Por Eduardo Moga
Selección por Aleyda Quevedo Rojas
Crédito de la foto www.revistadeletras.net
13 +1 poemas de Eduardo Moga
ESTE LUGAR es blanco.
La luz, arenosa, se oscurece,
pero este lugar es blanco
como el silencio de los abedules.
Las manos buscan palabras en la sed
y hallan una extensión doliente,
la atalaya de los labios,
la caligrafía encanecida,
de la que cuelgan los ojos y la inocencia.
Las palabras se miran, aturdidas de blancura,
y se palpan la ropa
como si en algún lugar se escondieran los documentos
que acreditasen su identidad.
La labor es ardua, pero la tarde es clara.
Este olor a luz quemada, a palabras quemadas,
a sombra,
es el mío.
La ausencia embadurna la piel.
Los hombros soportan la helada,
aunque el mundo arda.
Ya cesan las columnas,
en cuyas bocas penetra el dolor,
de cuyas bocas brota el dolor.
La soledad es blanca, como este desván
en el que escribo contra lo que dicta el cuerpo,
contra su dolorosa persecución de otros cuerpos,
contra mí.
Y lo negro me acomete, inerradicable
como las moscas, como el papel
o la memoria,
como tantas cosas insignificantes,
profuso como un ciempiés
que atravesara el reflejo de la luna en un charco.
Lo negro soy yo, enharinado de virutas carnívoras,
irritado por vaginas como escarpias,
magullado por relojes contrahechos,
que aguardan mi decisión con el júbilo sombrío
de los decapitados.
Me he diluido en el hambre de otra luz,
porque no podía gritar,
porque sonreía como si muriera.
Y he vuelto de la destrucción;
he vuelto bautizado de flemas y herido por la irreversibilidad,
pero he aguzado los sueños,
y ordenado mis papeles,
e insistido en el amor,
de naturaleza tan somera.
Ahí está el viento,
manchado de horas,
abrevando de la hemorragia que es el mundo,
vivaz como el gesto con el que saludo
a quienes me son indiferentes.
Y ahí estoy yo, indiferente también,
zarandeado por el lenguaje, construyendo casas
en las que nunca viviré,
casas que no son casas, sino formas de la huida,
embestidas cárdenas en la seda fracturada
de este día,
o de otro día,
o de otro yo.
Las palabras están aquí, recrudecidas
como árboles fusilados,
hijas del espasmo y del ojo,
consecuencia de la ferocidad laxa con que nos resistimos a morir.
Y yo estoy en ellas, aferrado a su tránsito,
sin advertir otra cosa que lo permanente
de su fugacidad,
sin poseer otra cosa
que las aristas de su nada.
No sé lo que emerge,
salvo que esa ignorancia es la realidad.
Este lugar era blanco,
como las espinas de la luz.
de El desierto verde
HACE TIEMPO QUE HA AMANECIDO, pero el gallo sigue cantando. Hacemos el amor con uñas rejuvenecidas, entre silencios tibios. El pene se recorta contra un rectángulo de luz imperiosa, solo interrumpida por los apósitos de las nubes, tras los que se insinúa un firmamento de piedra. Su cabeza oscila, ingiere, se desangra en ondulaciones de caoba. Su cuerpo huele a madera y a mortero. El gallo canta una vez más: no sabía de tanta persistencia; me asombra su tenacidad, y la tenacidad de los cuerpos, la claridad que albergan en sus cavidades, su irradiación de hierro y de saliva, mientras la mañana, untuosa, se deshace entre los dedos como una sombra, y apuñala los huecos que entregamos al otro, para que los llene de su vacío, o para que le transfieran el nuestro. Luego iremos al río y veremos, como estatuas de agua, a los peces alimentarse de nuestras heridas. (También se comen a una araña, a la que, sin saber que la condenaba a ser devorada, he enviado a la corriente de un papirotazo). Las copas de los árboles se hincan en el azul, que escapa con la convicción de un presidiario, y se materializa en levedades glaucas, en coágulos de zafiro. Alguien fuma. Alguien muere. Otros ven anudarse los minutos, y desatarse después, como animales migratorios, como asuntos de aire. Y todos respiran con idéntica convicción, consumiéndose en su indolencia, sometidos a la abrasión de la nada. El agua espejea, sólida: comunica la impaciencia de los cantos por rodar, y su fracaso sin resquicios, y sus acentos de mica. La espesura se derrama hasta alcanzar el caos, y abraza su armonía, y luego se estira como el bronce, crepitando de espumas, como espumas incendiadas. Seguimos haciendo el amor, como si nos acariciara un vendaval. El sol araña, absorto de inclemencia. Y el gallo ―cabrón― canta.
