1 + 1 poemas de Erin Mouré

 

Cinco poemas de Erín Mouré traducidos del inglés que son, a su vez, traducciones del portugués de los poemas de Alberto Caeiro.
Agradecemos a Erín Mouré y a la editorial Anansi por permitir la publicación.

 

 

Por Erín Mouré*

Traducción al español por Ricardo Migueles

Crédito de la foto www.arts.uottawa.ca

 

 

1 + 1 poemas de Erin Mouré

 

 

VII

 

Desde el río Garrison veo la tierra hasta las antípodas del Universo.

En esto, mi calle es tan grande como cualquier planeta

porque soy del tamaño de lo que veo

nunca del tamaño de mi estatura…

 

En el centro, la vida es mucho más pequeña

que aquí en mi casa al fondo del arroyo que entubaron.

En el centro de la ciudad, enormes mansiones bloquean la vista,

obnubilan el horizonte, aplanan el paisaje y nos alejan del cielo, nos mantienen

pequeños pues no soportan la hermosa capacidad de nuestros ojos, nos hacen pobres

pues nuestra próspera vista fue una vez tremenda…

 

 

VIII

 

Un mediodía al final de la primavera

tuve un sueño, como en una película, como Ben Hur al revés.

Vi a Jesucristo bajando a la Tierra.

Bajó por la ladera que lleva a Davenport.

Era un niño de nuevo,

corría y rodaba por la hierba,

rompiendo flores y tirándolas al suelo,

y riendo tan fuerte que se le oía por encima del tráfico.

 

Había huido del cielo;

era demasiado mundano para fingir

la segunda gárgola de la Trinidad.

En el cielo era todo falso y discordante

con las flores y los árboles y las piedras.

En el cielo, en todo momento tenía que estar serio

y volverse hombre de cuando en cuando

y postrarse en la cruz y morir nuevamente

con sombrero de espinas

y zapatos de clavo

y un harapo rodeando su cintura,

como las caricaturas de africanos en diarios imperialistas.

No pudo ni siquiera tener una madre y un padre

como los niños de los años 50.

Tuvo dos padres –qué moderno–

Un tal José que trabajaba en obras

y al que llamaba papá.

Y el otro una paloma estúpida

la única paloma fea del mundo,

pues no era de este mundo y no era una paloma.

Y su madre no tuvo amante alguno antes de ese.

Fue una mujer moderna: tratada como al equipaje.

De esa maleta salió él, como salir del cielo.

Y él, que sólo tuvo a su madre

y nunca un padre al que amar con respeto,

tuvo que predicar ¡bondad y justicia!

en un sistema que olía a la política del aluminio.

 

Un día, cuando Dios dormía después de la cena

y el Espíritu Santo andaba volando,

se robó tres milagros de las arcas.

El primero fue que nadie supiera de su fuga.

Luego deseó ser humano y niño para siempre.

Con el tercero creó a un cristo en la cruz, eternamente,

y lo dejó clavado en una cruz del cielo

como escarmiento para todos.

Luego partió a la Tierra,

Descendió sobre el primer rayo de luz que vio.

Hoy es mi vecino en la Avenida Winnett;

tiene la risa alegre y natural de un niño.

Se limpia la nariz con la manga derecha

y chapotea en los charcos.

Recoge flores y las adora y las olvida.

Le tira piedras a los tranvías,

roba chocolates en Walmart

y azuza a los perros enloquecidos; no pueden alcanzarlo.

Y, como sabe que las hace enojar

y que a los demás les hace gracia,

persigue a las muchachas

que vienen de las tiendas de St. Clair con el mandado

y les sube las faldas.

 

Bueno, no es nada original, pero ¿y qué?

Él me enseñó todo.

Me enseñó a ver por medio de cosas, de coisas.

Me señaló todas las choses que hay en las flores.

Me enseñó que las piedras son agradecidas

cuando la gente las sostiene

y con paciencia las mira.

 

Siempre se está quejando de Dios.

Dice que es un vejestorio achacoso y estúpido

que siempre está escupiendo en el suelo

Y despotricando indecencias, afirma

que la Virgen María se pasa las eternas tardes tejiendo calcetines.

Y el Santo Espectro con su pico se rasca

y se sube a las sillas y las ensucia.

