Vallejo & Co. se complace en presentar, como adelanto y en primicia, el primer capítulo de la novela El pabellón de los aviones (inédita), de Cecilia Podestá, de próxima aparición.
Por Cecilia Podestá*
Crédito de la foto www.zona-militar.com
1er capítulo de la novela El pabellón de los aviones (inédito),
de Cecilia Podestá
I
Pabellón para aviones dormidos
1
El cuerpo espera frío sobre suelo frío y bajo la mesa pobre de quienes rodearon el hambre junto a él. Entre las cuatro patas de esa mesa el vuelo de la mosca desciende. Se planta a recoger sangre cada vez más fría y vencida por los años. Las alas quedan quietas y el maldito animal zumba embotado. Cuando se posa sobre la boca muerta y entreabierta del hombre, el niño a su lado descubre su sentencia: Te condeno, hijo, a amar del lado de los bastardos. Te condeno a amar con soledad. Entonces, desolado y bajo la mesa, el niño escucha cómo la muerte habla con tristeza de él como un único bastardo pegado a una mosca en su memoria. Las alas empiezan a batir la náusea. Sus brazos pequeños apenas rodean el cuerpo inerte del padre.
Javier despierta con un grito seco e interrumpe el vuelo, la soledad y el zumbido para buscar luz tenue entre los pechos grandes de la chica que lo ama y duerme a su lado veinte años después de que su padre muriera frente a él. Recuerda el sonido agudo de una cuchara al caer. Cuando toca a la chica que apenas despierta piensa en ella como el monstruo dormido y culpable que arrastra los cuerpos de mutilados de la ciudad en la que nació e intenta imaginar el ruido feroz de su infancia.
– Tu padre es otra cuchara vacía que cae de la mesa y nos despierta. Mi padre cae del cuerpo del que se llevaron en la madrugada. El alicate sobre el suelo ha cumplido su trabajo. Cuando termina, el hombre tiene menos dientes y un trapo en el ano introducido con violencia. Veo a mi padre limpiar el delgado alicate sin asco, casi como si secara cubiertos.
La luz de la lámpara los va desapareciendo a todos. Desaparece el padre de ella, el padre de él, también los locos indigentes y sus sonrisas desdentadas. Javier vuelve a dormir para escucharla.
– ¿Cuándo vas a llevarme a ese hospital que prestaba pabellones abandonados y destruidos por la sal para que vivan ahí sus médicos junto a sus esposas e hijos y para que todos se confundan entre las ventanas, balcones apolillados y bancas de cemento roto?
No toques mi cara balbucea él, esperando que ella no despierte, que no quiera quedarse, que no quiera escucharlo hablar sobre el pabellón que imitaba una casa para que exista entre sus paredes la risa del médico, tomado por santo por sus pacientes, que lo espiaban por las ventanas intuyendo amor, desgracia e infancia sobre el pasto seco de los jardines del hospital.
– Es tarde. Logré como ellos intuir tu niñez y te veo entre todos esos pabellones con las manos al cielo, pequeño, jugando feliz entre los pacientes abandonados que adoraban a tu padre y sueño que voy entre ellos, que soy uno de ellos, moviéndome lento, muy lento dentro de una bata sucia, caminando hacia tu casa, al más importante de todos los pabellones, al galeón encallado en los jardines que presta el Estado a quienes no son capaces ni de recordar su nombre, solo locos sucios que extraen de la calle. Pero cuando llego, ellos gritan que él ha muerto. ¡Ha muerto el médico! ¡Ha muerto el médico! Y empiezan los llantos, las piedras contra las ventanas, la risa, las campanas y las manos sucias queriendo rodear a su santo y yo entre ellos queriendo rodear al hijo del santo, veinte años después de su ausencia y de que casi no quede nada de ambos. Vamos a desaparecer, Javier, del más infeliz de los lugares y bajo la luz de un foco de 50 watts. Mi boca traga y relame pastillas deshechas en la baba, se pega con los labios secos a la pared húmeda y te susurra tu propia cabeza. En ella vivimos los dos. En mi cabeza sobrevivimos los dos. Solo nos queda hablar de ellos y respirar sobre todos los cuerpos que los rodearon y nos rodean ahora mientras intentamos sobrevivir a la ausencia o al otro.