de El desierto verde
ESTE SILENCIO ES, otra vez, la palabra:
este silencio en el que resuenan los engranajes de la sangre
y se desbarata la geometría de los sueños. En este clamor mudo
distingo un rostro asombrado. Sé de la extrañeza de estar aquí,
de hablar sin que se muevan los labios, de acuñar el silencio,
que es una pared y un derramarse, y también un cuerpo,
cuya muerte me pertenece. Este paisaje carece de centro,
como el desierto, y posee su misma indiferencia oleosa,
idéntico ensimismamiento sin yo. Los ojos de la nada
me miran: su palidez es lunar, pero en sus ángulos
encuentro cristalizaciones de la inocencia,
árboles que proyectan una sombra embrionaria,
avatares que han conocido el desatino del nacimiento.
En este silencio sobrevivo como un náufrago en una playa
sin cartografiar, ceñida por fumarolas y saxífragas.
El peso del aire, vestido de tristeza, es mucho,
y me golpeo en sus esquinas, que sobresalen
como cantiles de sombra
o púas de cinc.
El aire imanta la carne, hueca. Las pupilas están huecas.
El sexo, refugio de oxiuros y tinieblas, está hueco.
También los nombres están huecos: no me desprendo de ellos,
ni me redimo con ellos. Afronto el silencio
como si litigase con lo ausente.
Ahora oigo el canto de un pájaro: es maleable y amarillo.
Se me clava el lápiz con el que hiero el papel.
Considero la posibilidad de comprobar el correo electrónico
[lo he hecho inmediatamente después de escribir este verso:
un mensaje de Juan Manuel, una espeluznante oferta de Viagra,
una llamada a la insumisión contra Esperanza Aguirre
y otra a la independencia de Cataluña],
o de hojear alguno de los libros que me observan desde sus nichos
en las estanterías, o de encender la luz del despacho, porque la claridad,
magullada, se inclina a la fuga. Descarto la solicitación de lo baladí,
pero dudo de que nada significante me interpele. Soy estas
nimiedades que se apilan en los párpados y anteceden
al pensamiento; soy estos actos oscuros.
Ahora lo sé. Digo, sin enunciar nada. Me acerco
a lo que huye, como quien acaricia el arma
que va a herirlo. Me acerco a este rostro pasmado
que me mira desde el azogue de la mesa. Me acerco, sí,
pero, agraviado por una sombría incandescencia,
me retraigo a un lugar ahogado de invisibilidad,
creciente como una luna
que se desploma.
¿Quién eres?, preguntan las palabras [las palabras son los sujetos
de nuestros actos; no hay hechos, sino descripciones de los hechos],
¿quién ha esculpido tu silencio y apuntalado tu vulnerabilidad?
¿Por qué sigues enlazando sílabas, como si los nombres fueran la vida,
como si morir fuese un anacoluto?
¿A quién sonríes,
si toda sonrisa es un anochecer? ¿Qué horas
insemina tu lengua o destruye tu lengua,
a qué horas da sentido este corazón negro, este calamitoso
corazón, que patalea en sus profundidades calcáreas,
que se tiende en harapos al sol
y enseña un pecho tatuado de alegría
y terror? Antes me poseía el espanto de ignorar
quién era el que se preguntaba quién era: ahora
eludo el abrazo pavoroso de esa desazón
mediante el ejercicio hipnótico del fingimiento
o el consuelo triste del olvido.
