PARA TRAZAR LO (IM)POSIBLE

Por: Arturo Borra

 

Esculpido en el polvo, el mundo teme al viento.

Edmond Jabès

 

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No hay dónde sujetarse. Ningún fundamento cabe en una certeza nocturna. Lo que sabemos de la poesía no vale para esa tierra de nadie que es el poema.

¿Y si aceptáramos la noche como partida?

¿Qué nos impide caminar por ese suelo horadado, todavía sin nombre? Internarse ahí, no como quien halla una morada, sino como quien atraviesa un subsuelo para crear una salida. Desamarrado de sí mismo, el poema es escritura de lo desconocido.

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La deriva del poema no trae una tabla de salvación, sino que aproxima al naufragio en el lenguaje: más allá de las ruinas en las que sobrevivimos.

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El poema se escribe. Resguardarse en los nombres propios apenas oculta esa condición anónima. Nunca uno escribe solo; la soledad aloja una multitud de murmullos que fueron erosionando la fortaleza del yo.

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¿Y por qué no escritura sin nombre? Poema de nadie, escrito donde no hay suelo que no se hunda, donde la pregunta es lo único que sobrevive a la condición efímera de las respuestas.

Toda soberanía se funda en un equívoco. La singularidad indefinible del poema se traza en la desaparición de las fronteras.

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¿Dar voz a lo que no tiene voz, a los que carecen de ella? Más bien: a lo que en la voz se entrecorta, anudado al silencio. En el borde de la comunicación como abismo.

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Ninguna transparencia para colonizar la tierra de nadie del poema. La noche como partida es abrazar el exceso. No para cercar sus contornos; para moverse hacia el latido del sueño.

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Saltar hacia ese otro lugar nunca fue un consuelo. Uno puede romperse los huesos. Puede partirse la vida.

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Si no nos expusiéramos al viento, ¿cómo podríamos sentirnos acariciados por lo lejano?

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¿Declararse saboteador de muros? ¿Quién da por sabido el arte de friccionar las piedras? Las manos torpes frotan superficies duras; sólo una ráfaga fortuita de aire enciende ese destello que atestigua el poema.

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La intemperie está ahí. El viento levanta una polvareda y sólo cuando se dispersa deja asomar otro mediodía: el sueño entrevisto en la escritura.

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Sólo se puede horadar el cerco si se excava con el lenguaje. Nada previene del lecho de piedra donde el poema finalmente se doblará.

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Deriva, salto, fricción; tal vez, abrigo. Trenzar, entonces, no como espera sino forma de urdir nudos que imanten los pies hacia otra parte.

¿Con qué fábula esconderemos esas cuerdas hechas de harapos? ¿Bajo qué pretexto seguiremos aferrándonos a un mundo que hace agua?

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Apuesta a tientas; tanteo de una búsqueda. Si hay música, será el zumbido del desierto desafiando la gravidez.

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Los escombros son insoslayables. Aunque un espejismo mienta oasis delante.

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Los saqueadores siguen ahí.

Guarecerse en el poema -hacer pozos en él- no es más que un intento de resistir su arrase.

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No hay séquitos. Vivimos en la oscuridad. La «iluminación profana» no es certeza de redención sino atisbos de una salida imposible. Como Kafka, no cabe más que moverse en túneles. Inventar nuestras bestias dulces, cavar un habitáculo para sobrevivir.

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Lo que cuenta es ese espacio incontable para abrir un resquicio. No sabemos adónde comunica. La esperancita sigue ahí, como un animal moribundo.

Si hay salida, será a través de una encrucijada.

También en los túneles hay ráfagas. Lo que sopla dentro quiere llevarse la soledad, traer sonidos que pueblen habitaciones mudas, desplazarnos más allá del derrumbe. La hospitalidad de lo que viene no protege del peligro: imanta los pies; los arranca de una patria pisoteada.

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No hay rendición; se batalla para arrancar un sentido al sinsentido –vivir a media altura, en el claroscuro que el poema nombra.

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Inventar una grieta para que asome una pasión tras los teoremas del desastre.

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Bajo del páramo que se nos parece hay huellas minúsculas. El viento las desnuda, reconstruye el trayecto de su existencia desaparecida.

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Se atraviesa la noche como quien transita por un desfiladero. El poema no percibe ninguna luz final sino que aprende a distinguir siluetas en su insomnio.

La verdad de los otros es su verdad más íntima.

En esa penumbra, sólo las pasiones brillan.

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No hay arquitectura espléndida. Algunas notas, un plano que una geografía inestable obligará a deshacer y rehacer incesantemente.

Los nombres mismos se deshacen: el viento socava sus raíces.

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Si hay suelo es en el agua. La errancia oxida los puertos del sentido, desola el ritual de los anclajes. El poema leva sobre el juego de las formas y compromete su destino al azar del viaje.

