Por Julia Wong Kcomt*
Crédito de la foto www.biografiacortade.com
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Marco Polo en el calabozo
Tío Matteo, cada paso que di siguiendo la brújula hacia Oriente me lleva a entender esa presión en el pecho que sutura mi idiosincrasia marina. Tú has sido también artífice de esta casa nuestra, llena de historias y rodeada de sal en la tierra y sal en la mar.
Mientras otros ven el vacío o despilfarro en el andar, nosotros exploradores de la grieta más profunda de la flor marina, vimos un panorama que visita otro paisaje y se enreda en sus colores ya sean de guerra o concordia. Nosotros los tres Polo evitando el olvido, hacedores del primer trecho que une las I del mundo, iconoclastas los tres Polo trajimos la I de Asia intercambiable con la I de la península.
Queríamos descubrir dónde terminaba la arena, a dónde nos llevarían los camellos o las estrellas que hablaban conmigo en la noche. Tío Matteo, agradezco más que a nadie tu presencia, sé que los astros también hablaban contigo, sé que han descubierto un lenguaje con nosotros, si yo te pudiera explicar que es lo que me empujaba más allá de Venezia. Uno hereda en la sangre el negocio y las distancias.
Tú y ese padre mío, viajantes curiosos empedernidos por quebrar las galaxias y abrir el corazón de los hombres que llevaban la contabilidad de sus bestias, alimentos, sables y amantes.
Pero ésa sed del enorme infinito que aquí nadie más sentía, tío Matteo eso sí precisaba calmar. Estoy en el calabozo, junto a este Rustichello quien dice que sabrá imprimir sobre papel, esta historia de 24 mil kilómetros que yo no sabría escribir. Sólo tuve sed tío Matteo, y estos genoveses me han apresado el cuerpo, pero mi cabeza aún está en esas enormes estepas que cruzamos tú, mi padre, yo, junto a la ciclópea intensidad que nos empujaba a franquear los umbrales astrales que dividen oriente de occidente, nos lanzamos a fraguar una amalgama sempiterna de aire y palabras, de seda y miel. Es una sed de horizonte y paisaje crepusculino, también dorado por un sol brillando sobre lo diferente; queríamos entreverarnos con ese mundo o atestiguarlo (nunca quisimos ser náufragos), porque allá, los pies se empequeñecen para agrandar el corazón y dar paso a nuevos sentimientos o emociones; los estómagos, se hacen diminutos y nacen larvas de los ojos o de las narices; las mujeres tienen una piel que en Italia o en Croacia se desconocen. Pieles tersas que tú también tocaste y lamiste como duraznos, piernas que abriste y saboreaste, lenguas que entreveraste con las tuyas, vientres que parecían pagodas para palomas y osaste alguna vez comparar con la familiaridad virginal de nuestras mujeres apagadas por las leyes y las enormes cúpulas llenas de cuervos que exprimen su salud, en cambio aquellas pieles de durazno que cuelga de lianas de algodón, son seres que han salido de las montañas de jade y sus pensamientos no tienen nada que ver con los nuestros. Pero le pedí a Rustichello que no cuente de esos encuentros agraviados de fiebre y ternura, porque nuestras parientas sólo sentirían desprecio.
Este Rustichello me ha dado unas monedas, hombre bueno de apetito mediocre ; me hace reír, si supiera los tesoros que logramos acomodar entre las jorobas de las bestias, si supiera lo que nuestros ojos contemplaron en esos palacios, en medio del sin fin del alma de esos pueblos más guerreros y bravos que nosotros, pero que mi cara, los apaciguaba, como si el mismo Dios me hubiera mandado a convencerles que hay una forma de ventas y engranaje en el comercio que puede traer audacia y fiesta en lugar de sus cruentas guerras, sangre y demonios. Este escritorzuelo, me pregunta donde he nacido, para hacerse grande él con nuestra historia. Pero, ¿quién podría compararse a nuestro talante?, Nunca Italia, ni Europa vio mi osadía, siendo un jovenzuelo, acompañarte a Padre y a ti: querido tío. No importa donde nací tío Matteo, ¿Constantinopla?,¿Venezia?, ¿el centro de la Italia?, el lenguaje que hablaba mi corazón no era esta lengua con la que compramos el pan y los tomates para las tardes de vino y pez frito.
El lenguaje de mi corazón me rogaba avanzar esos caminos y lanzarme a la aventura de lo desconocido.
