Por Iria Fariñas*
Crédito de la foto (izq.) Melina Bolopá /
(der.) InLimbo eds.
1 cuento de Ruido de cicatriz (2022),
de Iria Fariñas
Ligera como un estremecimiento
Debo apartar mi sexualidad y cualquier deseo de la carne. Aceptar el rictus de dolor al hundir los dedos en mi garganta y percibir el tacto de oruga de la campanilla. Devolver, durante meses, la misma expresión a juego con lo fotogénico de mi figura. Bailar para distraer al mundo de mi anemia. Celebrar la delgadez como si mi piel fuese un papel brillante de caramelo, como si ir a la cocina no se hubiese transformado en un paseo de la vergüenza. Rehuir el rojo: ni en mis mejillas ni en mis bragas ni en mis encías. El azul lo envuelve ahora todo como una capa de escarcha. Mi útero ya no es un granero fértil. Soy la herida de mi madre. Me pone furiosa. Como si le debiera algo, como si tuviera que ser más por ella, comer más por ella, pesar más. Cada kilo que pierdo confirma el fracaso irremediable que soy en su vida. Llora a veces, grita más a menudo. Después, el portazo y el silencio. Las palabras forman una tensión entre nosotras que acaba una y otra vez en incendio. Hemos cubierto nuestra casa de cenizas. Su casa. Yo habito lejos, enroscada en algún punto del camino que se introduce entre mis costillas. Me escondo porque soy el último pedazo ileso que queda de mí.
La madre abre el armario de los vasos, lo cierra, lo abre. No sabe qué busca. Apoya ambas manos sobre la encimera y respira como un animal al que persigue un depredador. El plato de la hija casi sin tocar en la mesa, a sus espaldas.
Sale al jardín. Fuma. La hija se lo recrimina cuando ella le suplica que coma. ¿Y tú qué? Le lleva pidiendo desde los tres años que lo deje. De pequeña, cortaba los filtros de sus cigarrillos y los de su padre. Eso fue justo antes del divorcio. Cuando ellos discutían por los cigarros rotos, ella se escondía en el garaje.
La madre entra de nuevo a casa. La ropa le huele a humo, también el pelo y los dedos; incluso las gafas le huelen a tabaco. Va directa a la cocina y tira los restos de la comida a la basura, sin mirarlos.
La mirada desde el espejo terminará encontrándome, vendrá con lo afilado de un hueso partido a romperme y me arrojará al naufragio que es mi cuerpo. Sé que no puedo escapar, pero ¿acaso me importa? Me importan los números de la báscula, los números de la cinta métrica, los números de las tablas calóricas. No me importan las pausas negras que se imponen en mi rutina cuando de pronto todo se desvanece. Me importa el hueco sobre mis clavículas y relieve de mis vértebras. No me importa el olor a amoniaco de mi aliento. Me importan las recaídas que hacen ascender los números y el reflejo asqueroso que me persigue en todos los escaparates y la fiebre que aúlla como una banda sonora continúa matándome los tímpanos con su no vales nada, con su despliegue de aceros entre mis intestinos, con esa náusea que no me abandona incluso cuando sonrío. Sobre todo, cuando sonrío.
La madre sostiene la fotografía enmarcada ante sí. Es de noche, pasadas las tres de la madrugada. Por fin están todos dormidos. Ha sacado la fotografía del cajón donde lleva años guardada. Salen el padre, la hija y ella en el jardín de un cortijo. Fueron a dar de comer zanahorias a los burros. La hija tiene mofletes redondos y exhibe una sonrisa mellada. Por el contrario, ella se ve a sí misma más delgada, con los dientes menos amarillos y las ojeras menos marcadas. El padre no sabe cómo estará ahora, hace años que no saben nada de él.
Cuando regresa al recibidor para esconder de nuevo la fotografía en su sitio, oye golpes amortiguados en la habitación de la hija. No se asoma: sabe que está saltando o haciendo abdominales.
