Vallejo & Co. presenta, en exclusiva, una selección de 7 poemas de Manuel Morales, poeta del movimiento Hora Zero que se mantuvieron inéditos hasta el pasado 2018 en que se publicó Trapos líricos, poemario póstumo editado, seleccionado y traducido del portugués al español por Tulio Mora.
Por Manuel Morales*
Crédito de la foto (izq.) Ed. Lancom /
(der.) el autor
7 poemas de Trapos Líricos (2018),
de Manuel Morales
Testimonio para recordar un gran amor
Y fue entonces que escuchamos La Voz
“Tu amor se consumará
sobre las hojas secas
y el otoño. Y tu amor no será vil”.
Y así anduvimos miles y millones de años.
Prendidos y resplandecientes
rodeados de mitos
bajo una nebulosa de signos cabalísticos / aún pudimos observar
la destrucción del mundo bajo una claraboya.
En algunos lugares la yerba
era esbelta como un salmo
y los hombres animales tranquilos
concientizados por los astros /
la naturaleza.
Otras veces la noche nos empujaba
hacia el suicidio colectivo
y yo recogía conchas y piedrecillas del mar
tratando de ahuyentar la visión de los campos devastados
de Viet-Nam
los cuerpos mutilados /
las almas mutiladas /
y ese maldito olor a mierda de la guerra.
Y siempre escuchábamos La Voz.
A veces después de estar años tras años
enterrando muertos
nos deteníamos junto a un río para hacer el amor
sembrar algunas flores
para leer concretamente al viejo Ezra Pound.
Entonces yo gateaba hacia tus pies
besaba tus rodillas
los muslos como un árbol de miel
y esa rosa perfumada desde donde sale
la vida. Y era un niño / júbilo & gozo /
acariciando y mordiendo tus pezones
como el labriego acaricia y hunde su pala en la tierra. Después
era un perrito. Un perrito husmeando las posaderas de su hembra
hasta culminarte regada por la savia infinita del amor.
Y me mirabas mucho
porque nuestra desnudez era más radiante
que la revelación mosaica
y que todas las hogueras que un día se prendieron
sobre el mundo
aun cuando la nieve era azul y el viento
un caballo ronco.
Un día escuchamos La Voz con mayor intensidad.
Fue algunos meses después de que nos encontramos
fresas silvestres y vimos por primera vez
a una pareja de pájaros haciendo el amor
sobre la rama de un gran árbol de manzano. Y los campos
que eran amargos
y las hojas
y los frutos
y el viento
amargos
cambiaron porque en sus entrañas algo crecía
como el trigo en un campo bueno
como la luz cuando los polluelos rompen el huevo
y respiran la belleza del aire
y del sonido.
Solo que súbita La Voz se extinguió.
Y lo que hubo de brotar solo fue pasto muerto.
Y era como intentar encontrar la identidad de las cosas
cuando la oscuridad y el planeta
nos avientan cuestionados
a podrirnos de hastío en una permanente soledad.
Y lo que hubo de brotar solo fue sangre muerta.
Y desde entonces la cólera se irguió
sobre mi frente
al volver después de enterrar a nuestro hijo
durante III años
lloramos juntos y bebimos
como nunca lo habíamos hecho.
Y comprendí finalmente que la había amado mucho
y que en tan poco tiempo habíamos envejecido juntos.
Y decidimos separarnos para siempre.
Para siempre.
Y nuestro amor no fue vil.
Celtas
Como celtas sin templos vivimos perennes reverenciando
metáforas y amando a campo raso, no discursos sino principios
contra la intolerancia y la maldad, siempre nutridos de sentimientos verdaderos
y acometidos por una energía sanamente voraz, dispuesta a colocar
en los ejes el crimen de ser leales y densos como vertientes traslúcidas,
estoqueando nuestros arsenales de pasión para que la posteridad nos recuerde
como una ecuación alucinada, singlando iridiscentes el fosco incendio
que brota de nuestro corazón, una manada de luciérnagas salvajes
centelleando con la fuerza solemne de la claridad para acabar al final desplomados
en el umbral de la dicha, con la alegría de haber visto a la luna desnuda
lavando al amanecer sus senos plateados en medio de un súbito relincho de caballos.
