noticia varada en el solar de nuestra juventud
ha dado asiento a tantas nubes.
Aligera. Aligerad conmigo.
Porque en tu corazón no ha de temblar
el alfiler de los burdeles, aquí el sonido alegre de mi vida
no fingirá su baile, ni aceptará antifaz
para batir su celo. Que es ya la hora, es hora ya
de darle nombre al agua que sin mirar te acusa.
Aligerad. Aligerad, pies míos, rodillas mías,
para que el canto sea, para que vuelva,
palabra por palabra, la brisa llena de perdón y de lavanda.
Aligerad, contra los techos del otoño, la zancada
a la ciudad, a la ciudad
que ha de reunir a los amigos y a sus hijas enamoradas
por conjuros infectos que otro engaño mayor
habrá de desnutrir.
Ah, cicatriz circense,
ah, frívolas limosnas cubiertas por nuestros sombreros:
este es también mi patrimonio,
y aunque los mayordomos y los funambulistas
arrojen su mugre contra las abluciones de mi espíritu,
lavo con él, al mismo instante,
en el mismo caer del charco sobre fuego,
toda mi culpa y casi mi inocencia.
Tras el fornicio blanco de su hiel,
deja una voz grabada el río borrado del regreso.
Después,
la compasión pondrá tus manos en mi frente
y yo, con mi ataúd varado en blancos muslos de pobreza,
daré los nombres que queríais.
Dibujaré todos los rostros que no esperabais en mi corazón.
(Albaycin, 2019)
No sé si estoy soñando.
No.
Entra la pólvora en las uñas y en la obscena fatiga del amanecer.
Han asustado muy temprano a las palomas. No estoy soñando.
O sí.
“Van los amigos a las plazas”, me dices con la voz lluviosa.
Y vienen de la noche con banderas que yo no reconozco.
“Nuevas. Son nuevas” –me gritan desde los portales.
Y así también los himnos, de una garganta a otra,
multiplican la ira
hasta encender sin lámparas los pliegues de la juventud.
Pasan. Como ángeles de níquel esquivan los residuos maternales.
No ven la oscuridad ni el sodio refulgente en los listados
de la negación.
¿Pero a quién? ¿Para quién ensogáis a las bestias?
¿En quién habéis revivido los ángulos del peine, el rojo terciopelo
[de los brazaletes,
la malla grácil del tocado con que ahora se hablan y sonríen
las aguas prematuras de la clandestinidad?
Dicen nombres que no oigo desde aquí. ¿Acaso importa?
Me hacen
un hueco entre sus bailes y el aullido celoso de las pirotecnias.
¿Tú también vas?
No.
No sé si sueño.
La casa cruje y yo estoy solo. Oigo la deserción de los olivos.
Para la náusea, el serrín en los sótanos.
La multitud lleva en volandas a los mártires camino de las torres
[y los precipicios.
¿Es esta la hora que esperábamos? No preguntéis. Abrid las vísceras.
Cantad sobre el clavel endurecido de las sepulturas.
No han llegado mis hijos, ¿mis hijos? Hay run run de cocina,
¿no los oyes?
Las cucharas no quieren seguir haciendo de cuchillos.
Oigo unas manos cerca removiendo las luces.
(−¡Aquí están!¡Están Aquí!−)
Y atraviesan descalzas la visión
hasta engarzar los nódulos del vértigo.
No estoy soñando.
No.
Pero amanece.
Y no ha cambiado la conducta del viento en los osarios musicales.
Venid. Que vuestros pies caminen sobre mi soledad.
Sacad los magnetófonos,
nadie más allá de estos campos abre tan alto el puño de su espiga,
nadie más allá de esta tierra levanta como yo sus títeres tullidos.
(Última visión, 2019)
*(Jaén-España, 1978). Poeta. Se desempeña como profesor de Física y Química en un instituto de enseñanza secundaria en Jaén. Obtuvo el Premio El Olivo y el Premio Ángaro de Poesía. Ha publicado en poesía La anatomía del eco (1999), Café (2001), Fósforo blanco (2015) y Azar ileso (2024).