Por Mario Pera
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1922, a cien años del famoso Annus Mirabilis
Hace 100 años se publicaron numerosas obras cumbre de la literatura, pintura y cine en el ámbito europeo y latinoamericano. Ahora actualizo una nota que escribí hace 10 años para conmemorar el que debe haber sido el año más productivo para el arte en Occidente el siglo pasado. Recibamos pues, con nuestra mejor sonrisa, la añeja llegada del centenario de 1922, el Annus Mirabilis.
Comenzar un nuevo año no siempre es alentador, al menos para mí, más allá de toda esa retahíla de discursos charlatanes que apelando a una sensibilidad de bagatela nos intentan convencer de que el año que empieza será próspero, que podremos cambiar las circunstancias adversas y convertirlas en favorables o, peor aún, que tendremos doce meses venturosos y llenos de dicha (lo que personalmente considero un artificio), no son sino arcadas de una edulcorada esperanza que cada 31 de diciembre se nos intenta inocular, ¿por qué? Pues supongo que para poder soportar los próximos doce meses que se avecinan. Sin embargo, toda esa perorata es solo una ilusión teñida de amarillo, pues la vida no siempre (es más, casi nunca) es el cuento rosa que se nos pinta desde niños, y si bien tampoco es un valle de lágrimas y de lamentos, es muy cierto que viviremos buenos y malos sucesos cada nuevo año que nos resta por vivir, más habiendo vivido un confinamiento mundial y, hasta ahora, sufriendo los estragos de la Pandemia del Covid en sus múltiples variantes y las varias guerras que siguen sucediendo en el mundo, aunque la más publicitada sea la Ruso-ucraniana.
Es probable que por lo expresado nuevamente me tilden de pesimista, ave de mal agüero, aguafiestas consuetudinario… poco me importa, a decir verdad, me vale un cuerno. Lo que quiero decir, es que el comienzo de un año no me causa sino tan solo una honda incertidumbre respecto a lo que me sucederá en el futuro más inmediato (el lejano por ahora no me interesa), y la certeza de que cada vez me alejo más rápido de una juventud que antes creía perpetua.
Entonces así estamos, llegó el 2022 con todos sus agüeros de desastres y aniquilamiento de nuestra especie, y no queriendo festejar el arribo de otros nuevos doce meses en esas condiciones (tan trágicas para todos), en cambio deseo celebrar un año que si bien no tuve la suerte de vivir, sí la tengo de poder disfrutar de todo aquello que nos legó, y me refiero al año 1922. Celebro, entonces, el magnífico legado que nos dejó el año 1922, hace cien años.
Años atrás conversaba con tres amigos colegas escritores (dos poetas y un narrador) y salió a la luz de la conversación un tema interesante, y es que en aquel momento revisábamos la fecha de algunas ceremonias conmemorativas por el nacimiento de José María Arguedas (1911) y, por lástima, confirmamos que hasta aquel momento no se realizaría ninguna que honrara el natalicio de Emilio Adolfo Westphalen, sucedido el mismo año. No podré negar que ello nos decepcionó, aunque no nos tomara por sorpresa, pues es por todos sabido que los poetas son normalmente los últimos en ser reconocidos por su obra, si es que alguna vez lo son, lo que casi siempre se da de manera póstuma. No obstante, aparte de aquel breve lapso de desánimo, caímos sin querer en la averiguación del año de publicación de algunos libros nacionales, sorprendiéndonos el que tampoco hubiesen ediciones conmemorativas por el centenario de la publicación (1911-2011) de dos obras nacionales muy importantes para nuestra tradición literaria: La ciudad de los tísicos de Abraham Valdelomar[1] y Simbólicas de José María Eguren[2].
Fue en aquel momento que alguno de ellos mencionó el famoso año 1922, un año memorable principalmente en los países angloparlantes por ser la fecha de publicación de varias obras capitales que marcaron una ruptura en la literatura inglesa. Y fue revisando algunas otras fechas de publicación, que nos dimos cuenta de que aquel año también había sido muy significativo para las letras nacionales y otras artes de la cultura occidental. No es frecuente que en un mismo año se publique más de una obra que trascienda y revolucione la esencia de una rama del arte, y el año 1922 fue uno de aquellos escasos años, por lo que con el paso del tiempo y la mejor valoración de aquellas obras se ha considerado al año 1922 como un Annus Mirabilis.