Con mucho ímpetu saltamos sobre el rostro polizonte del sol y la tendencia suicida
de los cometas, abriendo nuestras piernas para que el tiempo no acabe
durante el asalto y su justicia nunca nos arrincone o denigre entre los canales
tostados y los hombros también largos de la ausencia. ¿Será por eso que el amor
se nutre de la calidez y el fulgor de las constelaciones como un espejo
donde la lógica no muda de nombre y su esencia queda expuesta en láminas
para que los peregrinos no lo miren con suprema negligencia,
viviendo en espaciada plenitud el milagroso espectáculo del ocio?
Para quien vive un ideal, la naturaleza
no es una casa de vasallo ni un enjambre de lacayos,
por eso la transformamos todos los días, haga sol o no haga sol.
Muerte de la prostituta Talhulhah Ricketts en Tewcka
Para mis hermanos Oswaldo Reynoso,
Miguel Gutiérrez, Tulio Mora y Jorge Pimentel
Talhulhah Ricketts murió en abril
Dejada de lado en sus amores por el obispo de la ciudad
Quien la canjeó por dos mancebas
Que juntas sumaban su edad. Talhulhah
Ricketts murió en abril, espantando
Con su espanto las hirvientes palomas del otoño.
Entre la vida
Y el cielo la lluvia pudrió el imán de la cólera con desazón
(la caridad es una mujer flaca en sutiles velos sueltos
llamándonos a la salida de un velorio deshabitado).
Coquetas lechuzas sonámbulas rodearon su féretro
Y el rocío de la mañana
Le cubrió de sombras su ondulada cabellera azul
En cuanto el caballo del remordimiento -insomne bruto
No se dejó oír por la sarnosa trompeta de la memoria.
Talhulhah Ricketts bebió brandy con arsénico.
En su soledad llena de pájaros cenizos y acribillados, Talhulhah,
Con su lengua ennegrecida, colgada, quedó en la margen izquierda
De la pobre tierra defenestrada y sin lugar a olvidos;
Estéril destino asesinado doblemente por un intenso
Y arrugado viento viejo azotando como un canalla
Las calles repletas de intestinos ahuecados, conduciendo
Las pobres aguas putrefactas de la ciudad y sus efluvios
A las acequias donde el recoleto Caronte toca su bandolín siniestro
Y su perro regaña a quien descarna los tobillos de la duda.
Talhulhah Ricketts murió sin piar.
Las altas damas de la sociedad pintarrajeadas y talqueadas
Como indios, balbucearon:
“La más bella prostituta,
Cambiada por nada dio en eso, el primer
Suicidio en los últimos ciento veinte años en Tewcka”.
La caliente luna subiendo las barrosas escaleras del río
Atolondrada quemaba sus vestes por el castigo infligido a su magnolia.
¿A quién transferir ahora el halo perdido de la rumba
Exorcizada en la pista de danza por Talhulhah? ¿Por qué
El desprecio la afligió con sus vinos gordos
En malos pensamientos? ¿Por qué la muerte estupra
Sirenas de la noche con cobardía?
Talhulhah Ricketts murió en abril
-¿Será el mes más cruel?–
De loco y fermoso amor
Como un navío de piratas alucinados, cronometrados
Por el reloj geológico de la desgracia. Una parva tristeza
De extraños contornos, alta como la nieve alta,
Escurría de sus ojos cubiertos de tierra oscura,
Más alta todavía que las escalinatas de su sinuosa melancolía.
Y los rende-vouz cerraron sus puertas
En su homenaje, antorchas a medio palo
Socavando las quimeras, el fuego del instinto. Y ojos
Que nunca oyeron sangrar gacelas al rumor de una densa
Garúa debajo de un trágico viento de hayas indignadas, sintieron
El frío que hiede en un canto del desorden de nuestro entendimiento,
Mascando dedos y huesos y vulvas sin raíces,
Quemando los cristales de la ausencia, por Talhulhah.
¿Vieron ustedes alguna vez llorar a un rufián apasionado?
Del alto púlpito de ébano, magnánimo y cordial
El obispo todavía sentenció que no iba a excomulgarla.
¿A quién pertenece la vida,
A quién los despojos de los seres intensos
Huyendo de los cuervos? -dice retórico, vaticano,
Mirando para el infierno de su conciencia e intuyendo menguadas
Uvas al sol y colinas y muslos rozados
Sobre la opaca piel de la hierba triste y ya sin amor.
