1 cuento de «Tierra de orates» (2021), de Patrick Pareja Flores

 

Por Patrick Pareja Flores*

Crédito de la foto (izq.) archivo del autor /

(der.) Ed. Tierra Nueva 

 

 

“Nuestras tardes en París”,

cuento de Tierra de orates (2021),

de Patrick Pareja Flores

 

 

El día que vi a Caleb Estic Julca Fachín por primera vez, yo tenía diez. Caleb Estic había llegado de Francia, de un viaje fascinante, según nos contó. La bohemia le corría por las venas, y se enfrascaba en largas francachelas a despilfarrar el dinero de su padre. Aparte de ser un re-reputado juez de paz (recontra reputado el señor, lo mismo que pensamos de las re-reelecciones), su padre tenía un contrato eterno con el municipio (nadie sabía cómo). Era el encargado de recoger los desechos de toda la ciudad, en camiones viejos que recorrían las calles y avenidas, en las mañanas y en las noches, lo que era un chiste que se contaba en las casas: la familia de Caleb Estic convertía la mierda en plata. Tenían tantos camiones y tanto dinero que vivían mejor que todos en diez cuadras a la redonda, pues su casa era la más grande, la más moderna y la más lujosa.

Ese día que se acercó a hablarnos de lo fantástico que es Europa, estuve tirando a las bolitas junto a otros amigos en un círculo cerrado por la edad, a un costado de la pista, seguros de que nadie tenía el corazón odioso para botarnos de ese lugar, ni las ganas de despertar el lloriqueo de un mocoso. Simplemente andaban ocupados en trabajar y a las justas nos miraban de reojo o suspiraban. Es decir, cuando la nostalgia, que es así de traicionera y palangana, les aceleraba el corazón se detenían a mirar las discusiones de imbéciles o las estrategias del mejor tirador.

Ese día, a Caleb Estic Julca Fachín ya se le notaba el estado depresivo o lo que en el futuro sería su desvío mental. Es que, como les decía, y más vale repetir lo importante para no olvidar de dónde venimos ni qué tierra hemos pisado, los adultos solo eran observadores de nuestra inocencia, pero si se armaba una bronca del siglo, de lejos, se exaltaban y metían, como se dice entre los chismosos, leña a la candela, y si no salpicaba sangre de alguna nariz o boca, nos separaban y decían: «Ya suéltense, no queremos peleas de marinovios». Por eso su indiscreción fue una sorpresa que nos dejó la jeta abierta.

Caleb Estic Julca Fachín vino hacia nosotros sin que se lo pidan, intervino en las jugadas sin que lo inviten y empezó a hablar de las calles que se abrían como el desierto de Sechura, el calor que mataba, la nieve que era como un canto de cuna y el frío que se mete en los ojos en la cima de la Torre Eiffel y a orillas del río Sena. Se tiró un discurso sobre la serenidad y los modales exquisitos de los franceses, se quebró al referirse a la tarde de plomo y a la noche que aparecía de miedo en París. Suspiró por los departamentos minimalistas y la arquitectura de ensueño, por los museos ultravanguardistas, (dijo: «Un invento para hacer arte violento»), por el tráfico y las vías que se tenían respeto y hacían el amor a medianoche, y por la gente que era del tamaño de una puerta y que tenían la nariz larga pero hermosa. De sus labios solo se desparramaban maravillas y bondades, flores y ricos perfumes, pero había una cuestión que no nos cuadraba, al menos a mí no me cuadraba: por qué tenía que contarnos esas cosas, por qué nos hacía desear lo que era difícil tener. Con esa vida que nuestros padres nos daban, apenas podían pagarnos un pasaje rumbo al suicidio, al sur, en clase económica de un bus que estaba más viejo que Matusalén. Además, no había motivo para irnos o para que se deshagan de nosotros. Y hablo por todos, todos venimos del proletariado, de los misios, o como decía mi padre, de los miserables que son el noventa por ciento del país.