2
Tres golpes agudos contra el piso describen la caída de una cuchara, un golpe seco contra el suelo al alicate del torturador. Mi padre lo busca. Busca su alicate dentro de la casa en la que desayunamos por última vez, pero después de atravesar el corredor, aparece a los pies de la cama en la que duermo. Y nos ve a Javier y a mí, dormidos, desnudos, casi no reconoce mi cabeza recostada sobre el chico que no es capaz de notar su presencia. Pateo y alejo su mano, me encojo. “¿Dónde está Tovalino?” me pregunta. Yo hundo más la cabeza en el pecho de Javier. “¡Hace rato que he pedido que me traigan a Tovalino y ahora lo tengo que buscar yo, carajo!”. Desaparece resistiendo a su sombra contra la pared, preguntando dónde está su detenido. Pensaba que no le estaba permitido acercarse, que los muros crecían aquí tan alto como los árboles del hospital y le impedían la entrada o que las pastillas podían desaparecer a mi padre por lo menos cuando duermo. Ya no estamos solos, sino solo escondidos. Se fue porque no me reconoció. Cierro el ojo que quedaba abierto y vuelvo a dormir sobreviviendo a mi apellido. Aun así, padre e hija se pudren bajo el mismo nombre y apoyan la cabeza sobre sus desgracias. El sueño de mi padre además se apoya mal sobre una almohada que le dio el Estado. No es posible que pueda arrastrarse hacia mí una vez más o que pueda salir para explotar mi cuerpo sobre el de Javier y desaparecernos como a dos estudiantes más.
Otra persona viene a rebuscar entre las sábanas que me cubren. Sabe quien soy. Sabe que Javier no va a despertar. Se sienta a los pies de la cama, casi es incapaz de girar su perfil a pesar de que está aquí solo para repetirme “Me ahogaban. Metían mi cabeza en un tanque oxidado y me daban puñetes en la espalda. Después… corriente en los testículos, en la cara, en el ano, en la cabeza. El dolor… no se puede describir. Te vuelve loco, te quieres morir, es lo único que piensa tu cabeza, pero ellos lo hacen imposible. No te dejan. Sale sangre, baba, pus, sale mierda”. Tiembla. Dice que no aguantó el interrogatorio. Defecó sin poder responder a nada, desnudo sobre una silla en la que se derramaban los líquidos fecales de su cuerpo y materia mínima de quien lleva días sin comer. Limpiaron lo que cayó de él con su propia camisa, la redujeron y se la introdujeron en el ano. El hombre rogó que lo maten, pero ellos solo rieron con las manos sucias. (Testimonio de Carlos Paucar Tovalino. 24 379 visitas en YouTube).
Carlos Paucar recuerda a mi padre, repite su apellido, lo acusa y ubica su detención en los años en los que fuimos felices cerca del aeropuerto, cuando vivimos en ese edificio del que se podían ver las panzas de los aviones durante el despegue.
24 380 visitas. 24 381 visitas. 24 382 visitas. 24 383 visitas. 24 384 visitas. 24 385 visitas en YouTube. Sale sangre, baba, pus, sale mierda, me vuele a decir mientras busca algo sobre la cama. Es su camisa, la recupera y Tovalino se la pone lentamente, la abotona con delicadeza para después salir con pasos muy cortos alejándose de la cama, de la casa, de los corredores, de su celda, de la ciudad, de mí, de lo que quedó del hombre que lo destruyó. Cuando nos vemos a los ojos quedamos convertidos en una punzada indescriptible. Pero él puede irse, Javier puede irse. Todos pudieron alejarse. Yo no.
3
Esa ciudad sabe aguantar el hambre y es deforme, la habitan solamente hombres que ya han deformado todo lo que han tocado. En esa ciudad que solo puede errar hacia sus vestigios, mi padre cree sentir mis manos pequeñas, pero despierta, bosteza y reconoce su celda de 3 x 2. No está en Ayacucho, sino en Lima. Se sacude los insectos con los que comparte un colchón delgado, se rasca y recuerda mis ojos iguales a los suyos, mi peso frágil sobre sus brazos, los juegos inventados, el timón de la camioneta descascarada que me dejaba manejar cuando me sentaba sobre sus piernas para oler mi cabello como un instante puro o para perdonarse. Yo abrazaba el timón. Mis piernas no llegaban a los pedales e íbamos juntos por la carretera como un llanto feliz.
