Por Javier Rivera*
Crédito de la foto (izq.) Ed. Caja negra /
(der.) archivo del autor
1 cuento de Sanpaku (2022),
de Javier Rivera
Perfectos desconocidos
1
Habíamos estado chupando desde las diez, luego de comernos unos kebabs donde el conchesumare del Ibo, jodido turco de mierda.
Ya eran como las dos y media de la mañana y los tres estábamos borrachos: Julián, Edmer y yo.
Toda la noche estuvo tensa para mí, desde que nos encontramos unas horas antes, algo helado me saltaba en la boca de la panza y presentí que podía ser una noche envenenada, esas que por ninguna razón (o por todas) se tuercen en un punto hacia la mierda, sin la aparente voluntad de nadie en particular.
Hace varios meses Edmer y Roxana se habían comprometido en matrimonio. Edmer tenía un proyecto de seis meses que debía cumplir en El Salvador y coordinaron todo para que el casorio fuese apenas él regresara de allá. Lo cierto es que, pasadas unas semanas luego de irse, me llamó Julián (consternado) y me pidió que fuera urgente a su casa, que necesitaba hablar conmigo ya mismo, quedamos para esa tarde. Caminamos las tres cuadras que separaban su casa del parque y nos sentamos en los columpios, como si fuéramos niños, abrió la boca y dijo: Me tiré a la Rochi. Me explicó que habían estado en La Cecilia el domingo anterior, que habían bebido a más no poder y luego se pusieron a bailar, una cosa llevó a la otra y terminó con la prometida de su mejor amigo del colegio y la universidad, en la cama. En ese momento, me dio ganas de decirle que yo también me había encamado con Rochi, que con un par de chelas se le empezaban a disolver los cascos y era más fácil que la tabla del cero, pero me callé en todos los idiomas.
Luego me dijo que Rochi habló por teléfono con Edmer esa misma semana; más exactamente, anuló el compromiso matrimonial y terminó definitivamente toda relación amorosa con él.
Edmer no se resignaba.
Julián me contaba que Roxana recibía llamadas de Edmer todos los días, pidiéndole, rogándole, suplicándole que volviera con él. Roxana ya no le respondía, no sabía qué decirle.
Aquella fría noche de borrachera nos habíamos juntado para «celebrar» (bien hipócritas) el retorno de Edmer a casa, así lo había planeado Julián. Para que no se sienta solo, me dijo.
Durante todo el tiempo que él había estado de viaje, Julián y Roxana no se habían despegado, parecían perros enganchados en apareamiento. Roxana vivía en su propio departamento y eso había contribuido a que este romance se produzca casi sin escarnio público. No habían salido mucho del departamento, Julián diría que no habían salido de la habitación.
Eran las 2:45 de la madrugada y nueve balazos me sacaron de mi embriaguez, sonaron tan cerca de nosotros que creí que asaltaban el bar. La cosa es que había un guardia de seguridad aparentemente muerto en la puerta de El Santo, tirado sobre un charco de sangre en el suelo y la gente se arremolinaba a su alrededor gritando y pidiendo ayuda. Parece que los guardias de El Santo habían botado del bar a unos borrachos que iban armados, los parroquianos se subieron a su camioneta y minutos después pasaron por la puerta del local para reventar a tiros al guardia que los echó, eso nos contaron luego.
Luchito, un cincuentón buena gente, dueño del Ad Libitum, cerró todas las puertas y ventanas y le bajó el volumen a la música para que la policía no se metiera con nosotros, sus clientes, que para esa hora ya no éramos otra cosa que sus amigos habituales de los jueves de jazz. Si tocabas la puerta y Luchito te reconocía por el ojo de buey, te dejaba pasar, pero absolutamente nadie podía salir hasta que se fuera la policía y como había un muerto, iba a pasar buen rato sin que nadie viera la calle.
En ese momento, ya más calmados y encerrados, Julián pidió otra ronda de cervezas y, mientras Edmer empezaba a revelar hechos de su intimidad y hacer un pedido trascendente, la cara de Julián decía todo lo que pensaba sin decirlo, intentando no estallar.
2
—Puta, Julián, ¡qué gusto de verte, hermano! ¡mi mejor amigo de toda la vida!, más de veinte años siendo los mejores amigos y después de tanto tiempo, encontrarnos, luego de mi infierno de trabajo en El Salvador. Puta, qué gusto, de verdad, verte así, contento, haciendo lo que te gusta, trabajando chévere, leyendo, escribiendo las huevadas de política que te vacilan, ya te han publicado en varios periódicos, muy bien, hermano.