Con ademanes propios del fin del siglo XIX
“Es inconcebible -cuchichearon las altas damas cariadas
La más bella prostituta sucumbir de amor”.
Talhulhah Ricketts murió el 20 de abril
De 1953, a los 34 años de edad.
Su sombra de eterna dudosa muchacha
Es más alta que ella misma,
Una humilde paloma en celo
De cuclillas, llorando exfoliada en medio de la lluvia, los tambores
y el otoño.
Cobardía
No sé, francamente, qué hacer con esta obstinada cobardía.
Cuando a veces creo haberme despojado de ella
arrojándola contra las rocas, en la noche
siento que yo no soy y voy en búsqueda
de su dulce y perversa compañía.
Por eso no es raro encontrarme en los acantilados
hablando solitario con las piedras
en busca de objetos perdidos
o de rosas que el destino hace tiempo despojó de memoria.
Ustedes seguramente creen que estoy loco. No, no,
soy simplemente un hombre que no acepta
la realidad terrible del desamor
Newborg
Muchas veces pienso que aquella era la ciudad más pálida que ya conocí.
Localizada en las afueras del mundo, con un viento y un sentimiento
extraño que deterioraba las rosas petrificadas o los párpados de sus
calles. Parado en una estación solitaria yo buscaba una muchacha, de
esas que no resisten la tristeza de los viajeros, apenas para ofrecerle
mi corazón y mi piel. Sé que ustedes pensarán que estoy mintiendo,
pues mientras la besaba y le apretaba uno de los pezones le pregunté
su nombre. Ella me respondió: “cualquier nombre me es igual, pero
puedes llamarme o fingir que me llamo Greta Garbo”. Fue como si
una flauta reseca se quebrara en mis manos y las ocultas fuerzas de los
elementos nos dejaran podridos de exilio con una flecha atravesada
en la memoria llorando por nuestros pecados junto a la hierba. Bajo
la tarde la ceniza de su voz era una irresistible soledad. Y vi tantos
tatuajes sobre su cuerpo que tuve vergüenza de estar desnudo y ser
cremado por él. Nunca más volví a verla. ¿Qué cosa me recuerda
ahora la muchedumbre que encontré en sus ojos? Bello cuerpo de
lluvia donde los pájaros fornicaban bajo un sol de primavera, ¿quién te
bautizó con ese nombre de guerra?
Oda a mis enemigos
Vivo siempre en sobresaltos, me acusan a diario
de ser un avezado ladrón de gallinas, de excéntrico,
de restallar, de crujir como un mero lobo disfrazado de oveja
para seducir a las inocentes novicias de cabellos negros.
Peor aún, andan diciendo que soy un tipejo radiactivo,
lleno de vientos, huracán
de lascivia corrompido por el trago, la cutra y la modorra,
que no tengo noria ni rumbo, en otras palabras,
que soy más barato que alpargata de argentino. Pura bamba.
Algunas veces ya me asociaron al narcotráfico
o hablan que vendo armas para las FARC y Sendero Luminoso,
que soy un eminente peligro andando, un tremendo tramposo
y cuando muera seré enterrado en un ataúd de lata.
Pura envidia, a mis enemigos fulleros no les gusta
que yo sea un luchador social con una concepción política del mundo,
un poeta que vive en el aire y en las gracias de las muchachas.
Enojados como hienas odian mi esplendor. Y les jode, sobre todo,
mi desprecio.
De un segundo encuentro con Cortázar
El altivo sol bonaerense apartaba de la fila a los perros de los latosos
generales sarnosos en plena Av. Corrientes.
Y altas mujeres, altas y elásticas abanicaban mi recio corazón peruano
desde antiguas ventanas gastadas por la felicidad. Y el negro cuervo
que llevaba al hombro como una bandolera voló, voló como alguien
que a toda prisa se va para las Antillas.
Alguien me llamó “cabecita negra”
provocando las carcajadas de unos pelotudos mostaceros y sus comparsas
que se prostituían en las inmediaciones del Museo de Ciencias Naturales,
que, mientras tanto, eran deleznables gusanos por sus actos
como todos aquellos estúpidos identificados con la triple A.