¡Me dejabas conducir hasta la entrada del edificio para que al llegar todos los niños me vieran! Nos seguían y me celebraban sobre la gran máquina, sobre la carcajada, sobre tu voz diciendo: “Hija, izquierda, derecha, derecho he dicho, despacio, a la izquierda”. Yo no las diferenciaba. Ni siquiera ahora puedo hacerlo. “¡Hay que atropellarlos!”, gritaba, y mi panza tan chiquita y tan redonda era estrujada junto a la carcajada. Mi madre nos miraba desde la ventana sabiendo que era entre nosotros un militar relegado. Las sombras de su cara borraban sus delicadas facciones y su belleza. Nuestras sombras caían sobre ella que era tan pequeña y para hacerla aún más pequeña. Yo era feliz a pesar de intuir que nos íbamos a quedar sin nada. Pero lo ignoraba, padre, porque eras hermoso como el cielo que nos cubría y fiero sobre la tierra en la que devorabas animales, mujeres y las crías que parían para ti. Yo no era una cría, yo era tu hija, a imagen y semejanza. Y tú eras tan fuerte, inmenso…
– ¡Cállate! ¡Fuera! ¡Desaparece! ¡Llévensela!
– ¡Cállate oé reconcha de tu madre, loco de mierda! ¡Deja dormir! Todas las noches lo mismo. ¿A quién se van a llevar? ¡A ti! Después de que te saque la concha de tu madre ¡Cállate y duerme! Si no, te reviento apenas nos saquen al patio.
Entonces mi padre aprieta mi cuello tan frágil, tan falso, deshaciéndose del último animal que le rasgó la piel y reventó entre las uñas. Vuelve a cubrirse con su frazada inmunda, bosteza, se sacude de las imágenes que ya no necesita y duerme bajo su cielo de 3 x 2, entre barrotes oxidados.
T o d a s l a s m á q u i n a s h a n m u e r t o
4
Esta es la casa vacía que me esperaba. Hay aquí una muerte que me aguarda sentada y no para matarme, sino para volver a peinarme mientras recibo lo que me heredaron. Esta es la celda vacía cerca del aeropuerto de Ayacucho. En esta mesa mi madre se sentaba a escuchar el sonido de los aviones, cogiéndose la cara sin poder sostener nada.
Ahora lo sé. El sonido de los aviones ahogaba el llanto de los hombres. Mi risa y la de mi padre son el eco insoportable de mi infancia en la cabeza de mi madre. Y al llegar a esa casa mi padre lavaba el excremento humano que ya no existía entre sus dedos, una y otra vez antes de abrazarme, después de que yo corriera tras él. E íbamos juntos por la calle, yo sin tocar el suelo porque iba en sus brazos, embelesada, colocando mis manos sobre su cabeza coronándolo como lo más importante. Él guardaba mi risa expulsada a la altura de su cabeza, y observaba mis dientes pequeños, mis facciones idénticas a las suyas. A nuestro lado, mi madre era incómoda, bella y perfecta, inútil, imitando su paso, expulsada, pero fingiendo pertenecer a nuestra ceremonia.
***
Mi padre levanta la camisa de su víctima, se ensucia las manos y ríe. Siente la arcada, la fetidez, insulta, amenaza y suelta la carcajada como a un animal que sale jadeante de su boca, recién parido, húmedo, quebrado y violento como su baba. Se le cayó el alicate al lado a un diente ajeno, amarillo y solo un poco más grande que las pastillas para los ataques de pánico. Él era torpe, recuerdo. Torpe con las cosas entre sus manos. Llaves, una taza, la cabeza de la muchacha que parió una hija para él con la que pudo ensayar vínculos tiernos, pero difíciles de entender para un juez que lo observa y después regresa a las fotografías de su expediente.
***
El hombre de la camisa, el dirigente, y después el exiliado, intenta respirar para descansar de su último grito. Rivera Trujillo, tantas y tan pobres veces mi padre, le ha dado una pausa mientras recoge el alicate con el que le reventó el pezón.
Veinte años después, aún cae el mismo y maldito alicate oxidado descrito con precisión en los expedientes publicados por el juzgado. Cae una y otra vez con la misma torpeza que extraño cuando Rivera Trujillo me peinaba con dedicación e inventaba nombres posibles para los animales que me regalaba colocando cintas alrededor de sus cuellos Un conejo, un perro, gallos. Ahora solo soy un adulto abandonado por ellos: los animales que se criaron en mi cuerpo, padre y madre: la enfermedad.