—Oye, mira, yo te pedí que viniéramos a tomar estas chelitas a nuestro Ad Libitum, catedral de las chupetas y buenos recuerdos, porque tengo algo importante qué pedirte, broder.
—Tú sabes que llegué ayer nomás de viaje, seis meses estuve te digo, sí, sí, allá, metido entre balas, bombas y secuestros, una cagada. Bueno, la cosa es que ayer, llegandito nomás, llegandito, me fui a ver a mi Roxanita, preciosa está mi chola. Como sabes, ya antes de irme nos habíamos comprometido para casarnos y cuando yo estaba allá, como a los dos meses, masomiki, me dijo que lo dejáramos ahí nomá, me canceló por teléfono, hermano, y yo me la he pasado cagado todo ese tiempo, llorando cuatro meses, en una habitación de mierda, con ese calor de mierda. Sufrí muchísimo y sufrí solo; no sabes; pensaba que el mundo se me venía encima y no tenía a nadie a quién contarle, nadie con quién compartir mi pena, y ni siquiera me dio una explicación convincente, me dijo que no podía sostener una relación de lejos y que lo nuestro ya estaba jodido, que lo del compromiso era para atarnos artificialmente a una relación que hace tiempo estaba muerta. ¡Y no, huevón, ni cagando! ¡Yo no sentía eso!
—Pero ayer te digo, la vi apenas llegué, me fui a buscarla a casa de su mamá que queda a una cuadra de la mía, tuve suerte, ahí estaba ese ratito, y me dijo que nos veamos en la noche en su depa, a las ocho y fui, pe.
—Puuuta, le hablé, le conté todo lo que había pasado por ella, le rogué, le supliqué, le prometí la vida, hermano, porque de verdad, yo soy capaz de dar la vida por mi Roxanita, y me va diciendo que sí y que nos casamos en dos semanas y como estábamos solitos en su depa, cholo, le metí, no uno, los dos huevos, puta por los seis meses de no verla, hermano, de 10 de la noche a 4 de la mañana, estoy seco, he dormido todo el día, tengo un dolor de escroto que me da la vuelta, me sube por el culo y la columna y termina justo antes del corazón, broder, porque el corazón está feliz y ¡¿con quién chucha iba yo a celebrar este acontecimiento si no es con mi mejor amigo, mi hermano del alma, Julián?!
—Le he dicho que estoy acá, en nuestro bar de los jueves, que venga a recogerme cuando termine la juerga con sus amigas, rica sorpresa se va a llevar y celebramos todos —dijo mientras extendía las manos a Ricardo y Julián.
—Ah, y lo que te quería pedir, ya sabes lo que te voy a pedir ¿o no?
—No te hagas el huevón, pe, tienes que ser mi padrino pal matriki.
3
¿Y ahora qué te digo?, ¡¿qué te digo, Edmer, carajo?!
Mejor habla tú, sí, mejor habla tú. Llénalo todo de palabras, que no te quede un solo espacio vacío, rellena el tiempo con tu cháchara huevona mientras yo relleno mi vaso con chela.
No bebas más, no bebas, Edmer, déjame el trago a mí, me estoy dando valor para decirte algo que no vas a poder soportar, que nadie en su sano juicio podría soportar, déjame el alcohol a mí, aunque solo sea cerveza, tomaré veinte o treinta más para tener el valor de decirte, o al menos balbucearte, lo que hice.
No bebas, Edmer, suficiente con los baleados fuera del bar, alguien tiene que cuidar que esta noche nadie se muera, menos por el filo de una vagina atravesando el corazón.
Ella empezó, te lo juro, no fui yo.
Un domingo, luego del almuerzo en La Cecilia, empezó a sonar la orquesta, como siempre, eran como las cinco de la tarde y estábamos todos; el Chato, el Cabezón, la Marita y su prima y, por supuesto, Roxana.
Me dijo que bailáramos, que los submarinos no eran para ella, se había tomado tres, ya sabes cómo es de competitiva: metí el primer anisado en el chop de cerveza y ella me siguió, le metí la segunda y ella me empató, luego de la tercera empezamos a bailar porque si no, iba a caerse de borracha sobre la mesa.
