Este ensayo, que forma parte de uno titulado El artista contemporáneo y el “drama” de la disposición poético-plástica del espacio peruano: Sebastián Salazar Bondy, Blanca Varela y Jorge Eduardo Eielson, fue publicado como un capítulo de su libro La construcción de un artista peruano contemporáneo: poética e identidad nacional en la obra de José María Arguedas, José Emilio Westphalen, Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson, Sebastián Salazar Bondy, Fernando de Szyszlo y Blanca Varela, publicado por el Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, en el año 2000.
El paisaje infinito de la costa del Perú:
Jorge Eduardo Eielson
Por: Luis Reabaza Soraluz*
Crédito de la foto: © Archivo Mario Pera
El primer trabajo con tema precolombino de Jorge Eduardo Eielson data del año de su partida definitiva del Perú. No es un texto literario sino una obra plástica. Lleva el título de La puerta de la noche (1948) y es una escultura de pequeño formato hecha en madera tallada, labrada y quemada. Tanto el autor, como uno de sus compañeros de promoción han señalado vínculos con la arquitectura andina al considerarla un “homenaje a la Puerta del Sol de origen Tiahuanaco” (“Jorge Eduardo Eielson: el creador” 192)[1]. A este trabajo le siguen las series abiertas El paisaje infinito de la costa del Perú y Quipus, que él inicia formalmente en 1963, el mismo año en que Varela da a conocer su colección Luz de día y Salazar Bondy una nueva edición de su versión moderna del drama Ollantay.
La primera de aquellas series consta de varios ensamblajes, performances e instalaciones; la segunda, de telas retorcidas, plegadas, estiradas y anudadas encima de lienzos tendidos sobre bastidores de madera. Ambas, según su autor, tienen una génesis común que se remonta a finales de la década del 50, como revela en 1988 tanto en una entrevista como en las páginas del “diario” (entradas que corresponden al 17 y 19 de setiembre de 1980, respectivamente) insertado de manera intercalada en la trama de su segunda novela Primera muerte de María:
«Retomé la pintura en 1957, con lo que yo llamo “El paisaje infinito de la costa del Perú”¼ Esta serie se fue transformando mucho. Hubo momentos en los que sólo trabajaba con arena, casi no había trazos de otra materia, ni horizonte, ni nada. Únicamente huellas de pies o de manos o algo que escribía. Luego incorporé huesos de animales, cabellos humanos, pájaros muertos, etc. Llega un momento en el que incluyo huellas de mi propio cuerpo, como si hubiese estado echado o sentado sobre ella. Añadí después restos de vestidos y, a través de ellos, termino por hacer nudos. Entonces el vestido se transforma en un lenguaje manual. De ahí partió mi predilección por el tejido, como si surgiera de la misma arena«. (“Jorge Eduardo Eielson: el creador” 193)
«En el verano de 1960, una luxación del tobillo derecho me obligó a completo reposo durante treinta días que, con el correspondiente proceso reeducativo, se convirtieron en sesenta. Durante esa inmóvil espera comencé a vislumbrar una remota historia de pescadores en los desolados desiertos de la costa peruana, de la que siempre fui tenaz enamorado. En un primer momento, el asunto contaba poco. Lo que más me urgía ¾o así me parecía¾ era la representación del paisaje por la palabra*. Pero sin caer en la simple descripción, ni en el puro lirismo.
* [Nota a pie de página]: Sólo más tarde comprendí que los materiales que yo necesitaba para ese añorado texto no eran las palabras. Es decir, no eran los personajes (aunque ellos deberían regresar más tarde, reducidos a simples vestidos), ni los sentimientos ni las circunstancias que los movían, sino simplemente los colores, el espacio, las texturas. Pero, sobre todo, el espacio, puesto que era el espacio ¾el elemento más sutil del paisaje¾ el que rodeaba, en un estéril abrazo, la ciudad en que nací. Paraíso e infierno, pero única grandeza permitida a los limeños, era también su dimensión más secreta, era el silencio de las dunas al atardecer, eran los juegos de la sombra y de la luz sobre el territorio amado. Era la arena del desierto. Era el desierto a secas. O, en su defecto, un pedazo del mismo. Un fragmento de territorio. Una sucesión de fragmentos. Una infinita cadena de fragmentos de mi memoria, convertida en “materia pictórica”, que conformarían ese paisaje virtual que las palabras nunca podrían devolverme. … Por todas estas razones decidí rescatar, con la sola ayuda de mi memoria, toda la extensión costeña, fragmento por fragmento, y ello a lo largo de toda mi existencia, no importa cuál fuera el desarrollo paralelo de mis demás actividades. A esta virtual epopeya ¾que culminará tan sólo con mi propia desaparición¾ la he denominado el “paisaje infinito de la costa del Perú”«. (Primera muerte de María 75-76)