 

 

Caleb Estic me pareció un tipo especial desde que nos dirigió la palabra. Se le veía querendón, aunque exageraba en las expresiones de la mirada, se le desorbitada por ratos; y usaba el tono refinado de un burgués en decadencia, de esos mentirosillos que, de tanta labia, uno termina comprando lo que venden. Lo que decía era creíble y sus modales eran para el recuerdo, para la imitación, pero algo nos hacía dudar que tenía la cordura metida en algún hueco: la manera de vestir, demasiado pulido, cuidadito al extremo, camisa y pantalón sin un ápice de arruga, igual que el peinado, el corte correcto, el cabello aplanado con cera, recostado hacia la derecha y la raya afilada hasta la corona. ¿Y los zapatos? Ni qué decir. Brillantes, podrías retratarte en ellos. Cualquiera opinaría que estaba dirigiéndose a una ceremonia de las tantas a las que estaba acostumbrado a ir, o podría decirse que era un catedrático o un intelectual, un oficinista o un prestigioso abogado. Lo cierto es que, al indagar después, entre el resto y mis padres, no llegué a saber qué había estudiado o si lo había hecho.

—Solo es un borrachito, no le hagas caso —me dijo mi papá.

No me parecía, no tenía la pinta de alcohólico, y los he visto por millares, pero me asombraba la forma como difundía la pena, la pena se reflejaba en su rostro al anochecer. Mientras el sol moría, él también iba perdiendo ese brillo, algo tenía que ver la luz con Caleb, algo le debía o tal vez el día era cómplice de un hechizo: Caleb Estic Julca Fachín se opacaba con la noche, se volvía borroso, salía como un espectro en pantalones a embriagarse con cualquier vecino que le seguía el juego, que generalmente eran casi todos. Y es que, a partir de esa amena charla a mis diez años, pude ver la mutación de su rostro, la figura triste que terminó representando con los años.

Tarde a tarde se acercaba a contarnos alguna novedad, algún viaje, un recuerdo o una anécdota que debía matarnos de risa pero que solo mataba el tiempo. Caleb iba y venía del aeropuerto de París según su ánimo y gusto, recorría en bicicleta el Barrio Latino, los cafés llenos, La Sorbona (la cuna de célebres intelectuales, así dijo), se daba siestas en el Hotel Quartier Latin, continuaba su ruta por Le Marais o Versalles, practicaba kayak en Île-de-France, subía a un crucero en el Sena, se enamoró de una artista que fue su amante (lo que me sabía a invento, es un cliché de las películas). Comía a solas, se enamoraba de sí mismo, de lo bello que se consideraba y le rendía pleitesía a su cabello en cenas románticas en Le Jules Verne, en la segunda planta de la Torre Eiffel. Historias que no caían en el disparate por la exactitud de los sitios. Pese a la delicadeza de los gestos y a la exageración de los ojos, lo escuchaba. Abandonaba el juego, perdía mi turno y mis canicas, y me sentaba en la vereda, prestaba atención a todos los detalles, quería saberlo todo, quería comerme París.

Y acabé adorándolo. Adoré sus paisajes, sus lugares y, más tarde, a sus mujeres. Qué mejor que la imaginación que se da el lujo de viajar adonde sea para hacer propio las aventuras de Caleb. Y no hacía preguntas, nadie se atrevía. Caleb se encargaba de responderlas, se anticipaba. Si notaba que había una interrogante entre nosotros, la advertía en nuestras bocas abiertas, y enseguida se lanzaba sobre la presa. Sin esperar unos segundos, rompía el tiempo y la respondía, así de vanidoso era Caleb.

No puedo negar la importancia de sus relatos, los recuerdos ahora son míos y de los que estaban a los diez, once, doce y trece años, en esas tardes, ante su casona. Y no puedo negar tampoco que, conforme pasaba la edad y nos metíamos de lleno a la adolescencia y nos hermoseábamos o afeábamos, su modo de vestir y sus historias perdían su luz inicial. El alcohol estaba haciendo estragos, aunque Caleb no quería aceptarlo.

—París tiene la culpa —decía—. Esa ciudad me ha robado la juventud. Si van a ir, vayan de viejos, así no tendrá nada qué robarles. Nadie quiere a los viejos, ni las mujeres.

     Luego cambiaba el tono y se largaba de París a la Costa Azul, a la Riviera Francesa:

—¿Han ido al mar? —preguntó una tarde—. Seguro que sí, quién no —se respondió—. Ese mar es más bravucón que ese idiota que vive cerca de aquí, que de seguro conocen. Ni se enfrenten, podrían salir en trozos, los tiburones son más grandes y los peces brillan más por la sal.