En la pista de baile nos divertimos como locos, ya sabes como soy de bailarín cuando me pongo mi polo amarillo y luego de las cumbias y merengues vinieron las lentas y ella sonreía, hermosa sonrisa tiene, sudaba por el bailetón y nada, paradita ahí, no quería moverse mucho para no waikearse, entonces hablamos, me dijo que eras un huevón, que no te quería por huevón, por baboso, por tarado, así me dijo, exactito por esas tres cosas que son una, en realidad; por tener esa sonrisita como de que nunca pasa nada cuando pasa todo, por vestirte como muñequito de torta siempre, por tus putas camisitas de cuadros, los pantaloncitos de drill y los mocasines beige —que parecías un sota—; por nunca haber podido arrancarle un buen grito en la cama. No sé cómo llegamos a eso, pero me dijo que nunca le habías provocado un orgasmo, que ni te calateabas, solo te bajabas el pantalón y zas, medio minuto más tarde te alejabas de ella corriendo al baño, con el pantalón abrazando tus zapatos, mirando con cara de asco el colgajo húmedo de plástico que, por tu cara de espanto, parecía que te comía la trola.
Entonces la cosa se puso íntima.
Le dije que ya estaba muy borracha y que mejor la llevaba a su casa.
Mejor al depa, me dijo, no quiero que mi mamá me vea así.
Le hice caso y le preparé café ni bien llegando, café hice, como sus ojos: negro cual noche, dulce cual azúcar y caliente, como estaba ella, caliente.
Me dejé llevar por su necesidad de tener un hombre en su regazo por primera vez, me dejé llevar y lo disfruté, lo disfruté como una bestia las seis veces que la monté y se vino a gritos como una yegua caliente sobre la cama herida.
¿Habrás notado que siempre me gustó?
Desde ese día, desde ese domingo, un mes después de que te fuiste hemos estado juntos. Prácticamente, vivo en su departamento, tengo ropa ahí para cambiarme cuando me quedo a dormir y varios de mis libros están en el lobby.
¡Que, ¿qué?!
¡¿Qué te dijo para verse?!
Ella me dijo que iba a quedarse a dormir en casa de su mamá, porque había llegado su prima de Canadá, Luchita, esa que ella quiere mucho.
¿Te la tiraste?
Mentira. ¡Mentira, ridículo de mierda! ¡Picha corta! ¡Eyaculador de segundero!
Mira mi sonrisa, no te creo nada de lo que dices, mira. No te creo nada.
Ella a mí no me miente, ya estoy picado, carajo.
Me voy a parar, voy a ir al baño y luego de mojarme bien la cara, la voy a llamar, le preguntaré dónde está y qué está haciendo. Si tienes razón, Edmer de mierda, me va a decir que está ocupada y no puede ahora, que mañana u otro día será, pero hoy no y, si es cierto lo que dices, ella, llegará en cualquier momento y nos verá juntos y ni Dios la va a salvar de mi rabia; ni Dios.
4
Ahora que estoy vieja lo recuerdo como si recordara otra vida.
Fue difícil entrar en aquel bar, había un montón de gente y policías rodeando la puerta. Cruzando la calle, habían baleado a una persona o eso escuché. Luchito me dejó pasar no sin advertirme que no podría salir hasta que se fuera la policía.
Acepté.
En nuestro bar crecían los humos de los ceniceros como purgas en las chimeneas de proa de los barcos de vapor antiguos, el aire estaba caliente porque atendían a puerta cerrada y chispeaban los amarillos espumosos de la cerveza en chasquidos de vidrio grueso que auspiciaban los brindis.
Primero, vi a Edmer y mi media sonrisa fue instantánea, traté de ocultarla agachando la cabeza un poco, pues la noche anterior habíamos tenido sexo y como nunca, él se había esforzado por agasajarme, sin éxito, por supuesto, como era su tradición. Luego se quedó dormido en el sofá, fulminado toda la noche. Imagino que lo despertó el frío de la madrugada y se fue en silencio, tratando de no despertarme.
El corazón de una mujer guarda tantos secretos, querido Edmer, pero tú fuiste el secreto peor guardado por aquella mujer que fui yo. Eras un hombre quebradizo y pequeño que, colgado de mis dedos, intentabas flotar en un sueño ridículo y prestado, querías vivir en el epílogo de una relación adolescente y no te dabas cuenta que eras el furgón de cola que la paciencia, harta ya, había descolgado de mi tren.
