Por Joaquín Pérez Azaústre*
Crédito de la foto (Izq.) el autor /
(Der.) Ed. Vandalia
1+1 poemas de Joaquín Pérez Azaústre
Petrópolis
La tolerancia no era vista, como hoy, con malos ojos,
como una debilidad y una flaqueza,
sino que era ponderada como una virtud ética.
Stefan Zweig
El mundo de ayer
En esta habitación de hotel no soy un hombre,
ni soy un hombre más, ni un único hombre,
ni mucho más que un hombre a punto de morir.
El espejo del baño me muestra un hombre muerto,
que ya sabe que ha muerto,
que planeó la liturgia de las horas contadas
y las pocas palabras que aún podrá escribir.
No serán más que éstas:
Yo transcribí del sol
al lenguaje más vivo de todos los idiomas
y crucé el continente en la calima
del fuego incandescente, su griterío en domingo,
la música de orquesta resonando
al volver de la tarde por el campo de Viena.
Yo acaricié en silencio la voz de Cicerón
y salvé su cabeza de los pies del senado,
y vi resucitar a Händel en Irlanda
con robustez titánica al Mesías,
y pude leer a tientas, en esa oscuridad
mecida para un canto benévolo y tardío
la Elegía de Marienbad de Goethe.
Era el mundo de ayer, ése era el mundo
que pudo ver nacer La Marsellesa
tras tres horas geniales de una vida invisible,
en la estela fulgente del viejo Dostoievski
vivo como un león tras vencer al cadalso,
suave como el viento en la tumba de Tolstói.
La flor del balneario, las noches espectrales
de una mansión nodriza con todos mis amigos,
pabellón de reposo del palacio de invierno.
Ahora estoy aquí solo, en esta habitación
y no tengo ni rumbo, ni unas señas,
ni tampoco una carta de alguien que me espere.
Los campos de exterminio no son ningún secreto,
ni la estrella amarilla cosida a la chaqueta
ni el expolio terrible de la casa de todos.
Ya no me queda tierra, ni barrio, ni ciudad.
No soy un hombre joven, y en esta habitación
morir al menos es un acto de conciencia.
He desaparecido. Ya no tengo ni nombre
y mis libros se queman, son el carbón del cielo.
No tengo identidad. No tengo rostro
ni nadie que me diga que soy Stefan Zweig
y que una vez amé la ceniza de Europa.
Gilda
No te quites los guantes.
Apoya bien la punta del tacón en mi pecho,
sacude tu melena pelirroja,
sube el cuello de nieve vaporosa
y enseña la cascada de carmín al cantar.
¿Quieres que te dé fuego? No todas las mujeres
fuman porque estén solas.
Lo has dicho muchas veces: muchos hombres se acuestan
con Gilda, y se despiertan
con la mujer cansada del espejo,
la que no luce el sol en los tobillos de ante,
la que no es de marfil en los costados,
la que no se desnuda bajo el satén oscuro
mientras sus muslos guardan manantiales de sal.
Puedes pegarme ahora. Abrásame la cara.
Después yo soltaré mi palma en tu mejilla,
te giraré de un golpe, te aplastaré los labios
con el beso más hondo después del desayuno.
No te quites los guantes. Ni tampoco el pijama
que te presté al llegar y que te queda grande.
Tengo la mantequilla que te gusta,
y la camisa a cuadros, y guardo el jersey verde
con que dormías a veces cuando venías a casa.
Déjame que te cuide, bailarina en vaqueros
con los ojos dormidos, temblor de mariposa,
asómate a la luz desde el salón
y vámonos al campo a pasar el domingo.