Yo tenía doce aquel día que nos metió la fobia a los tiburones. Tampoco conocía el mar y con la historia quemándome el seso, no pensé conocerlo. Mis amigos sí, y me incubaron la curiosidad, destrabaron mis inquietudes y me dibujaron guapas chicas a tono con la playa, pero ni eso pudo quitarme el temor por los tiburones. También por esa época, las tardes en la vereda, a orillas de la pista, escasearon. Varios de mi generación preferían quedarse en casa acabando las tareas del colegio o viendo dibujos animados en la tele, muchos eran nerds, como Caleb Estic. Las pocas veces que nos reencontrábamos, Caleb Estic Julca Fachín salía feliz, por la puerta alta, también enrejada, y se plantaba frente a nosotros, como si supiera que lo buscábamos. Estaba envejeciendo, la ropa le olía a lejía y el lenguaje, en lugar de llegar a la modernidad y al coloquialismo, se le volvía arcaico, y su cariño partido por el país y por París era una ridícula comparación entre los bienes que no valían para nada, gente bella y chata, ladrones de etiqueta y ratas de callejón, whisky y cerveza, arquitecturas copiadas y jirones modernos. Había cambiado, Caleb deliraba.

A pesar de las historias de mujeres que conoció y amó, jamás conocimos a ninguna. Al menos que hayan entrado en las madrugadas, a esas horas el mundo pasa desapercibido, se detiene la vida, y pocos en la calle lo contradicen, a excepción de los delincuentes y meretrices. Es el silencio absoluto. Pero recuerdo observarlo una sola vez desde la ventana. Tomaba sin parar, hacía su barullo, y recibió una golpiza por andar tras Arménica, una chica que se dedicaba a hacer en las noches lo que debería hacer en el día. Recuerdo a Caleb gritar y despertar a medio distrito. Su padre salió a defenderlo, elevó su arma, apuntó a la pierna del que lo estaba masacrando, y el que lo estaba masacrando era el locazo de Chichón, un malandrín colado en esta avenida, que decía ser de la selva, como si ser de ese rincón le hiciera más rico o famoso. Resulta que Caleb Estic y su conocimiento amplio del castellano achicaron a Chichón y convencieron a Arménica para beber en un lugar encaletado. Chichón se sintió en una operación matemática, le restaron, le anularon, pero el patán insistió, puso la garganta, ni para la canchita tenía. Caleb, tierno, el monserga, invitó a los dos, pero le salió el culebreo por la labia, se jactó de la plata y la alcurnia. Chichón no soportó el marqueteo, estaba borracho, y no había vainas con él, hasta la mosca era su enemigo, puso los guantes en alto, el ring estaba listo, el público no tardaría en llegar, a las tres de la mañana es fácil conseguirlo. De modo que el sueño se postergó como se postergan las ilusiones. Lo bueno es que nadie salió herido de bala, pero sí de honor, en la cara de Caleb Estic había unos moretones que tardaron en desaparecer. Dos días después, solo por molestar, puse mi cara de sorpresa, como si me doliera verle manchado.

—¿Saben lo que es combatir por amor? —preguntó a viva voz. Nosotros guardamos silencio, nos miramos y, luego de un suspiro intenso, continuó—. Ustedes son pequeños, me late el corazón que no saben nada. El amor se gana. En París no existe esta injusticia, allá el amor es por turnos. Si ayer una hermosa dama andaba de brazos muy enamorada, hoy puedes ocupar ese espacio. Cuestión de forma y buen trato. No hay escándalos, ni desperdicios, se ahorran los suicidios. Lo que sí existe en gran magnitud son los suicidios sentimentales, los hombres bohemios que disfrutan del placer, del amar en penumbras y del amor por todos lados.

