Por Yanko González*
Crédito de la foto (izq.) Komorebi Ed. /
(der.) Fb del autor
“Nuestro destino es regresar”:
Exterminio (2019) de Juan Manuel Silva Barandica**
Los dos epígrafes que abren este nuevo libro de Silva Barandica son intimidantes, no por lo que dicen, si no por la complejidad prescriptiva que sugieren. Particular atención merece el segundo, tomado aparentemente del Sepher Yetzirah, Libro de la Creación o el Libro de Abraham en el mundo judío y que evoca a la producción sónica y silábica del lenguaje como producción de almas. Ello dará pie a vertebrar Exterminio del autor como una Cábala paralela, negativa, pendulando entre la apostasía y la poesía como religión propia, que se vale del mismo sistema metafórico y parabólico de todo credo.
Descubro que en su fase inédita lo que presentamos hoy se llamaría El Libro de los Libros del Exterminio —escrito hace 16 años—, evocando la piedra angular de un culto o la exégesis de una palabra u “oralidad original” dictada sobre la composición y disolución del mundo. La poesía tiene una ardua tarea cuando quiere cantar como prótesis, paráfrasis alucinatoria o espectral de un credo o una cosmogonía. A veces se notan las suturas que unen el canto y el objeto metafísico de su canto; otras veces, como en muchos libros místicos y sagrados, las suturas desaparecen hasta convertirse en religión. Pero en otras, como en el caso que ahora nos ocupa, las suturas no son junturas, sino cicatrices, que buscan evidenciar las uniones como huellas singulares en la experiencia, más allá de lo sensible. Aunque en los tres casos hay una estetización de la creencia –o de la falsa creencia–, en el último se desliza oblicuamente y a cada tramo, su opuesto: la estetización de la duda, la extinción de la fe. Clave que nos permite abrir versos —o cábalas— como el poema VIII: “Todo movimiento es ya caída. Todo lenguaje sin dirección es destierro. Exterminio” (p. 17).
Si se piensa como gentil, como bípedo mundano, la apuesta del autor de este libro en el campo de fuerzas socio-literario en la ahoridad es puro riesgo. Insoportables de realidad y saturados de suceso físico, el poema metafísico pareciera en retirada o arrojado al cementerio del romanticismo inglés, al cancionero new-age o a las iglesias folklorizantes de cosmovisiones étnicas. Un peligro, porque supone hilar y resolver anchas y ricas tradiciones para encontrar el intersticio donde colocar la voz sin acuchillar la honestidad con el estilo. Debo confesar que en mi opinión —y seguramente por mi filias y fobias estéticas— al menos en Chile, pocos logran sortear los miriñaques y falsetes del alumbrado, del chamán extático y majadero que apelotona versos. Pienso en las mejores zonas de Rosamel del Valle, de Armando Uribe, de Eduardo Anguita. Es que cómo no pensar en Anguita y disculparme las palabrotas que siguen. Meses antes de morir calcinado por su propia estufa, un periodista le preguntó a quemarropa en el portal de su edificio qué era el yin y el yang, a lo que el autor de Venus en el pudridero le gritó, cansado de tanta solemnidad etérea: “¡el pico y la zorra!”. Resulta difícil agregar algo más después de esa respuesta. Pero podríamos intentarlo, porque se trata de contestar la esperada exageración levítica, monacal, con un disparo de sensatez, pues al fin y al cabo la mejor poesía metafísica, sigue siendo física, ya en su fe como en su apostasía, ya en sus afirmaciones como en sus ficciones. Décadas antes de este tiro a quemarropa, Anguita había emprendido una poética reflexiva y numinosa percutiendo un verso que viene a estallar en Exterminio de Juan Manuel: “Venimos de la palabra” —dice Anguita— “nuestro destino es regresar”. Y he ahí el intrépido y revitalizante aporte de este libro, no sólo como una obra sintiente, sino también pensante, donde se asestan y aciertan versos como “solo la muerte es ignífuga” (p. 10) o “la lengua es otra forma del fracaso” (p. 34) que, juntos —quizás— reescriben los grandes credos monoteístas desde el desaliento.
Más allá de nuestra lengua, la tradición con la que juega Juan Manuel es ancha y no nos detendremos en ella nada más que para nombrar y colocar Exterminio en algún punto de fuga que ayude a abrir el libro por sus costados. Pienso en su relación vibrante y constante con el mundo de lo sensible, es decir y como decíamos, con la metafísica como la versión más obvia de la física. Y pareciera aquí que el poeta de Exterminio comenzara donde termina “Augurios de inocencia” de William Blake: “Para ver un Mundo en un Grano de Arena/ y un Paraíso en una Flor Silvestre,/ sostén el Infinito en la palma de la mano/ y la Eternidad en una hora” (Manuscrito de Pickering, 1803). Así, en la arcilla, el fuego, polillas, coleópteros, lluvia, perros y luces de Exterminio se esconde la única verosimilitud poetizable, aquella que el ventrílocuo de Juan Manuel sentencia en el verso “las letras retroceden al silencio de las cosas” (p. 30). Es decir, aquella paradoja —tan sagrada por lo demás— que renuncia a escribir escribiendo, que se esfuerza en sostener la in-nombrabilidad del mundo, nombrándolo y en su aporía —que también es aventura y lance— construir o liberar un universo otro, propio por lo ajeno y cercano por los significados que aun fragmentarios e intuitivos, compartimos.