Y en este tránsito me he desprendido de la placenta
y de la piel: ya no me rozan las alas de los pájaros,
ni me perturba la mansedumbre con que aceptamos el dolor,
ni me asombra el caminar sereno –o acaso irreflexivo– de mi madre
hacia la muerte; la espesura de la ficción sustituye a los antiguos
bálsamos. Pero hoy insto a la conciencia a fructificar,
en lugar de languidecer en esta urna fuliginosa.
La urjo a alejarse del engaño que es un libro entreabierto,
o esta pluma que me regaló alguien a quien he olvidado,
o el reflejo de mi cara en el cristal
que me separa de un cielo
inhóspito. Sé quién soy, porque persisto,
porque un poema es un pretexto
es una oración es un cadáver, porque las grietas
son también caricias, y ya llega la primavera, con su séquito de impaciencia
y mierda, y este cuerpo encaja aún los golpes
de los besos, y la lealtad royente
del insomnio, y el peso insoportable de la esperanza.
Sé también quién no soy:
no soy el fiel, ni el que cree,
ni el inteligente;
no soy el que agradece haber nacido,
sino el que deplora aquel arrebato bioquímico,
estimulado por la charanga de cualquier verbena
y las fanfarrias de un barrio miserable, en el que se bebía
vino a la puerta de las casas, y los hermanos se morían de tuberculosis,
y se comerciaba con leña y alpargatas, y rostros blancos eran cuarteados
por manos oscuras, como cartelas de yeso resquebrajadas por el vendaval,
y los niños colgaban de los pechos de las mujeres como las reses
cuelgan de los ganchos oxidados de los matarifes;
y tampoco soy el que escribe estas palabras,
envuelto por la humareda de la lluvia,
ni el que oye el crepitar cárdeno de la noche asediada
por el fuego de la terminación,
ni el que piensa en qué hará cuando acabe este poema
y el corazón siga deshaciéndose en una conspiración de latidos,
y la muerte se jacte
de su plenitud incorporal
y se ría de mi terror, espeso como el calostro,
de este no ser quien soy
y, no obstante, esperar, ulcerarme,
adormecerme.
Sé quién habita en mí: alguien
que no consigue escapar de esta habitación renegrida
por las luces del tiempo, ni de la opresión de un cuerpo
que tiende a lo alto, pero tropieza
con cosas mutiladas, con seres que vuelan
bajo tierra; alguien que contiene sombras
estucadas de hielo,
encajadas en la existencia
como las mamparas de teca en un sampán,
con el gorjeo de un pájaro
clavado en el vientre
y el tejer de la madre devanándose
en la rueca enfurecida de la nada;
alguien que hoy es ayer y mañana será nunca, nadie,
nada,
objeto de la alquimia eterna de la muerte y de otras transformaciones
indecibles [lo indecible lo es, no porque se carezca de palabras,
sino porque se carece de entidad: no nombramos,
porque hemos sido incapaces de erigirnos en interlocutores
de lo que nos interpela]; alguien que convive con su putrefacción,
aturdido por la certeza de que se pudre.
Oigo el lamento de las campanas.
También ellas perecen en el lodazal del cuerpo.
Decimos lágrimas, pisamos los ojos decapitados,
el estómago poseído por la electricidad.
La lámpara me interroga, pero no sé
la respuesta.
de Insumisión
Haikús del tren
Oscuridad
manchada por la niebla.
Andén helado.
La luz del tren.
La luz del cigarrillo.
Noche cerrada.
Aromas grises:
orín, tabaco muerto,
grasa sin sol.
Luna infinita
sobre la finitud
de la estación.
La oscuridad
abulta. En su piel,
laca de luna.
No se oyen pájaros,
sino el zureo gris
de los metales.
La piel oscura
de la mujer oscura
irradia luz.
Al levantarse
me han rozado sus pechos
interminables.
Quietud, chirridos:
el tren se coagula
en la estación.
Me envuelve, gris,
la hiedra del cansancio.
Pájaros rotos.
El tren devora
tiempo, que se amontona
en su interior.