 

El narrador Patrick Pareja

 

Nos divertíamos con Caleb. No era de peleas, ni desdichas. «Las desdichas son para los cobardes, los que no encuentran una música para bailar», así de poético, cursi y sincero sonaba, pero era encantador escucharlo. «París es para los artistas, para los vagos eruditos y lujuriosos. Y se les trata con respeto y no se castiga la lujuria, ni se golpea a los amables. Vieron mi rostro marchito, mi sufrimiento. ¡Qué morbo! ¡Qué maldad! ¡Qué ruindad! ¡Qué locura! En este país no entienden a los querendones», se justificó esa tarde. Una de las últimas, pues luego desapareció, pero tuvo cuidado de dejar anotado en nuestras ideas que esta nación era tenebrosa y que iba a largarse. «Molesto y apenado, dejaré esta tierra», dijo. Por supuesto, digerimos la frase como uno más de sus cuentos rimbombantes. Reímos y yo, especialmente, le hice saber, y fue la única vez que pude intervenir en su discurso, tratando de seguir el ritmo de su lenguaje, que tenga paciencia, que reste importancia a ese hecho mundano, que Arménica era para cualquiera, que no era una dama de su envergadura social, todos lo sabían. Pero no sirvió, le dio lo mismo, se limpió la barbilla con mis palabras, y se fue.

     Las tardes siguientes nos rejuntamos en su vereda, esperamos su salida, pero no volvió, nadie dijo nada y nadie quiso perder el tiempo investigando la vida de un perdido. Además, su padre era un hombre hermético. Entraba y salía en su camioneta sin dirigir la palabra al vecindario. Y el vecindario solo hacía deducciones que quedaban como ciertas. Nosotros, en el silencio tradicional de la calle, volvimos a nuestra vida habitual, a las labores del mundo ordinario, pero siempre pensando en Caleb Estic Julca Fachín, en París, en sus frivolidades, en sus placeres y exquisiteces, hasta hoy.

     Ha pasado tanto, estoy en la universidad, los amigos terminaron siendo temporales, dos o tres perduramos en este espacio, y quizá no recuerden a Caleb. Yo no lo olvidé. Por él quiero ir a Francia, por él entendí el desastre que es caer en el desorden, por él distingo la locura y la irresponsabilidad. Lamento verlo así, cambiado, irreconocible, andrajoso, transpirando el olor de la miseria, la herrumbre del cuerpo, descalzo, una mugre, sin la luz que solía acompañar a su presencia. Pero es curioso, por más extraño que parezca, aún conserva el corte de cabello. Quiero reír, por ahí empezaré la charla. Iré a darle la bienvenida.

     Salgo de casa, cruzo la avenida, le muestro la cordialidad en una sonrisa de idiota, que aprendí de él, le digo: «¿Recuerdas nuestras tardes en París?». Pero no me escucha, le pongo la cara de interrogación, la que le gustaba destrozar, pero no hay reacción, al parecer olvidó la complicidad del silencio. Me escupe, el escupe se pega en el pantalón y se desliza, siento asco. «Dios, Caleb», le digo, ya con la confianza que me atribuye la edad. Siento ganas de patearlo, pero las ganas desaparecen al instante. «¡Qué chucha quieres!», me grita. Se baja la trusa, no lleva calzoncillos, el bosque es espeso. Se toca las maracas y sacude la flauta, el espectáculo hace que retroceda, no soy partidario de la desnudez pública, y se orina, se orina y ríe en la puerta de su casa. Su padre, bastante anciano ya, le tira agua helada desde el fondo. Caleb vomita una infinidad de palabras decrépitas, palabras asesinas que podrían amargar hasta al más sanguinario sicario de Piura, y sigue orinando, vacilándose al compás del movimiento de su cadera, al compás de una cumbia que llega desde la otra calle.

 

 

 

 

 

*(Iquitos, Perú). Poeta, escritor y docente. Ganador del concurso Cien poemas a Horacio Zeballos, del concurso Nuevos Relatos Mágicos 2 (2017) y el Concurso de Cuento Infantil “Orlando Casanova Heller” (2020). Representó a la región Loreto en la Jornada Literaria Unidos por la literatura (Trujillo, 2022), en la residencia literaria Arequipa Imaginada (2017) y como expositor en el III Coloquio Internacional de Literatura Amazónica, en el I Encuentro Internacional de Educación y Literatura Amazónica (2019) y en el Coloquio Virtual de Lingüística y Literatura (2021-UNMSM). En la actualidad, organiza recitales y lecturas púbicas en Iquitos con el Movimiento Pona Verde. Participó en el VIII Festival de Poesía de Lima (2018). Fue coorganizador de la Feria del Libro Amazónico (San Martín, 2020). Ha publicado en narrativa Habitantes del amor y otros temores (2014), Relatos Extraviados (2015), Cuentos Escabrosos (2018) y, entre los más recientes, Tierra de orates (2021) y El embajador de la felicidad.

 

 

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