Es una lengua que todavía aúlla, más allá del poder monetario de las mercancías que nos den los reyes y monarcas, patriarcas de esas llanuras empecinadas en disparar pólvora por todos los cielos, que gloria del hombre incendiar el cielo, ¿no tío?, y que el universo sepa de sus ojos rasgados y sus anchos pómulos, su acompasado erotismo en el tacto perpendicular de las tiendas de campaña en medio de oasis resguardados por el ojo de santos que no tienen nada que ver con nuestro pueblo.
Pero también un lenguaje de imágenes que quema más allá de Europa, el que impulsó primero a ustedes y luego a mí. Yo que calmé la pupila ambiciosa del gran Kublai Khan, porque tengo la pupila calmada desde mi nacimiento.
Tío Matteo, tú también has rubricado las batallas y los caparazones que usan aquellos guerreros de barrigas anchas, hombres que buscan el verano en Xanadú, cruzando también la enorme estepa llevando lentamente a sus caballos feroces, sorbiendo sus tizanas calientes y sus brebajes alucinógenos. Pero que aprendieron a amasar bien el macarrón que se ha convertido en nuestro alimento telúrico para saciar la eterna hambre que aún nos conquista y que aún nos lleva a buscar oro y palabras en otros continentes, que aún guía nuestras pupilas calmas hasta las pupilas removidas y temerosas de quienes cuidan sus enormes tesoros materiales. Nosotros estamos más alertas al camino, y sin embargo estos genoveses quieren aprovecharse, nos apasiona la palabra que viene después de la leyenda y la épica, ese es nuestro signo, siempre después de nuestras manos y pies cansados, algún Rustichello aparecerá- Érase una vez en 1266… y podrán decirse tantas frases después, que cada una llenará metro por metro cada uno de esos miles de kilómetros de distancia que se extendieron a lo largo de mi ausencia.
Esa forma de dejar que el agua penetre en las pupilas, en los ojos hambrientos que han coleccionado a las telas que en Italia nunca hubiéramos producido. El hechizo está hecho, hemos sido malgastados por sus acicaladas maneras y nosotros más allá de las ganancias contables hemos deseado entender su dimensión del espacio, conversar de sus dioses que no tienen nada que ver con nuestras barbas blancas y nuestros castigos de ángeles y demonios , sus dioses no conocen a los genoveses y sus traiciones, tampoco han visto la bellísima Venezia cuando atardece, donde el mismo Dios baja a comer de nuestras manos llenas de perdón humano , vibrantes por salir de nuestros cuerpos para llegar al cielo que es la búsqueda implacable del otro. Pero sus dioses nos llamaron, y nosotros fuimos.
40 grados a la sombra.
#elveranodemivida
Aquellos pantalones cortos fueron el resultado de una operación apresurada, ese verano remodelé todos mis jeans de mezclilla a diferentes alturas, algunos hasta la rodilla, otros un poco más arriba y ese que llevaba puesto, lo dejé muy cortito. No era usual en los noventa, andar en esos shorts tan pequeños, pero el calor del sur era insoportable. Mientras menos ropa sobre la piel, un augurio de frescura y simpleza permitía transitar entre esa vegetación casi tropical.
No sólo fueron las altas temperaturas las que me provocaron cortar los pantalones, el motivo fue que, por primera vez, decidí experimentar que pasaría si mostraba un poco más de carne en un lugar con fama de ser tan conservador.
Shamian Island es una isla que está hecha de residuos de arena amontonados y su nombre en español significa eso: superficie de arena. En aquella época el sur de China aunque todavía estaba dividido entre los portugueses, franceses e ingleses, la atmósfera ya había sido sacudida por la revolución cultural y parecía no decidirse entre seguir teniendo ese aire colonial nostálgico donde las grandes fuerzas extranjeras dominando el ambiente o salirse del guion de haber sido invadidos y empezar a reformar una identidad genuina… pero ¿qué era ser auténtico en Shamian?, si había estado ocupada 200 años o más por potencias que , quizás fueron todo lo crueles del mundo, sin embargo las joyas arquitectónicas que habían dejado heredados, las iglesias, la música, la moda, los gustos , ya habían formado un nuevo espacio con cadencias muy distintas a las del norte, las del campo o ciudades más tradicionales . Los europeos habían otorgado una nueva identidad al espacio. La gente de Shamian, era muy diferente a las de otras provincias, se vestían distinto, tomaban el té de otra manera. Bebían cerveza helada, tanto qin tao como carlsberg. Hablaban también inglés, sin dominarlo, pero podían comunicar aspectos básicos sin problema en ese idioma y sobre todo comprender los textos de las canciones de rock. Que no era fácil entender a Bob Dylan. ¡Que no! Les gustaba bailar cha cha cha, y usar vestidos copiados de revistas norteamericanas. Los hombres fumaban tabaco procesado de forma distinta a las fábricas locales y estaban acostumbrados a ver turistas y mochileros a diario.