Por lo anterior y por los ademanes enojadamente líricos que el autor decide transitar en este libro, resulta éste un atrevimiento que celebro con ganas, puesto que es un riesgo que se sitúa no tanto en la contestación “planificada” a toda suerte de objetivismo, poesía de la transparencia social o conversacional o incluso neobarroquismo espectral, sino una contra-respuesta temática y estética de cariz generacional de lo que sigue siendo —aún en sus cenizas— digno de cantar, problematizar, blasfemar o fabular y que no es más ni nada menos que aquellos hilos invisibles que nos sostienen crédulos e incrédulos entre lo que impunemente llamamos fe, palabra y realidad.
Valdivia, Isla Teja, diciembre de 2019.
3+1 textos de Exterminio (2019),
de Juan Manuel Silva Barandica
I
No es la escritura un tránsito de almas. No es el signo estafeta del aliento. Hay un rumor que no explica. Hay una cadencia que no ilumina. El sentido sombrío se ha perdido entre el color de la tierra y la sangre. Y es aquel nombre, aquella sentencia desde el silencio, solo el ángel que ha sido confiado a la presencia, solo el traductor de la muerte. Pues frente a la voz, el soplo traiciona al cuerpo.
XIII
Aunque los cantos sean rotos y el árbol sea sumergido en la luz del padre, la semilla no deja más que una nota, un mensaje de sangre en la puerta del alma. El fuego es un sol que está bajo el cáliz de las flores y es su vínculo. Así el humo que deja el modelador de las formas, no es un rostro, sino una aparición del agua salada en los ojos. Es la historia de santos y mártires, la que hace de todo hogar un túmulo, de todo templo un altar sin cordero.
Si aquel que sueña recordara los leños cenicientos bajo la marmita del gran banquete prometido, solo hallaría cabellos y dientes rotos.
Y solo restan las voces en el oscuro lecho.
Y solo resta que los cuerpos observen lo perdido.
Los muertos no saben besar.
Tienen la boca vacía.
Carecen de lengua.
XV
A la tierra el hueso. Al subterráneo humectar de los cuerpos el fruto. Como si el sol o si en la superficie. Aquí es donde la sangre y los cabellos fortifican los muros. Y una semilla más otra no es un brote, sino adobe. Y el agua no hace barro, sino limpia brevemente. Entre un coro de seres incompletos, vagos e informes, aún en la imaginación de quien los piensa, entre jugos y sustancias y apóstrofes y ecos. Como el tocado del pavo real o como el mundo, dicen que el libro es una gran morada. Una mansión abierta al peregrino. Llena de puertas y cerrojos, quien avanza encontrar debe su llave. En cada puerta hay una disonancia. Entonces, hallar la única, exiliada, es entrar por una letra. Cuerda que tañe quien el tiempo crea. La música es el dolor del que vibrando canta.
XVII
Solía ser la bruma de aquellas horas que no acaban, que no conocen más que la disipación de las formas, el velo en los ojos sin sol. Y también las letras, ese fuego negro sobre un fuego blanco y la blancura que no permitía a la mano una entrada o una salida.
Solo cuando los veía salir en largas hileras hacia el andén, sin rostros ni gestos, lentos como una procesión.
La tenue luz del crepúsculo iluminaba sus cuerpos.
No podía escribir en el amarillo, pues no conocía la vejez ni tampoco la profundidad.
Frente a la impotencia, imaginé sus vidas, sus hábitos, sus gustos.
Fantaseé con nombres, con sus ideas y con lo que podrían enseñar.
Recordaba su infancia y anhelaba que no se repitiera la fábula de la lejanía.
Solo buscaba escapar a los relojes.
Era un asunto de fe, como la luz, los colores.
Como las palabras, como la mano.
Nunca había sido el día, tampoco la claridad.
Las letras retroceden al silencio de las cosas.
*(Buin-Chile, 1971). Poeta, antropólogo y académico chileno. Su obra poética —experimental y heterodoxa— se ha centrado en las fricciones culturales de la exclusión juvenil, territorial, racial y nacional. Es autor de varias antologías de poesía joven chilena y latinoamericana, además de artículos y ensayos sobre literatura y antropología, destacándose dentro de estos últimos La construcción histórica de la juventud en América Latina. Bohemios, rockanroleros & revolucionarios (junto a Carles Feixa, 2013). Ha publicado en poesía poética está compuesta por Metales pesados (1998), Alto Volta (2007) y Elabuga (2011).