Bajo la luz de un foco de 50 watts podía reconocer el tacto dudoso de Javier sobre la bestia dormida y poseída, la imposible bastarda del asesino más grande del Perú. Yo, maldecida como la imposible bastarda del asesino más grande del Perú.
(Solo era una chiquilla temblorosa hablando de los aviones de su infancia después del sexo con un chico brumoso, que dejaba que me recostara sobre su hombro como la pieza cruel e inacabada de mi padre).
5
Quería rechazarte, Cé, pero sabía que estábamos sobreviviendo al hablar de ellos. Y eras tan brusca, tan perfecta para hacerte daño, para destruirte. Cuando sonreías eras tierna y detestable. No podía dejar de escuchar todo lo que me contabas. Y después me di cuenta de que yo tampoco podía dejar de contarte mis cosas, sobre el hospital, sobre los locos que espiaban mi casa desde las ventanas. Te abrazabas a mí como si pudiéramos señalar locos, el cielo, o los jardines del hospital. Querías pertenecer a mi miseria, para sobrevivir. Estaba en el temblor de tu lengua, en la justa descripción del sonido de las cosas al caer. Escribir para sobrevivir a tu padre, a tu madre, al placer después del pánico. Pronto lo escribirías todo y yo me quedaría sin nada. Ni siquiera te preocupabas por ocultarlo. Ibas a llevarte el cuerpo de mi padre muriendo bajo la mesa. Yo esperaba de él un dolor aun más intenso que exhumara su cuerpo hacia mis palabras. Quería recuperar los susurros de su consultorio, escribirlos y vivirlos e ir de la mano con él por los pasillos vacíos. Pero tú querías lo mismo. Querías sostenerme dentro de ese hospital que no era tuyo. Estabas obsesionada con mi padre, hacías preguntas todo el tiempo mientras me hablabas del tuyo y yo era incapaz de separarlo de ti. Eras su hija, la hija de un hombre como ese, fascinada y perturbada por su violencia y fascinante para mí. Yo trataba de no pensar en él como un personaje. Escucharte era tenerlo al lado. Quería deshacerme de ti, quería ser un escritor, por eso debía deshacerme de ti, porque tu padre y tu desnudez eran historias fascinantes. Y me desesperaba más que tú, pero no podía permitir que lo vieras. Enfermábamos de ellos. Lo tocábamos en nosotros como síntoma del otro. Te imaginaba en el hospital, paseando, buscándolo, buscándome a mí. Terminarías describiendo cómo descubrí su cadáver bajo la mesa y después dentro de un ataúd a la altura de mi cabeza en una sala modesta llena de gente modesta y de locos tristes y violentos que lloraban y lloraban girando como ruedas, pegados a las paredes como colores expulsados, sudando las pastillas que les recetó mi padre: solo otro cadáver rodeado por su mujer y sus hijos, tan solos, tan pobres y oliendo su mano pulcra en la cabeza infeliz de sus pacientes delirantes.
6
Pudimos haberlos incendiado juntos y salvarnos, Javier. Hacer una hoguera infinita, nuestra, la más grande. Quemar a tu padre y a mi padre. Reducir la foto famosa del torturador —portada del World Press Photo— a una mancha amarilla sobre la mayólica blanca entre la ceniza y papel negro. Pudimos incendiar Lima, nuestros genitales dolorosos, y quedarnos como la ceniza, quietos después de lo más intenso. Ahora solo nos queda esto: el hospital en el que murió tu padre y la misma maldita fotografía en la que reconozco mis facciones más densas en la cara del asesino de Los Cabitos, el más famoso. Son míos. No podrías haber escrito su agonía mejor que yo. Por eso me lo llevo todo, por eso incendio sus cuerpos, mi vigilia, mis actos al lado de los suyos, mi cabeza balbuceando sobre tu pecho. Te resta observar. En mí ardemos los tres: tu padre, el mío y la chica que inventa diálogos para justificar y recuperar los cuerpos de sus hombres cobardes.