Me sentía la reina de Shamian porque amé ese lugar desde el día en que lo descubrí, una reina sobre lo que ama y se vuelve esclava de lo que odia. Llegué allí por casualidad, una mujer campesina a cambio de un favor (me pidió prestado mi pasaporte peruano para comprar una refrigeradora), me develó el secreto mejor guardado: en un antiguo edificio, que fuera la mansión de un general inglés, funcionaba un hostel para mochileros, donde ofrecían productos extranjeros: coca cola, chocolates cadbury, toallas higiénicas, boletos baratos para viajar a Tailandia y Vietnam; ron colombiano, puros de cuba y libros de segunda mano. Comida muy buena y barata dos veces al día y sobre todo ventiladores. VEN Ti La dores. En ninguna otra parte de la isla se ofrecía habitaciones ventiladas a los turistas con poco dinero. Si querías disfrutar clima agradable deberías pagar al menos 60 dólares americanos cada noche por una habitación, y eso era una fortuna en 1990. En esa casona escondida no te cobraban extra por prender el ventilador colgando del techo a partir de las 9 de la noche, así los “back packers” podíamos dormir a pierna suelta hasta las 7.30 de la mañana, hora en que desconectaban la electricidad. Pero el alivio que es tener un ventilador en medio de un aire caliente que llega a 43 grados, es fabuloso.
Ha sido el único lugar en el que sentí que podía andar con mis pantalones tan cortos y no incomodaba a nadie o que un repentino temor de una mano tocándome el culo me estremecería.
El amor sólo era posible en edificios coloniales venidos a menos, con idiomas distintos que se entrecruzan y el inglés como lengua que soluciona todo. El español aún no era un idioma muy difundido. El chino seguía siendo la lengua de una esclavitud misteriosa y subordinación. Entonces yo sentía que era una protagonista invisible. Protagonista porque yo era quien decidía qué o a quien mirar, invisible porque quizás nadie en ese lugar se percataría de mi presencia.
Entonces sucedió eso que llaman felicidad, un tipo huesudo con cara de Hermann Hesse cuando era joven, me empujó por casualidad mientras tratábamos de comprar cervezas heladas en el mostrador. Un grupo de muchachos calurosos y sedientos nos empinábamos con el sudor en la frente para conseguir un par de latas antes que la ración diaria se terminara.
Una cerveza helada en medio de ese calor era tan reconfortante.
-Puta madre, dije en español —tratando de no perder el equilibrio, convencida de que él no entendía mi idioma. —¿y a este qué le pasa?, —no ve que yo estoy primero, —susurré.
-me desculpa, dijo el hombre con un fuerte acento no hispano.
Tragué saliva, quise engullir mis propias palabras. Caracho. – Si me entendió pensé-aunque dijo desculpa y no disculpa… recordé os libros de Hermann Hesse que había leído y la idea que este chico era Hermann Hesse haciendo un viaje en el tiempo no me pudo abandonar; llevaba puestos sus inolvidables antojitos redondos con marco de alambre, su nariz bien cortada, larga, su inteligencia burbujeando en medio de docenas de muchachos de diferentes países implorando por una cerveza.
La que debía disculparse era yo por usar palabrotas, tenía esa fea costumbre de pensar en voz en alta y creer que, en Asia, nadie hablaba castellano.
-no, no se preocupe, le dije y después de pagar sólo quise desaparecer. Un enorme sentimiento de pudor y vergüenza me embargó, su presencia me había regresado a un tiempo donde las palabras deberían ser bien formuladas y no tener una expresión soez en la punta de los labios. Este tipo de confusiones me causaba un gran malestar. No me gustaba expresar incomodidad o lo que de verdad sentía, aún si estuviera equivocado: Yo venía de un entorno social y familiar donde uno no debía quejarse, sino aceptar la cosas como iban llegando porque todo “pasaba por algo” y había que asumirlo. Lo que más deseaba era vivir rodeada de gente que no midiera mis palabras.
El chico me siguió con la mirada, y eso me gustó, saber que alguien hablaba español en medio de Shamian y con quien talvez podríamos entablar una conversación en pleno verano. Le podría preguntar qué hacía un extranjero como el, que no tenía cara ni de aventurero, ni drogadicto en China, probablemente norteamericano, un periodista o un investigador …se me ocurrieron un montón de posibilidades.
Por la noche, esperé que prendieran el ventilador y llegué a mi habitación compartida con tres compañeros, un belga y dos norteamericanos. El belga, el mayor de todos nosotros, había pegado con cinta scotch las fotos de su novia filipina en la pared, la novia tenía 14 y el como 45, decía que era el amor de su vida mientras hablaba con la fotografía y le daba besos a la imagen.
