Por Carlos López Degregori*
Crédito de la foto (izq.) Ed. Animal de Invierno /
(der.) Anthony Niño de Guzmán –
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2 textos de A mano umbría (2019),
de Carlos López Degregori
La hora invisible
Mujer leyendo una carta junto a la ventana abierta es una máquina del tiempo. Vermeer representó con sus pinceles tres instantes que son las coordenadas de una prisión. Está el rostro que lee de perfil y vibra en un luminoso presente con las mismas facciones repetidas en el reflejo de los cristales. Las palabras que nunca conoceremos de la carta relatan lo que ya pasó. Quedan los colores lujuriosos de los duraznos y las manzanas, el cuello tenso que sobrecoge, los ojos entrecerrados de la mujer que arañan y humedecen las pestañas, los pliegues abultados de la cortina. Ellos ocultan lo que vendrá, insinúan en los contornos de la tela la carne ansiosa y la respiración. Son un reloj detenido que señala, con su contrapunto de poleas, rubíes y resortes renuentes a la exactitud, el tiempo impreciso del deseo.
Mi padre nunca supo de Vermeer. Mi padre era ciego para la pintura y cuando me obsequió su reloj casi no hablaba. Recuerdo que esa tarde solo acarició el estuche con dignidad, contempló por última vez la dirección temblorosa de las agujas y me lo entregó como si se tratara de la ofrenda de una tierra indebida. Yo no lo usaba para que el mecanismo cumpliera su verdadera finalidad. El reloj maduraba en el cajón que lo aprisionaba. Acumulaba en la cuerda que no recibía cantidades proporcionales de ansiedad y ardicia. Una mañana alguien entró con engaños en mi casa y el reloj desapareció. El ladrón que me lo arrebató no sabía lo que acababa de robar. Se llevó el deseo inmóvil, feroz y brillante en su insaciabilidad como un peso vivo en la caja.
Estoy seguro de que eso quería legarme mi padre cuando me entregó su reloj. Te lo doy para que te lo roben. Eso lo preservará en su naturaleza. De ahora en adelante, marcará para ti una hora invisible que ya nunca podrás consultar. Y esa es la hora del deseo. A veces imagino al nuevo propietario siguiendo absorto las agujas enloquecidas sin entender el tiempo que miden: se lleva continuamente la máquina al oído y trata de escuchar algún sonido.
El reloj que me obsequió mi padre y el cuadro de Vermeer se parecen. Ambos encierran ese resplandor anhelado, pero incomprobable. Es como si salieras de tu habitación y te despidieras de las cosas que dejas en su interior. ¿Te has preguntado qué pasa con ellas? Tal vez te observan como nadie te ve o ríen o permanecen asustadas agitando su incierta vida en el espacio que lentamente se vacía. O es como el instante detenido en la mirada de la mujer que devora las palabras de la carta. No sabemos qué dicen, pero están en la superficie dolorosa del papel y en ellas está contenida una inminencia que decidirá el resto de nuestra vida. El reloj ciego, las figuras de Vermeer, la habitación son máquinas del tiempo. Unos latidos deseantes y deseados.
Por eso me extravié en ese cuadro. Yo sobrevivo de alguna manera allí. Cuando se llevaron el reloj me quedé inmóvil en las cortinas de la habitación sin poder salir. Desde allí presiento la respiración de la mujer como un animal apremiante que busca mis ojos.
Febrero, 2010
Rito de claridad
Para escribir este texto necesito beber con el cuerpo ligero y la frente límpida. Y arder. Tengo que hacerlo mientras me interno en esa franja de productiva ebriedad. Mi padre me observa desde una fotografía tomada en 1949, cuando aún faltaban tres años para mi nacimiento. Yo te anticipo, parece decirme, te tiendo falsos puentes, porque tú te parecerás a mí.
En 1983 el tiempo nos había reunido en una juventud que nunca fue ardorosa. Yo ansiaba cumplir mis conversiones y apartarme de la imagen precursora. 1949 – 1983. Dos fotografías que se enfrentan como si se tratara de dos imanes enemigos. El primer rostro muestra una incomodidad; el otro, una ironía. Los ojos duros de alguno de los dos tratan de reparar un error o una pérdida. Pero nadie puede asegurar quién predestina a quién: si es el padre que sueña continuarse en el hijo o es el hijo que elude una dolorosa filiación.
Carlos Alberto, el padre, se incorpora, abandona el recuadro que lo fija y dibuja, con el pulgar humedecido y un poco de jabón, un signo en la frente de Carlos Alberto, el hijo, apresado en el otro rectángulo. Un doble cono de luz sale de nuestras cabezas e ilumina una fila en la que aguardo con mis hermanos el rito de la claridad. Yo ocupo el primer lugar porque soy el mayor. Mi padre toma una escobilla y la pasa veinte veces por cada lado de la frente enjabonada. Es para que no se calce la frente, me dice, e inicia su tarea como si fuera un campanero o un cirujano.
Nunca protesté. Soportaba resignado el camino de las cerdas porque la inacción estaba en mi naturaleza. Entonces empezaba a contar en silencio para defenderme. Veinte resoluciones para no ser como mi padre. Veinte pasadizos intrincados y en uno de ellos una navaja. Veinte senderos en un bosque para el extravío. Veinte escalones para empujarnos. Veinte almohadas en las que reposaran nuestras cabezas antes de arder.
En 1983 quise reconciliarme con la desemejanza, aunque ya era muy tarde. La visión nítida conforta y desperté una mañana penetrado de él. Nuestras facciones se habían distanciado, pero nuestros espíritus se superponían en un único acorde. Sonábamos al unísono. Ambos nos dejábamos llevar por la fricción de la escobilla. Su trayecto pendular y rutinario nos protegía; nos ocultaba en un paisaje de luces tenues, en el hermetismo disfrazado de discreción, en las abstenciones.
Ahora sé que mi padre fue el vencedor. Mi frente nunca llegó a calzarse y alcanzó esa rotunda limpieza que imaginaba para mí. Soy como él. Heredé su falsa paciencia, su miedo, su inmovilidad, su deshablar.
Cuando murió en 1997, recordé a los pies de su cama la escobilla. Escuché el sonido que producía como si se tratara de una música filial y seca. Volvió a crecer la irritación de la piel enrojecida y sentí que era el estremecimiento exacto para un poema que recoge sus días finales. En él arden unas tan frágiles estrellas y acuden a apagarse en un vaso que acerco a mis labios. El líquido ámbar hierve. Un doble cono de luz se forma en el cristal. Eso quiero creer. Y yo bebo con el cuerpo ligero y la frente límpida, sin detenerme, hasta caer inconsciente.
Abril, 2014
*(Lima-Perú, 1952). Poeta y ensayista. Se desempeña como docente en la Universidad de Lima (Perú). Ha publicado en poesía Las conversiones (1983), Cielo forzado (1988), El amor rudimentario (1990), Aquí descansa nadie (1998), Retratos de un caído resplandor (2002), Una mesa en la espesura del bosque (2010), La espalda es frontera (2016), entre otros. Sus poemarios son los capítulos de un único libro titulado Lejos de todas partes 1978 – 2018, escrito a lo largo de cuarenta años y publicado a finales del 2018. A la vez, ha publicado en poesía las antologías de su obra Campo de estacas (Colombia, 2014), Herida de mi herida (Chile, 2015) y 99 púas (España, 2017). Su último libro es A mano umbría, un volumen de límites borrosos que reúne memoria, testimonios, poemas en prosa, componentes de ficción y ensayos.