No puedo desprenderme de la sombra que me aprieta y demuestra que ocupo más espacio del que debería. Todo lo que alcanza el tacto no es más que un contratiempo, en especial aquello que es blando, como cuando mi vecino paseaba sus manos por mi vulva, como si esta fuera un campo frutal cuya belleza reside en que las semillas no han brotado, y después arrastraba mi frente por su pene y yo solo me fijaba en sus canas y pensaba en la nieve, en que ojalá el frío de la nieve llegase pronto y se acabara ese verano en el que todo era pegajoso. Cuando hago abdominales mi vientre todavía se enrolla y hay un chillido en mis sienes que lo señala y dice todo esto es tuyo. Ya no quiero poseer siquiera la noche y me mantengo despierta muchas más horas que el resto de los humanos. Soy tan ligera como un estremecimiento. Hago equilibrios en un borde al que no miro y rara vez pienso en la caída. Cuando lo hago me doy cuenta de lo fácil que sería despedirse.
La madre espera al otro lado de la puerta del dormitorio de la hija, pero no abre. La oye llorar. Ella también llora. Se queda ahí unos minutos. Después, se va a la cocina, saca una cazuela y un paquete de arroz. Mientras se cuece, decide picar una cebolla para tener una excusa palpable.
Mientras mi madre me llama loca y me grita tanto que deseo correr lejos, tan lejos como pueda, mi novio me dice que él me acepta y me prepara almuerzos de régimen para que no engorde y me llama bonita y me susurra que soy una fuente transparente, y cuando no le permito ahondar en mis aguas me golpea y su semen salpica los cardenales de mi pubis y cuando al fin me alejo con paso desmadejado su voz resuena como una pancarta: no eres tan bella, era todo una mentira, estás enferma, ya no te quiero. Las noches pasan a ser cánticos mutilados sin principio ni fin. No me asusta el dolor que se aferra a mis caderas ni las manos invisibles que me estrujan la grasa. Me hacen compañía cada vez que lloro muy bajito y me consuelan, me explican que debo dar la bienvenida al vacío que me invade, que no tiene sentido intentar recuperar un cuerpo que siempre les ha pertenecido a otros. Lloro a un volumen que quepa en el recorte de mi forma y desde el otro lado del espejo la voz ya no me grita, sino que murmura con la voz más dulce: yo sí te quiero, tienes que mejorar, pero yo sí te quiero.
La hija se ha ido sin dar explicaciones. No quiso ir al viaje familiar a la playa y para cuando volvieron ya había planificado su marcha. Fue tan rápido que la madre no supo cómo reaccionar. La acompañó a la estación de tren y la vio alejarse, diminuta entre sus tres maletas de colores, más sonriente de lo habitual, como cuando le llegaba apenas a la barriga y le pedía que la cogiera en brazos. Ahora la llama una vez a la semana y le pregunta cómo cocer pasta, cómo freír un huevo, cuál es el nombre de esa especia que le echa a la lasaña todos los domingos. Ya no se gritan. A pesar de ello, ahora la madre fuma más que antes. A veces, incluso en el dormitorio vacío de la hija: entra, echa el cerrojo que la hija instaló hace un par de años, saca un cigarro y se planta ante el espejo para observar cómo el humo disuelve su imagen.
*(España, 1996). Escritora. Imparte talleres, coordina la actividad del espacio cultural Aracataca y estudia Filosofía en la UNED (España). Obtuvo el Premio Incendiario de Poesía y el Premio de Literatura Breve Vila de Mislata (2023); y ha sido finalista del premio de microrrelato IASA (2019), del Premio Valparaíso, del Marpoética, del Loewe y del Irreconciliables (2022). Ha publicado en poesía y relatos, siendo los últimos títulos quién extrajo el hueso (2022) y Ruido de cicatriz (2022) y la plaquette Formas de quedarse en el borde. En la actualidad, trabaja en la performance gota espejo bisagra, ganadora del concurso de proyectos escénicos Alacant a escena, junto a la bailarina Zula Ros y la videógrafa Sol Spinelli.