Para él, todo el cielo es tan absurdo como la Iglesia católica.

Me dice que Dios no se da cuenta

de las cosas que ha creado,

“si es que realmente las ha creado, lo dudo”.

“Dice, por ejemplo, que los seres cantan por su gloria,

mas los seres no cantan en absoluto.

Si cantaran, serían cantantes.

Los seres existen y no más,

por eso se llaman seres”.

Y luego, cansado ya de quejarse,

el niño duerme en mis brazos.

Y lo llevo a casa, muy pegadito a mí.

 

Él siempre está en la hondonada de la Avenida Winnett.

Es él el Niño Eterno, un dios fugitivo.

Es humano y natural.

Es la divina sonrisa, todo juego, corriendo por la acera.

Si me preguntas, él es el verdadero “prófugo Kid”.

Como niño humano, es divino;

es por él que a diario soy poeta;

y como siempre está conmigo: yo siempre soy poeta.

Así, la más mínima mirada

me genera sensaciones y

el sonido más leve, desde Winnett a Davenport y hasta el lago,

parece que habla conmigo.

 

El niño que vive cerca de mí

pone su mano en la mía

y abre la otra a toda la existencia.

Y así salimos los tres y caminamos hasta el Phil White Arena.

Saltamos y reímos por la colina;

disfrutando nuestro mutuo secreto

que es saber, en todos los sentidos,

que no hay misterio en el mundo

y que todo vale la pena.

 

El niño siempre está conmigo.

Yo miro hacia donde su dedo apunta.

Cuando escucho, atento y alegre a cada sonido,

él me hace cosquillas en las orejas.

 

En compañía de todas las coisas

nos sentimos tan extasiados

que nunca pensamos en el otro;

pero vivimos juntos y nuestro

lazo es tan íntimo como el de la mano

derecha e izquierda del cuerpo.

 

Al anochecer jugamos rayuela

en la banqueta, por donde va el riachuelo.

Jugamos serios, como corresponde a un poeta y a un dios;

y cada piedra

un estruendo produce.

 

Después, le hablo de las acciones humanas

Y él se ríe, pues son increíbles.

Se ríe de los presidentes y de los residentes, separados por una «p»

y le duelen los oídos cuando le hablo de genocidios;

y de la economía global; y de los misiles

que lanzan en alta mar vía satélite hacia Irak.

Porque sabe que todo esto carece de la verdad

que una flor tiene, abriéndose

hermosa, vagando hacia la luz.

Como la luz misma vaga sobre el lago Ontario y el valle del Humber

y brilla como gis en las paredes de ladrillo.

Entonces se adormece y lo abrazo.

 

Lo levanto y camino hacia la casa.

Lo acuesto y le quito la ropa manchada de hierba,

un ritual claramente maternal,

hasta que queda libre.

 

Duerme en mi alma

y se despierta a veces en la oscuridad

y juega con mis sueños;

lanza algunos al aire boca arriba

apila uno sobre el otro

y aplaude solo,

sonriendo a mi sueño.

 

Cuando yo muera, pequeñín,

seré yo el niño más chiquito.

Llévame entonces contigo.

Levántame, méteme a tu casa

desnuda mi ser cansado y humano

y recuéstame en tu cama.

Si me despierto, léeme poemas de Fernando P.

para volver a dormir.

Y déjame jugar con tus sueños

Hasta que el día nazca de nuevo.

Tú sabes, como yo, qué día y qué Toronto.

 

Esta es mi historia del niño.

¿Por qué mi historia no va a ser tan verdadera

como esas que los filósofos

y las religiones enseñan?

 

Sal a la calle ahora, ¿lo ves?

¡Mira de nuevo!

Ah, la Avenida Winnett.

 

 

 

 

 

*(Alberta-Canadá, 1955). Poeta y traductora de poesía del gallego, francés, español, portuñol y portugués al inglés. Reside en Montreal Doctora en Letras (hon.) por la Universidad de Brandon (Canadá) y Doctor honoris causa por la Universidad de Vigo (España). Obtuvo la Beca creativa del Woodberry Poetry Room (Universidad de Harvard, 2017), la residencia como traductora internacional en Queen’s College (Universidad de Oxford, 2019) y la Beca de visita en la Kelly Writers House (Universidad de Pennsylvania, 2020).

 

 

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