Por José Aníbal Campos
Crédito de la foto (izq.) fotografía de Hermann Burger /
(der.) Portada del libro de Burger sobre Paul Celan
Palabras: Hermann Burger lee a Paul Celan
Palabras
Palabras,
fichas en el tablero,
fijables a cada figura,
negro blanco negro,
fijables a la fuga y a la reja,
al recuadro y al sonido.
Mas ¿qué palabra evoca
la danza de sombras en la pared,
aviva el haz de llamas en el ojo?
¿Qué palabra suscita
la sucesión de tonos plateados
en el jardín bajo el agua?
Palabras,
piedras en la mano
para arrojar al agua, a la sombra y la llama.
Un gris reverbera, sonrientes
se expanden caléndulas y ojos
en la reja de mis palabras,
negro blanco sobre fondo de mudez.
Worte
Worte,
Steine im Brett,
fügbar zu jeder Figur,
schwarz weiß schwarz,
fügbar zu Fuge und Gitter,
zu Muster und Klang.
Welches Wort aber beschwört
den Schattentanz an der Wand,
schürt das Flammenbündel im Aug,
und welches Wort läßt die
Silbertonreihe erklingen
im Unterwassergarten?
Worte,
Steine in der Hand,
Wasser zu treffen, Schatten und Flamme.
Graues zuckt auf, lächelnd
weiten sich Ringelblumen und Augen
im Gitter meiner Worte,
schwarz weiß auf Schweigegrund.
Debo al germanista alemán Andreas Lampert un conocimiento más profundo de la obra (insólita y todavía por descubrir en castellano) del suizo Hermann Burger (1942-1989). Cuando lo conocí hará unos 5 años tenía, en borrador, una traducción al español de su libro tal vez más insólito: el Tractatus logico-suicidalis[1]. Gracias a ello le debo también el contacto con un autor que fue un profundo y asiduo lector de la obra de Paul Celan.
Burger se doctoró en 1974 con una tesis titulada Paul Celan: en busca de la lengua perdida, un ensayo en el que plantea la escritura del poeta rumano como un intento (condenado al fracaso, según Burger) de rozar lo indecible con los propios medios del lenguaje. En una carta conservada en su papelería póstuma, el propio Burger expresa la pertinencia de integrar su ensayo sobre el poeta de la Bucovina en el devenir de su escritura: «En ese trabajo puede leerse mucho de lo que va a cobrar forma con claridad en la novela que estoy escribiendo ahora mismo, aunque obviamente en otro estado de agregación». Aquí el autor suizo hace referencia a lo que sería su primera novela, Schilten, la cual vendría a poner patas arriba el entonces legañoso mundillo de la literatura del país helvético y cuya escritura coincidió en parte con la redacción de su tesis doctoral.
El protagonista de Schilten, un maestro de escuela llamado Peter Stirner, está obsesionado con la idea de cambiar de forma radical todo el programa de enseñanza, pero sobre todo de dos materias fundamentales: el aprendizaje de la lengua y las clases sobre historia local. Para lo primero, ha creado un ejercicio que llama «desnombrar» (entnamsen). El método, según el maestro, es el siguiente: «Deletreamos las palabras en voz alta una y otra vez hasta que pierdan su sentido. Decimos cien veces “f-u-e-n-t-e” y luego nos preguntamos: “¿Por qué no `fuento´?” Sólo cuando hemos comprendido que la relación entre el signo y lo designado es absolutamente arbitraria, discrecional, se puede expresar absolutamente cualquier cosa con las palabras. Llamamos a este ejercicio “desnombrar”. Desnombrarlo todo para luego renombrarlo, eso es educación para la lengua».
Aparte de esta idea que parece evocar los postulados de un Ernst Jandl, la otra obsesión de Stirner es la muerte. De ahí que, aprovechando que la escuela se halla situada justo enfrente del cementerio del pueblo, sustituya las clases de Historia regional (Heimatkunde) por una especie de «muertología» (Todeskunde) y «necropoliología», a partir de la observación minuciosa de los movimientos en el cementerio vecino, el estudio de sus lápidas y la relación con el sepulturero.