7
Llueve sobre la pista de aterrizaje. Llueve sobre mi ombligo. El agua desmorona el pabellón de tu padre y nos expulsa. Tus patas han aterrizado en el último lugar: mi cuerpo dentro de una gran bolsa negra. Las olas fueron más grandes que los muros del hospital. Lo cubrieron todo. Nos escondimos dentro del último de los aviones descascarados y arrastrado apenas por el agua y la fiebre. Nuestras cabezas hierven contra la frente del otro. Hundo mis manos en tu pelo negro, te beso y abro mi cuerpo. Tu boca es ahora el centro de mi cuerpo y mi cuerpo es otro galeón dentro del hospital después de las plegarias mudas de dos chicos recostados y destruidos. Tu cabeza es mía y descansa su vuelo sobre mi pecho.
No toques mi cara, vuelve a decir Javier, y apaga la luz para desaparecer mis ojos fijos sobre sus facciones.
Éramos solo dos chicos que se torturaban y torturaban en nombre del padre. Los cuidábamos como objetos muertos y vigilábamos sus propios objetos muertos (mujeres destruidas, víctimas, pacientes ardiendo en fiebre). Los adorábamos como valiosas desgracias. Y nos darían más que sus huesos o el poco tiempo que pasaron junto a nosotros.
8
La imagen de Ramón Rivera Trujillo es universal. Un canal de televisión la usa de entrada en uno de sus programas políticos. Es el hombre símbolo de todos los torturadores del Perú. Omar Medrano, el hombre que lo fotografió ganó premios y expuso la imagen por el mundo. El rostro fiero de mi padre fue visto en Nueva York, Londres, Madrid, Buenos Aires, Santiago… y siempre al lado se leía Nunca Más.
– Nunca más, ¿me escuchas?
– Nunca más, ¡¿qué?!
– No lo vamos a volver a ver, no vas a nombrarlo siquiera, no vas a preguntar por él.
Y la madre aprieta la mano de su niña, la conduce con cuidado por las escaleras metálicas al avión de AeroPerú hacia sus cómodos asientos. Usa un vestido amarillo lleno de flores muertas que rodean su cintura angosta, tantas veces partida, besada, golpeada. Detrás de ellas, adolescentes militares cuidan el aeropuerto con hambre, con miedo, plantados junto a sus metralletas, soñando con irse en esos mismos aviones y perderse en los mercados de Lima, en las avenidas más sucias, dentro de los micros reventando de gente y atravesando distritos, pampones, haciéndolos crecer y convirtiéndolos en otras ciudades pequeñas y rabiosas.
Yo colocaba mi mano sobre la gran panza redonda, sujetando a mi hermano durante el despegue como a otra flor acomodada pudriéndose sobre su vestido.
El ruido del despegue ahogaba el llanto de mi madre. Dejábamos para siempre una ciudad de muertos siempre recientes, pobreza, asesinos y fosas tan cercanas a los juegos de infancia. El avión guardaba sus patas y ya en vuelo atravesaba los miles de cuerpos que había enterrado, incinerado y mutilado mi padre en los campos cercanos que la Comisión de la Verdad descubriría años después.
– Si alguien te pregunta, deberás decir que murió. Pueden perseguirnos también. ¿Eso es lo que quieres? Date cuenta de quién es tu padre y lo que nos ha hecho.
9
Mi madre es una viuda en Lima, una viuda que se recostó sobre el sudor seco del pecho de su marido y lo rasgó amorosamente; una viuda que olió la mierda de los demás en su cuello y lo besó cerrando los ojos. Lavó su ropa sucia, se estrechó entre sus brazos cansados de cargar cadáveres. Fue la muchacha más tierna al lado del hombre más fiero. Amó, soportó ardorosamente. No preguntó. Y sobrevivió a una ciudad desgraciada, a la hija desobediente, al asesino.
En casa, solo yo guardo los recortes que fui ocultando durante años y reconozco la voz de mi madre cuando lo recuerda y vuelve a amarlo: cínica, frágil y nociva. Entonces me ve a los ojos y me maldice sin decir ni una sola palabra y abraza a mi hermano con la ternura con la que imagina que es hijo de otro.
*(Ayacucho-Perú). Poeta y narradora. Literata por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Perú). En la actualidad, dirige Máquina purísima editores. Obtuvo el Premio Dedo Crítico. Ha publicado en poesía Fotografías escritas (2002 y 2007), La primera anunciación (2006 y 2010), Muro de carne (2007), Desaparecida (2008) y Vía Crucis en Chepén (2010); las obras dramáticas Las mujeres de la caja (2003), La repisa de los juguetes vacíos; y en cuento De cabeza sobre el pasto amarillo (2011) y La orina tibia de tu cuerpo.