«Fue en ese mismo año [1962] precisamente, que desemboqué en la manipulación de prendas de vestir (que más tarde me llevarían al simple anudamiento de los textiles de colores que yo llamé “quipus”, en homenaje a los antiguos peruanos). Surgieron así personajes absortos, o más bien restos, despojos de los mismos. Criaturas usadas por el tiempo, la erosión, las pasiones, la perfidia humana«. (82)
Los primeros ensamblajes de El paisaje infinito de la costa del Perú llevan los títulos generales de Composición y Serie (ver reproducciones en Jorge Eielson n/p, 1998). A grandes rasgos, constan de superficies hechas con materiales solidificados que permiten la percepción de la textura de sus componentes. A partir de 1960, acompañando el uso cada vez más frecuente de la arena y el color azul marino, Eielson pasa a titular estos trabajos Paisaje infinito. Para 1963, los ensamblajes llevan el extenso nombre con el cual se va a conocer la serie entera. Este título delimita un sentido para todas y cada una de estas piezas, demandando que sean “leídas” como representaciones paisajísticas de un espacio geográfico —la costa del Perú—; mas el producto sensorial obtenido por Eielson no se ajusta a la línea figurativa que se espera convencionalmente en las imágenes pictóricas de un género como el “paisaje” [2]. No se trata de piezas donde se “pinta” o “dibuja” sino, más bien, donde, como dice su autor, se convierten en “materia pictórica” sustancias como arena, tierra, piedrecillas, cemento, limaduras metálicas, telas y hasta huesos y excremento animal[3]. La falta de imágenes figurativas hace difícil encontrar las relaciones de significado establecidas entre el título y la materia pictórica. Sobre el lienzo, la arena y el cemento están aplicados y distribuidos de tal manera que los trabajos pueden verse como composiciones pictóricas “abstractas” y bidimensionales debido al predominio en ellos de formas, colores y texturas (exhiben áreas geométricas regulares e irregulares, gamas de colorido y niveles de entramado). Se podría argüir, por otro lado, que las formas identificables de los huesos y objetos ensamblados constituyen aspectos figurativos que pueden y deben asociarse a la idea de “paisaje”; los ensamblajes, además, no son superficies completamente planas y permiten un análisis plástico a partir de sus tres dimensiones (son construcciones donde se hacen evidentes, y hasta enfatizan, la materialidad y el volumen de los diversos cuerpos y sustancias aplicadas en capas).
Es en este contrapunto establecido entre la abstracción y la identificación material que, superponiéndose a la evidente condición de representaciones plásticas que tienen estos ensamblajes, la inclusión de partículas minerales y de materia orgánica halladas originalmente en el desierto peruano crea un vínculo espacial “directo” con la “guía de lectura” que pretende ser el título. La naturaleza de estos elementos y su presencia física permiten e incitan una lectura de los ensamblajes que los presenta virtualmente como “fragmentos materiales” del territorio aludido. Las áreas rectangulares formadas por los límites del lienzo cobran así mayor sentido, interpretadas ambiguamente como segmentos concretos tomados de la superficie del suelo de la costa del Perú; cobran, así mismo, otra dimensión, pues podrían concebirse, debido al relieve que despliega su tridimensionalidad, como porciones “cúbicas” de aquel espacio.
Siguiendo esta línea interpretativa, lo que pudiera pensarse eran principios de composición pictórica pueden ahora percibirse como principios plásticos de organización espacial. Principios que tienen mucho en común con aquéllos aplicados en el tratamiento del espacio en géneros como la Instalación. Al tener en cuenta, además, que en El paisaje infinito estos principios se repiten en mayor o menor medida en cada unidad de la serie, puede inducirse que su correspondencia “material” con la disposición del espacio en el suelo peruano no se limita a su semejanza con el ordenamiento de una sección particular del terreno sino, sobre todo, a su semejanza con el orden que rige la totalidad tanto del desierto de la costa como, sinecdóquicamente, del territorio de la nación. Cada ensamblaje de la serie es tanto un “módulo” de construcción como también una reproducción sintética del modelo espacial de un Perú que se concibe como espacio sin fin.