Pero, ¿qué demonios es un Annus Mirabilis?, aquí les va una breve explicación por supuesto obtenida de diversos enlaces wikipedianos (¡Salve Wiki!). La locución latina Annus Mirabilis puede traducirse como Año de las Maravillas, y fue utilizada en un primer momento en el año 1667 por el inglés John Dryden como título de un poema suyo en el que hacía referencia a los trágicos eventos ocurridos en Londres entre los años 1665-1666: la Gran Plaga (se presume que de peste bubónica) que asoló a esa ciudad, las batallas de Lowestoft, de los Cuatro Días y del Día de St. James entre las Armadas inglesa y la holandesa, el Gran Fuego de Londres que arrasó a la vieja ciudad y el desastre económico producto de la mala administración financiera del rey Carlos II.
Dryden no fue irónico al denominar así a este año. Todo lo contrario, el poeta exaltaba el que, pese a las múltiples vicisitudes vividas, la población inglesa se haya sabido sobreponer y haya salido hasta cierto punto «bien» librada de tantas calamidades. Para Dryden ello demostraba que Dios protegía a Inglaterra de la desolación («Dios es inglés», se podría decir parafraseando algunos anuncios publicitarios peruanos).
Si bien es cierto que otros años también han sido denominados así por diferentes motivos, para la literatura anglosajona dicho epíteto cobró una significancia distinta en el año 1922; es decir, 256 años luego de que se acuñara por primera vez el término. El motivo que hizo de 1922 un Año Maravilloso (y no precisamente el de Kevin Arnold) para las letras inglesas, fue la publicación de dos obras maestras, monumentales, que cambiaron la expresión literaria angloparlante; estas fueron en narrativa Ulysses (‘Ulises’) de James Joyce y, en poesía, The Waste Land (‘La tierra baldía’[3]) de T.S. Eliot.
Como he mencionado, 1922 no solo fue un Annus Mirabilis para la literatura anglosajona por la publicación de los libros antes referidos, sino que lo fue en general para la literatura occidental, pues en dicho mismo año se publicaron otras obras de interés como Later Poems (‘Últimos poemas’) de W. B. Yeats, Charmes (‘Encantos’) de Paul Valéry, Jacob’s room (‘El cuarto de Jacob’) de Virginia Woolf, The enormous room (‘El cuarto enorme’) de E.E. Cummings, Siddhartha de Hermann Hesse, A Pushcart at the Curb (‘Una carreta en el bordillo’) de John Dos Passos, Anno Domini MCMXXI de Anna Ajmátova y Tristia (‘Tristezas’) de Ósip Mandelshtam que si bien no son obras capitales, resultan importantes en el contexto.
En el ámbito peruano, en 1922 se publicó Trilce de César Vallejo, obra precursora y revolucionaria que usó técnicas expresivas hasta ese momento sin igual en la literatura mundial, muchas de estas adelantadas a las técnicas de escritura de los surrealistas o dadaístas. Sin duda, Trilce significó un antes y un después en la literatura de lengua hispana, y solo varias décadas después se pudo comprender la trascendencia de este poemario en su contexto socio-cultural y temporal. Pobre Vallejo, injustamente menospreciado y vilipendiado tras publicar la que juzgo es su obra maestra.
Así también, otras grandes obras literarias como Duineser Elegien (‘Las elegías de Duino’) y Sonette an Orpheus (‘Los sonetos a Orfeo’) de Rainer Maria Rilke, Anabase (‘Anábasis’) de Saint-John Perse y À la recherche du temps perdu (‘En busca del tiempo perdido’) de Marcel Proust fueron culminadas en su versión final en el año 1922. En el caso de las obras de Rilke, estas serían publicadas al año siguiente en 1923, Perse publicó su extraordinario poemario en 1924 y en cuanto a la monumental obra de Proust, los siete tomos se terminaron de publicar recién en 1927, de modo póstumo para el autor francés.