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Quien se desentiende de ese juego juega haciendo trampa. Si algo valioso asoma en esa inmersión, tiene su amarre en la disconformidad: destruye lo preformado, retuerce lo informe, desarma las formas.

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En el poema late lo intraducible: no hay prosa para la noche. Compartirlo es arriesgar el ser en lo que se fuga.

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Escribir es reescribir el deseo. El poema se reescribe no para pulimentarse sino para que por primera vez nazca la desnudez. Sólo entonces despojarse es abrazar la herida.

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Ese viento que es el poema no exhibe nada; ha borrado la ilusión del yo. Trae silbidos de espectros lejanos, el llanto de un rinoceronte, el ruido de árboles que crujen, el rumor del agua acariciando la hierba.

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Medir la fuerza de un poema sólo es posible si se investiga su resistencia.

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Una máquina reluciente puede resultar indiferente. La medida de la extrañeza no se confunde con la métrica de los agrimensores.

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También en el descampado del lenguaje se despliegan acróbatas de la altura, gramáticos puros, arquitectos del caos, policía secreta, títeres del amor y bufones del orden luchando por deslumbrar con su magia prestidigitadora.

Tampoco falta un payaso triste que se debate con su afonía.

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El silencio no sólo precede al poema; socava su interior, el sentido como presencia.

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Si hay verdad poética es verdad de la pregunta: su claustrofobia ante la clausura dogmática. El sujeto disgregado no tiene certeza para sujetarse: sólo una tabla astillada para asir un puñado de pulsaciones nocturnas abiertas a otra vida.

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Los hallazgos son diminutos, como las certezas desguarecidas en la polvareda del camino.

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El devenir no empequeñece nada: nunca hubo grandeza. El poema altera la medida de lo humano.

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Lo otro no es espejo. Ni hay rostro.

La escritura es ese poliedro que nos hace irreconocibles.

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Sin dioses a la vista, queda el soplo indócil del poema. Quien lo escucha, también puede decir «no» al ritual del sacrificio que cada día se alza sobre sus ojos.

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Y si no queda altar y si nunca lo hubo, ¿quién podría asumir el riesgo de subirse al poema para predicar, sin la secreta intención de suicidarse?

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Declararse en bancarrota. Decir: no conozco más que un ínfimo rincón de provincias ni sé del goce del cosmopolitismo. Sólo esta imposible necesidad de rehacer el silencio en los umbrales.

 

Y aun así, de lo que no se puede hablar, escribir.

 

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El poema se lanza al aire, atraviesa una tierra de nadie, escucha lo no dicho, siente lo impensado, intuye lo no vivido. Más que voz o silencio, rotura en la que se urde todo tejido.

 

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Poligrafía: trazas de lo que no supimos hablar.

Ranura que espía el cielo y secretea con el mundo.

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También los silencios pueden enfermar: convertirse en adicción, no poder ya pronunciar la cifra del sueño.

Faltar las voces, hacerse síntoma en un cuerpo amordazado.

Ante esa condena seguir cavando. Aunque las palabras arrastren cuerpos ahogados y se hundan con ellos.

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¿Seguiremos sujetos a un monólogo de soledades? No basta que el poema diga: “aquí no hay ningún muro, allá no hay nada” si no se alza como un martillo.

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Puede que los otros estén del otro lado del poema, donde apenas pueden escuchar. Ya estuvieron desde antes, aunque ahora sólo lleguen sus voces ininteligibles.

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Lo escrito es oído antes de pronunciarse. No conversa con todos: sólo con quienes se hunden en su abismo presentido.

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Todo tartamudeo es penoso. No le vale la mímica de los labios para hacer vibrar las cuerdas. Lo impersonal tira de algo que quiere murmurar y está, sin embargo, trabado: atravesado en la garganta, como un llanto que se asfixia.

 

Tampoco se puede callar. Incluso si se desespera o precisamente porque ya no hay espera. El dictado nace ahí: en la demora. Conjuga silencios, enlaza la gramática del poema a la agramaticalidad de la desdicha.

 

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Porque hay vigilia del deseo ninguna estancia poética es arribo. La utopía de la escritura no es su propio acabamiento, sino su tránsito hacia un cielo que se posterga.

 

El devenir del poema como deseo lleva lejos. Simular que sabemos adónde es poner cerrojo a sus pasos. Darle un somnífero para que duerma tranquilo.

 

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No todo es melancolía, pérdida de lo que nunca se tuvo. Pero ¿qué poema no arrastra ausencias, insomnio, noche abierta al subsuelo? ¿Qué escritura no se calcina al sol? Y si se entrega a su vocación de resistir al día, ¿cómo podría no rozar lo ininteligible?

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Su herida se dice de muchas maneras. En la diáspora. En lo que no tiene techo. En la conmoción ante la lluvia, el espanto ante una tierra que los saqueadores convirtieron en salina.