El sol brillaba feroz en su identidad en los ojos azules de Cortázar
y poseídos por el espíritu escolástico de las rosas castas de Buenos Aires
contrastamos con los que transforman en un himno a la dictadura
solidificando la voz sinuosa de los malditos y vulgares asesinos.
Frente a la Casa Rosada singlamos las hojas secas barridas
por el viento
y habló de la poesía de Jorge Pimentel con la ternura azul
de los patriarcas cuando elogian a un hijo mayor y solemne: “Balada
para un caballo
es una música tocada por aedas verdaderos, tornándose un clásico”.
“Pero otros
fueron mis caminos”-él dijo- cuando también recordó
la ardiente y generosa imagen del Comandante Guevara
destripado, ametrallado y liquidado cobardemente en el culo del mundo,
La Higuera.
Las hélices amarillas de nuestros zapatos averiados
pero transparentes
explosionaron las plantas de nuestros pétreos pies y entramos en un bar
cualquiera para beber agua mineral como dos lagartos soñolientos
pensando en algún antiguo amor que nos aguaitaba
desde otros torreones, desde otros mares,
devorados que fueron como peces fritos por nuestra conversación
mientras reposábamos sobre la barriga de felpa de la tarde
y sus rayos de diamante.
Entre una taza de café y otra
yo sentía las manos largas de Julio Cortázar
abrazarse a mi corazón como cuando un muchacho se abraza
a la vida en medio de la oscuridad y al lado tiene a un hermano.
Si alguna cosa me impresionó aquella tarde
no fueron los recuerdos de los soldaditos de plomo
y sus ostentosos
aparatos de intimidación deambulando en la memoria,
sino la certeza de que éramos dos veces hermanos, desde siempre,
y que amábamos ciudades bellas y la poesía de Vallejo, Ernesto
Cardenal y Saint John Perse, diáfanos batiendo con su luz enorme
y azul
en la soberbia del dolor de nuestro corazón. Y la justicia de los
hombres
a pesar de los hombres para intentar transformar el mundo, los abrojos.
Al atardecer entró en una barbería
para cortarse el cabello y arreglarse las uñas. Cortázar miraba divisando
lánguidamente un bandada de palomas listas que ora se dirigían al norte,
ora mudaban de rumbo para el frígido sur;
y escuálidos rinocerontes que calentaban con sus bríos nuestros pies
nos abandonaban con bastante melancolía para ir a alegrarse
en un concierto de rock en Bruselas.
Y nos despedimos como se despiden dos hogueras
observando una salva de abrazos en el estertor de la guerra sucia
o como se despiden dos leopardos sangrando por la patria americana,
pero vivos,
pretendiendo un paraje silvestre y apacible donde beber agua y sanar
nuestras heridas y continuar amando la vida.
En mis aposentos del hotel Central Argentino, los rieles mohosos y
Carla, la de Viedma, me esperaban con la efigie de un Cupido malevo
y de cara lavada, esta vez para oír la ferocidad de mi canto debajo
de las marquesinas
y la tibia lluvia en la búsqueda de la belleza que no es de competición
sino el combate del poeta contra sí mismo.
Del primer encuentro apenas sus ojos azules
y la fraternidad + Charo Arroyo + los jóvenes poetas del 70
en la ciudad de Lima de Salazar Bondy y Martín Adán abandonados
por Las Parcas
y las frondosas letras de un poeta zambo, pobre pero lúcido:
Enrique Verástegui, cantor
de la dialéctica y los campanazos acribillados de una ciudad
sin Dios ni nadie.
Nuevamente el cuervo volvió a posarse en mi hombro. Y esta vez sí
graznó:
///////————-///////————-////////——–////////////
*(Iquitos-Perú, 1943 – Porto Alegre-Brasil, 2007). Poeta. Residió en Brasil desde 1978 hasta su fallecimiento. Estudió Educación en la Universidad Nacional Federico Villarreal (Perú) y La Cantuta (Perú), con especialidad en cooperativismo, lo que le sirvió para trabajar en ese campo en Perú y Brasil. Fue amigo cercano de varios miembros del movimiento Hora Zero (Perú). Publicó en vida en poesía Poemas de entrecasa (1969) y Trapos líricos (2018), este último poemario póstumo editado, seleccionado y traducido por Tulio Mora.