Luego, vi a Julián y mi primer instinto fue correr, correr tras el taxi que había dejado en la esquina para que me sumergiera a toda velocidad en el primer infierno que encontrara. En menos de un segundo de titubeo supe que no había salida, recordé la advertencia de Luchito, así que lo que tenía que ocurrir, ocurriría ante mis ojos en ese mismo instante y lugar. Levanté la cara y ahí estaba el rostro de Julián, ese que de seguro me observará en la eternidad, con ganas de arrancarme las entrañas con un pico. Se levantó de la mesa de inmediato, intentando esconder su gesto agrio y esbozando una sonrisa ortopédica, me jaló la silla para que tomara asiento. También estaba Ricardo, pero su presencia aquella noche carecía de importancia.
Julián compró un par de botellas de vino y se las entregó a Edmer, lo miró a los ojos y le dijo:
—Ahora vas a saber la verdad.
—¿Qué pasó? ¿Por qué tanta seriedad? —dijo Edmer sonriendo. A lo que Julián respondió, poniéndose de pie y elevando cada vez más la voz, sin quitarle los ojos de encima a Edmer:
—En el departamento de esta mujer están mis libros en el lobby, al costado de la sala; en el armario de su habitación personal están colgadas dos casacas mías, dos camisas y tres pantalones; mi ropa interior está en el cajón superior derecho de su cómoda; tiene mis condones bajo su almohada y no se va a casar contigo nunca, ella es feliz conmigo y tú eres un homúnculo torpe que ni siquiera podrías masturbarla con éxito.
—¡Que ella te diga si miento! —terminó gritando.
Ay, mi Julián, eras tan hombre para algunas cosas y tan infantil para otras, fuiste la marca para mis hombres futuros, nunca dejé otra vez que algún escribidor se me acercara ni por asomo. Para ser feliz, te di la vuelta como se pone una casaca por el revés y años más tarde me casé con un hombre simple y bueno, fui feliz con él muchos años en Canadá, hasta que una tarde de domingo se quebró la sonrisa que le provocaba cada cosa que yo decía, se le quebró en la cara, en el alma y en el corazón. Esa tarde fría como fuego de luna, murió mi esposo como un papel en blanco, asuntos que tú no conocerás jamás, ni el amor verdadero ni la paciencia al papel en blanco.
Solo recuerdo que hubo gritos. Juramentos y amenazas iban y venían, pero ninguno de los dos dejó de beber.
En un calambre de bajeza, jalé a Julián a un lado y le pedí que olvidara a Edmer, que era nuestra oportunidad de estar juntos para siempre. Me miró con asco y algo de angustia, cogió una de las botellas de vino y sus libros de la mesa, caminó con dificultad en dirección al baño, de donde empezaron a escucharse golpes y gritos, luego vómitos y luego, nada.
Edmer lloró ebrio sobre la mesa luego de beberse la otra botella de vino como si fuera agua, estuvo así hasta que fue de día, yo acariciaba su cabeza mientras le limpiaba los mocos. Niños, pensé tan fuerte para mis adentros que casi lo digo.
Ya entraba la luz de la mañana, cuando Ricardo arrastraba el cuerpo desmayado, vomitado y orinado de Julián, con la frente achichonada y los nudillos despellejados de las manos; estaba hecho un desastre. Lo sentó en una silla del fondo para recostarlo sobre la mesa donde había colocado sus libros, los mismos que al presionarse con el peso de Julián, chorrearon un líquido fétido.
La que era yo, en ese momento, jamás pudo salir de aquel bar. El Ad Libitum fue la tumba de la que yo fui hasta ese momento, lo sentí mientras salíamos del bar aquella mañana y era libre, por fin, por primera vez en mucho tiempo, lo sentí al recibir la suave caricia del primer sol sobre mi piel, lo sentí cuando recibí la llamada de mi madre llorando desgarrada, lo sentí cuando dijo que debía ir a la morgue a reconocer el cuerpo baleado de mi hermano, asesinado en la madrugada, en un bar del centro, por la bala perdida de algún loco ebrio montado en una camioneta.
El dolor y la memoria viven en las verdades por las que mentimos, por las que luego, más temprano que tarde, sentiremos vergüenza.
*(Arequipa – Perú, 1978). Poeta y narrador. Ha publicado en poesía Cronopiáceos (2012), Parasomnias y otras identidades del recuerdo (2015), Objects in mirror are closer than they appear (2018) y la primera parte de la trilogía Vidas y Muertes de San Jerónimo de Estridón (2019) denominada Sobre la Continuidad del Diluvio; y en narrativa, El Corazón de los Diablos (Bitácora de 1994) en coautoría con Patricio García-Velarde (2021) y los cuentos Sanpaku (2022).