Ninguno de nosotros, los norteamericanos o yo, le prestábamos mayor atención. Por mi parte yo no criticaba esas prácticas sexuales entre viejos decrépitos y jovencitas asiáticas, los otros dos chicos estaban en su mundo, ¿cuál era su mundo, ¿las cervezas?, ¿subir montañas? No, no lo sé, sólo que ninguno de nosotros pertenecía a este, de calores extremos y gente buscando refrescar sus pensamientos en el espíritu de los otros.
A pesar del aire que provenía del ventilador, fue imposible conciliar el sueño. Me levanté y fui al jardín interior de esa vieja mansión. Grillos, luciérnagas, todos los clichés que pudieran ocurrir, estaban allí haciendo coro a mi verano inolvidable. La casona era enorme y hermosa, pintada de verde pastel, llena de árboles de naranjita enanos en macetas de porcelana azul y blanca. La noche estaba clara, la luna debía estar bajo alguna bruma tenue, porque se podían divisar los contornos de algunos árboles y casas vecinas. En unas escalinatas estaba el chico que me empujó con su cara de Hermann Hesse, fumando unos cigarros que apestaban. Esa luna escondida lo iluminaba de costado.
Debe haber visto el rictus de asco en mi cara, porque dijo mirando su cigarrillo:
– Y eso que son los mejores de fabricación china. Se acabaron anoche los marlboro en Shamian. No queda otra que fumar estos, pero…no son tan malos. Esbozó la sonrisa más bonita que yo había visto en mi vida.
Su castellano era mejor que cuando pidió disculpas. Me senté a un metro de distancia de él en la misma escalinata y sentí una corriente desconocida, como si la verdadera razón de por qué yo había elegido Shamian, empezara a serme develada a través de la presencia de ese hombre, el siguió fumando cigarros que olían mal y yo recosté mi cabeza en el pasamanos de concreto de la escalinata.
Estuvimos allí hasta que dejaron de sonar las cosas nocturnas y tanto la bruma como sus secretos permitieron que el sol mostrara su rabia. Ese día fue el día más caluroso de 1990.
Todo confluye para que en un instante irrepetible se reproduzca la intensidad de la armonía. No pasó nada perturbador, ni una palabra, nadie miró mis pantalones cortos, ni me tocaron las nalgas, ni miraron mi exceso de grasa, nunca supe su nombre (podría decir que el tiempo se congeló). No recuerdo bien si fue el quien se puso de pie, o fui yo la que enderezó la cabeza de la baranda y decidió volver a enfrentar a sus compañeros de cuarto desconocidos, no sé si hubiera sido necesario que sucediera algo después, quizás apareció un gato negro y nos volvió a la realidad húmeda y pegajosa de esa mañana del 4 de agosto, o alguien más interrumpió la perfección del verano. Por primera y única vez supe que existe un toque sublime que es imposible describir, alguien que penetra tu mundo íntimo y te transmite aire nuevo sin tocarte, ni decir una palabra.
Mi vida dio un giro importante luego de ese viaje, me mudé de país, tuve muchos amores que sí halagaron mis pantalones cortos y tocaron mis piernas; aprendí a hablar inglés con fluidez y a no decir palabrotas. Nunca volví a Shamian. Pero ese verano marcó el antes y el después del amor.
*(Chepén-Perú, 1965). Poeta, narradora y gestora cultural. hija de padre chino y madre tusán. Cursó estudios de Derecho en la Universidad de Lima (Perú) y de Literatura y Humanidades en la Pontificia Universidad Católica del Perú. También estudió romanística en la Universidad de Stuttgart (Alemania). Obtuvo los juegos florales de la Universidad de Lima con Confesiones de mi tierra caliente. Se mudó a Macao con su padre, apoyándolo en organización de la Fundación Wong Yeng Kuan, la que fomenta la lectura y cultura a través de bibliotecas públicas. Coorganizó el Festival de Poesía en Chepén Chepén (entre 2010 y 2019). Ha sido curadora de dos exposiciones fotográficas sobre la migración china en Perú y México (en 2012 y 2017, respectivamente). Colabora con el proyecto tusanaje y chinaarte. Plataformas y espacios para artistas sino-peruanos, sino-latinos. Ha publicado Historia de una gorda (1992), Los últimos blues de buddha (2002), La desmineralización de los árboles (2013), Un vaso de leche fría para el rapsoda (2014), Mongolia (2015), Tequilaprayers (2015) y Pessoa por Wong (2017), Fake Love (2021), entre otros.