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Después el poema ya no puede ser inocente. Tiene que elegir entre la revuelta o el estanque. Y si no quiere conquistar, destituye: inventa una playa para revolverse como un perro en la arena negra del mundo.

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Pregunta: “¿quién quiere descansar?”.

La vigilia quema sus ojos: se hace intimidad del júbilo y del dolor.

Después, esa vigilia nos sorprende escribiendo un poema.

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También la escritura a veces se convierte en naufragio. Las promesas encallan. Lo añorado se hace herrumbre.

 

No hay cómo rescatarse.

 

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No somos nosotros quienes podrían consolar al poema. Es él quien nos da una mano, después de haberse entregado al pulso consigo mismo. Los rastros quedan ahí, como desprendimientos de un sismo que apenas sospechábamos.

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La complacencia es el arte de convertir las chozas en castillos. Tiene que olvidar el humus de los suelos, la humedad de las paredes, la orfandad de las habitaciones: hacer del poema una fortaleza.

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La dulzura del regreso es la ilusión que el poema desarma. En su soledad, la partida resplandece.

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Leer es reanudar un sentido desanudado. Sin amarras, navegamos hacia un lugar imposible.

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Nunca estuvimos a salvo. Quien no escribe arriesgando su ser no puede imaginar el espacio de lo impropio -el poema en su singularidad.

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Morar en un poema es un oxímoron. Poetizar es ese desbordamiento en el que no hay más que éxodo. En busca de un contramundo que hay que crear bajo el signo de la catástrofe.

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Cualquier fulgor se hurta al precipicio. La poesía es porvenir insinuado por el poema, continente que sólo se pisa al final de lo poetizado. También su suelo es quebradizo: un témpano en verano.

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No hay Poesía –sólo la huella de un archipiélago que se aleja cuando se nombra.

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El temor a la exposición es el letargo del poema. Exponerse es negarse a convertir la desnudez en una forma de violencia.

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La «exhibición» es la violencia contra el poema.

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No puedo callar, pero el discurso está agrietado. En esa aporía, la escritura abre una ranura.

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Cercanía de la lejanía: abrazamos ausencias. El poema las rememora. Trae la melancolía de un espectro.

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También un poema grita, susurra, calla. El lector (perplejo, encandilado) apenas sospecha lo que dona en su lectura.

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Discurso subterráneo: la perífrasis en tanto aproximación. Contra el eufemismo, el rodeo como referencia a un centro imposible que no puede, por lo mismo, decirse.

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La pérdida no se deja asir por la imagen: ese excedente de la «experiencia» es lo que el poema viene a buscar. La alegoría nombra una distancia irrepresentable.

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Interrogar lo que se esconde no es esconderse. Todo trabajo de exploración asienta en la promesa postergada de abrir la oscuridad.

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Precipitarse sobre la materia es el deseo del poema de encarnar un sentido que se fuga.

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No sabemos mirar de frente el deseo tras sus hendijas: no hay espejo para lo agrietado.

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El poema es obra en obras, batalla entre la promesa del erotismo y la realidad de la incongruencia. Como Rilke, persigue ese “ángel terrible” que no nos aniquila porque nunca logramos acariciarlo.

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Tras la ausencia, el exceso de una extranjería que persigue otra orilla.

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Llegados a cierta altura de la noche, no hay quien no sospeche de la veracidad: ¿no es ya todo poema discurso de la seducción?

Al sospechar perdemos la inocencia: somos forzados a situarnos entre la intimidad y el simulacro, la sinceridad y la retórica que la limita sin suprimirla. Ningún «intimismo», ninguna «exhibición»: exposición del campo de batalla que el poema reconstruye.

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Si la resistencia de lo real exige atravesar los límites, el poema no puede más que manifestarse como escritura dislocada, rota por una exigencia insostenible.  

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A pesar de su muerte anunciada, el poema no se da por enterado. Su confinamiento es producto de una violencia, no de su ilegibilidad. Forzado al margen, vocifera como puede su otra lengua.

Y aun así, sobrevive. Como un espectro, entre el relato de su extinción y la memoria de su deseo.

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La promesa de una poesía no sólo para todos sino también hecha por todos, ha hecho un giro irónico: hacer poesía para ser alguien.

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Construir otra sensibilidad para cambiar la vida. Dejarse erosionar para que la escritura traiga otro tiempo: alegorías del porvenir.

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El poema es viento que raspa nuestros párpados. Su desasosiego funda la vigilia del deseo.

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La herida sangra, sueña una comunión nocturna.

En esa libertad, aprender la desnudez.

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No hay poema sin distancia.

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No realizar la vida en el poema sino –como quería Artaud- realizar el poema en la vida.

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Escribir lo irreparable: una promesa sin redención, una grieta en el desierto.

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Cuando faltan las palabras, cuando un lecho de piedra dobla el poema, inventar otra lengua para seguir cavando una salida.

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Escribir como se vive: resistiendo la asfixia.

 

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