En ese sentido, 1922 no fue solo un año importante para la gesta de una nueva ruptura en las formas literarias angloparlantes e hispanas, sino para el arte en general produciéndose obras de gran valor como en el cine con el estreno en Alemania del filme mudo Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (‘Nosferatu’) de F. W. Murnau; en el teatro, con el estreno de la obra Trommeln in der Nacht (‘Tambores en la noche’) de Bertolt Brech y de la obra Enrico IV (‘Enrique IV’) de Luigi Pirandello; la publicación en filosofía del Tractatus logico-philosophicus (‘Tratado lógico-filosófico’) de Ludwig Wittgenstein y la culminación en pintura de La masía (o también llamada ‘La granja’), de Joan Miró.
Como hechos anecdóticos, en 1922 nació Jack Kerouac y falleció el gran Marcel Proust; se estableció el premio Pulitzer de poesía (que fue recibido aquel año por Edwin Arlington Robinson) y se empezó a publicar mensualmente la revista literaria The Criterion, editada y dirigida por uno de los revolucionarios de la poesía occidental, T. S. Eliot. En suma, fue un año más que trascendente para la innovación en las diversas ramas de la Literatura de esta parte del mundo y en otros ámbitos artísticos y del saber.
El año 1922 fue indudablemente un año clave para la literatura inglesa, y por su propuesta revolucionaria y su influencia, también lo fue en la literatura occidental. Sin embargo, no debemos olvidar que aquel fue el año de publicación de uno de los poemarios mayores de la literatura hispana y mundial, en mi opinión, del mejor poemario escrito por un autor peruano ya que más que transformar la poética nacional, en buena medida la refundó, convirtiéndose en la columna vertebral, el cerebro y el corazón de la poesía peruana moderna, Trilce de César Vallejo. Poemario que en su momento fue relegado y descalificado al no comprenderse la magnitud de la innovadora y radical propuesta del entonces joven poeta, quien creó un lenguaje lírico propio y experimentó nuevas técnicas de escritura que han repercutido incuestionablemente en la obra de casi todas las generaciones posteriores de poetas peruanos e hispanoparlantes.
Sin duda, celebro la publicación en 1922 de La tierra baldía y del Ulises, pero me embarga el orgullo (nada chauvinista) y celebro, o venero, más aún los 100 años de la publicación de Trilce, que hizo de 1922 también un Annus Mirabilis para los peruanos.
Como digo, el pasado 31 de diciembre no celebré la llegada de un nuevo año, sino lo que el año 1922 nos brindó hace 100 años. Y si algún mínimo deseo me permití al llegar las 12 a. m., fue la vana esperanza de hallar en el 2022, por algún milagro inesperado, la lectura de alguna obra que marque una nueva ruta, que revolucione y saque del marasmo a la literatura actual.
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[1] Debemos recordar que en aquel mismo año, 1911, Valdelomar también publicó La ciudad muerta, una obra que no siendo menor no tuvo la repercusión en la literatura nacional como si lo tuvo La ciudad de los tísicos.
[2] Como pequeño dato adicional, en el pasado 2011 también se celebraron los 100 años de la publicación del primer poemario de Saint-John Perse, Éloges (‘Elogios’) del que hasta ahora no encuentro edición conmemorativa, o quizá se haya publicado en alguna pequeña y perdida editorial francesa o guadalupana. Al parecer, la falta de reconocimiento a los poetas no es un mal endémico únicamente nacional, sino también mundial. Excúseseme por este comentario, y comuníqueseme, si alguien sabe de la existencia de una edición conmemorativa de Elogios de Saint-John Perse.
[3] Una última traducción peruana de este libro, traduce el título del mismo como La tierra agostada. Pese a parecerme que el término «agostada» se ajusta más por ser una traducción casi literal, en mi opinión la interpretación como La tierra baldía nos brinda una mayor significancia para el gran poema de Eliot; además de que el término «baldía» ofrece a aquel título una cadencia a mi juicio más impactante que la traducción como La tierra agostada. Una cuestión de gustos supongo.