Por Amable Mejía*
Selección por León Félix Batista
Crédito de la foto el autor
14 hojas sueltas de un libro inevitable,
de Amable Mejía
Entender no es tan complicado como aparenta ser,
con todo y llevar tiempo. ¿Acaso todo, cuestión de
tiempo? Entender el sentir del hombre derrotado por
la muerte, por el amor, por el odio; porque no
comprende nada de nada, aunque hable y hable,
siempre entender se va con el río, el río de aguas
caídas que acompaña a la vida, al vivirla. Rechazarse
o rechazar más que un cuenco de barro, cuenco hecho
pedazos bajo un signo zodiacal cualquiera, esperado
con desvelo de luna nueva.
Con la precaución del que saltó y fue a dar al vacío,
siguió intentando saltar. Con el pie de quien tantea el
camino para no pisar el lodo, oyó el agua callar al pie
que pisa el lodo y al cuerpo que se puso de pie,
pero vuelve a resbalar. Inquina con la Luna no quiere salir
del agua. Amanece.
Grande en el sueño. De ser soñado recuerdo la larga
caminata al Sol. Un sol desmiembra miembros, si
pecara de real.
Sin llegar a la otra calle, ya te sienten. Pasa lo
mismo con el día que le abonas planes, te hace sentir
como un iluso. La casa que no tienes da la
bienvenida. La amada que no te conoce escribe en la
puerta de su casa: “Sea bienvenido, oh amante de mi
desnudez, pero antes, mire mi imagen en el espejo.”
Como no supiste qué decir, preguntaste por los
guantes blancos, comprados al comienzo del siglo
pasado.
El dolor está allá lejos, a la orilla, constituido en
masa, una manera de ser ignorado. Dolor de cientos
de kilómetros, de bocas que no saben hacer otra cosa
que quejarse, tenerlas abiertas, fingiendo un grito.
Recuerdo el mío, no sabía qué hacer con él, mientras
las horas hacían su trabajo de enterrador cósmico,
cotidiano, de río sin percibir la corriente. El dolor
está allá lejos ahora, ayer fue mío, a nadie le importó,
me alegro.
No estoy seguro, no bien introduzco la llave en la
cerradura y cede la puerta, cierro los ojos; los vuelvo
a abrir cuando introduzco de nuevo la llave y la
puerta, sin resistencia, se cierra. Dentro de la casa,
como no veo nada, las cosas vienen a mí, postrándose
en silencio, incitándome a que abra los ojos. Solo me
dejo convencer cuando el corazón (rastreador nato de
realidades invertidas) le antecede, abierta o cerrada
la puerta.
Pensando que había llegado la hora, por la manera
en que fui arrastrado al precipicio, señalo el
horizonte al verdugo, como premonición de que sería
vengado en el instante en que él, como ejecutor, fuera
feliz al arrancarme la cabeza. El verdugo dijo que lo
que hacía no obedecía a si él era desgraciado o
representaba el prototipo de felicidad que, como
condenado, yo aludía desamparado; sino a que hay
que morir dignamente, cuando la hora ha llegado y
se tiene el privilegio de ser testigo de la propia
muerte. Pedí perdón y esperé la mano que me
precipitaría a una muerte digna, no a la que había
pensado, sino a la que él ejecutaría.
Querer dejar testimonio de cómo desmoronarse
por dentro. Querer hacer entender, a quien quiera oír,
que tiene algo de grato necesitarse a sí mismo como
un pájaro carpintero, picotea que picotea un corazón,
expulsa a borbotones hormigas coloradas
incansables. El testimonio, dado por inevitable,
carece de ser avalado. Negarse a decir lo que lo
ocasiona. Oh sí, oyes la ovación final de la lengua
flamígera del pájaro carpintero.
Por inofensiva calma sabes que todo pasó porque no
se hizo lo que todo el mundo hace: renunciar. Renunciar
a esto, a aquello. A devolverse, a seguir
adelante. A nada personal. Nadie piensa en esto: qué
hago aquí; qué significa cuando soy lo que el otro
dice; todo lo que hago, ser lo que no me atrevo a
pensar. Fracasé en cómo renunciar: Nada que haga
me ayudará a llegar, tarde para abominar quien fui.
Buscar siempre ha sido más fácil que encontrar,
señalar que mencionar. Decir río que cruzarlo,
hacerle gracia a un niño que tenerlo; tener hambre
que quitarla; herir que evitarlo. Dar muerte que
morirse; quitarse, echarse a un lado. Decir: está
lloviendo, va a llover. Sé lo que hago. ¡Diablos, se lo
creyeron!
No está en mí volver a nada que dejé atrás, a nada
que fue parte de mí, aunque no me diera cuenta. Pasar
es una palabra que conserva su encanto si la
aceptamos como se acepta el vivir boca arriba en las
hierbas, si se pudiera.
Tenerse respeto a sí mismo ni comienza ni termina
como lo entenderemos luego. El respeto a sí mismo
no tiene nada que ver con cómo nos desnudamos o
nos ponemos ropa. En la elección del respeto reside
la dignidad, si la vanidad se asoma al vernos al
espejo. El respeto a sí mismo está en los pies, con
ellos no podemos saludar a nadie, sí decir adiós.
Claro que te refugias en el olvido, si cuando te
empujan, están presentes los que nada tienen que
decir, por haber adquirido la mayoría de edad
recibiendo empujones. Los iguales dan dignidad,
como los no iguales dan deseos de matar.
Lo que no es por nada, algo busca ahogar del
cuerpo, de una intención e inclinarse para verle el
fondo; el fondo no más que lo que se dice que no es
nada, hasta que no se ve sangre.
*(Santo Domingo-República Dominicana, 1959). Poeta, ensayista y narrador. Ha publicado en poesía Días de semana (2001), El amor y la baratija (2007), Novo Mundo-Himnos (2015) y El otro cielo (2019). También el libro de cuentos Entre familia (2004) y las novelas Primavera sin premura (2008), La isla de los hombres felices (2012), Muerte en noche de palomas (2020) y El blanco mar (2021).