La muerte, el hablar de la muerte es en Schilten parte de ese entrenamiento en decir lo indecible. Si ella, la muerte, es lo está más allá de todo lo que puede ser dicho, si —como plantea un ensayo sobre la novela— todo hablar sobre la muerte gira en torno a meras metáforas, entonces ella misma —en tanto palabra— sólo sería una de esas metáforas. En una de las versiones del libro de Burger se nos dice: «¿De qué hablamos entonces cuando nos vemos obligados a reconocer que los muertos no quieren sostener un diálogo con nosotros y que jamás aprenderemos, ni siquiera en nuestra escritura, la lengua de los difuntos?»
El poema que presentamos a continuación, «Palabras» [Worte], se publicó en 1967 en el libro con el que debutó Hermann Burger, Señales de humo [Rauchsignale], del que pronto presentaremos una breve selección en exclusiva para los lectores de Vallejo & Co. El lector atento descubrirá de inmediato las referencias a Celan no sólo en cierto nivel lexical (rejas, sombra, ojo, mudez, agua). El texto de Burger parece paradigmático también en lo relativo a sus reflexiones sobre la obra del rumano, el incansable pulso del poeta con la «decibilidad» y la «nombrabilidad» de lo real.
Partiendo de una estática naturaleza muerta con tablero de ajedrez [en un uso ambi-valente y casi ambi-diestro del vocablo Steine, que significa tanto ficha de juego como piedra], la indagación por la palabra evocadora nos lleva a la imagen en movimiento de una escena líquida [los ecos de Ondina y de Ingeborg Bachmann, otra de las lecturas favoritas de Burger por esos años] en la que las palabras pulcramente ordenadas por decreto en el tablero se han transformado en armas arrojadizas, piedras que se lanzan al agua, a las sombras, en un intento por provocar al menos un par de reverberaciones. Algo se expande, en efecto, algo entra en movimiento, se avivan los matices del gris, pero todo queda atrapado en el patrón blanco-negro de la reja (¿del estático tablero?), todo sigue flotando sobre un enrejado fondo de mudez.
Como Celan en los últimos años de su vida, Hermann Burger pasó buena parte de la suya en psiquiátricos. Como Celan, también se suicidó. La puesta en escena de su acto suicida, sin embargo, prefigurada ya en varios de sus personajes, es de una radicalidad, a mi juicio, mucho mayor. Si a uno el suicidio (un desesperado acto —si se quiere— de fracaso) lo lanzó casi de inmediato a un estrellato no buscado, pero muy bien orquestado post mortem por las aves carroñeras que giran sobre los cadáveres como danza previa al ritual definitivo de los martirologios, en el caso del suizo lo que aún oímos es la carcajada grotesca del payaso, de la que nos ha hecho blanco receptor a todos nosotros. Su suicidio era el único acto consecuente de un extravagante acróbata de riesgo en la cuerda floja entre la vida y la muerte. Después de haberse burlado tantas veces de sus lectores en sus obras, poniendo en escena los falsos suicidios de sus personajes, el último acto de Hermann Burger fue pactar, para que se inaugurara el día de su sepelio, una exposición de fotografías sobre su figura en las situaciones más extravagantes de una vida no precisamente pobre en extra-vagancias. De ahí tal vez que los mundillos literarios, tan dados a la hagiografía, lo hayan ignorado: ni una línea suya, ni un solo acto en vida lo cualifican como imagen de altar.
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[1] Véase Hermann Burger, Tractatus logico-suicidalis. Matarse uno mismo (traducción, epílogo y notas de Andreas Lampert), Valencia, Pre-Textos 2017. Véanse, además, dos notables críticas; aquí: https://elvuelodelalechuza.com/2018/01/09/apologia-de-la-muerte-voluntaria-hermann-burger-y-el-tractatus-logico-suicidalis/ y aquí: https://librosnocturnidadyalevosia.com/7961/. Otra reseña de Carlos Darío Romero apareció en: Agora: Papeles de filosofía, ISSN 0211-6642, Vol. 39, Nº 1, 2020, págs. 221-223.
Colaboré con Andreas Lampert en la revisión de la versión al castellano de esta obra fundamental de H. Burger. Circunstancias ajenas al excelente y complementario proceso de revisión, pero que pudieron posponer o cancelar la publicación de este magnífico libro, me hicieron renunciar al generoso ofrecimiento de Lampert de aparecer como cotraductor de la obra.