Los principios plásticos que yacen detrás de la disposición espacial de este paisaje infinito consisten, a grosso modo, no sólo de una serie de patrones espaciales (algunos ya delineados) sino también de una serie de patrones estéticos temporales que corresponden a la experiencia cultural y a la formación artística de Eielson en el Perú. Su génesis ha sido explicada de la siguiente manera por él en otras dos entrevistas concedidas en 1988:
«El único paisaje de mi infancia y mi primera juventud ha sido el paisaje marino cercano a Lima: arena, cerros pelados, y la inmensidad del Pacífico, es decir una entidad prácticamente abstracta, casi metafísica. … Por otra parte, hice algo con la arena, presente en mi “Paisaje infinito de la costa del Perú”, una serie de “cuadros” o más bien de fragmentos de un territorio amado, cuyo rescate sigo adelante y pretendo proseguir hasta el fin de mis días«. (“Jorge Eduardo Eielson: un doloroso” 84)
«Cuando hice mis primeros paisajes eran muy abstractos. El paisaje del Perú es perfectamente abstracto. Cuando yo hacía un paisaje, el espectador europeo veía en él un cuadro abstracto. Más adelante seguí trabajando y, entonces sí, incorporé la figura, pero no pintada, sino sugerida a través de restos de esqueletos, pájaros muertos, después un pedazo de blue jeans, zapatos¼ Eso se convirtió en otra especie de expresionismo, coincidió mucho con el movimiento pop norteamericano que no tenía nada que ver con eso, porque el Perú era otra cosa. Aquí [en el Perú] había una especie de exhaltación de la destrucción. Seguí adelante, retomando “el paisaje infinito de la costa del Perú”. Lo digo así, porque es un paisaje que abarca millares y millares de kilómetros, del sur hasta el norte y, además, porque es muy interior, es una infinitud«. (“Eielson: la vida”)
En los ensamblajes de El paisaje infinito (ver reproducciones en Jorge Eielson, 1977) se encuentran con frecuencia tres de las constantes a las que Eielson se refiere en sus declaraciones: el uso de arena, la presencia de relieve semejando contornos o accidentes del terreno sobre la superficie terminada, y el color azul. Sobre la base de estos materiales, Eielson consigue crear texturas que aparentan áreas húmedas y hasta el volumen y la porosidad del suelo rezumando espuma. Estos elementos vienen acompañados de patrones de disposición que determinan la estructura que he llamado módulo de construcción espacial. Este módulo puede apreciarse con mayor facilidad si se piensa que cada trabajo sugiere espacialmente dos planos simultáneos que se articulan para crear una suerte de plataforma y fondo escenográficos. Para empezar, la idea de los ensamblajes como “fragmentos de un territorio” (planos horizontales) requiere como ángulo de observación la vista a vuelo de pájaro: se sugiere la orilla donde la arena se encuentra con el azul del mar. Presentados como “cuadros” frente a un público (planos verticales) requieren de un ángulo panorámico de observación: se sugiere un horizonte donde el desierto se encuentran con el azul del cielo. La yuxtaposición de estos dos ángulos de observación ubica al espectador “dentro” del escenario, en algún punto de la geometría espacial de tres dimensiones determinada por los ejes coordenados en que se convierten los planos imaginarios al intersectarse.
A este módulo Eielson le añade patrones temporales aprovechando, en primer lugar, la naturaleza de materia desgastada de la arena misma; en segundo lugar, construyendo texturas con las que consigue sugerir erosión en marcha causada por los elementos (agua, viento, calor); y, en tercer lugar, valiéndose del estado de “restos” en que se encuentran los objetos escogidos, materias o cuerpos que parecen hundirse o emerger del suelo de tierra o arena presentando un proceso de destrucción. Estos últimos, sobre todo, evocan tanto el paso reciente como la presencia o existencia previa de vida o ciclos naturales. De todos los materiales usados para sugerir una dimensión temporal, Eielson va a mostrar predilección por los tejidos o telas. Aisladas del resto de elementos plásticos incluidos en la serie, las telas van a convertirse en la materia primordial de muchos trabajos hasta dar lugar al formato de los Quipus.
Los Quipus, como ya he mencionado líneas arriba, constan en general de telas retorcidas y anudadas que luego se tensan sobre bastidores de madera (ver reproducciones en Jorge Eduardo Eielson: Chemises 1972). En 1962, antes de que estos “nudos” textiles se hicieran una constante en su obra, Eielson explora las posibilidades plásticas del uso de arena de colores y prendas de vestir no sólo en los trabajos de El paisaje infinito sino también en una serie de Camisas (ver Jorge Eielson n/p, 1998). Estas piezas son ensamblajes que exhiben superficies formadas por capas de arena y pintura entre las que se muestran camisas en diferentes grados de desgaste y niveles de exposición. Abundan tonos diversos de color azul y texturas que semejan distintos tipos de suelo. El uso de materiales manufacturados exhibiendo señales evidentes de manipulación (cuya carga de subjetividad puede discutirse pues aparecen rasgadas, cortadas y hasta quemadas) permite apreciar la transformación “expresionista” por la que pasa el módulo espacio-temporal construido en El Paisaje infinito. En esta versión renovada del módulo las prendas hechas restos atestiguan el paso del tiempo. Esto hace que cada fragmento evocado de territorio cargue consigo una referencia histórica propia de la costa peruana. Por extensión, el espacio nacional adquiere así calidad de “sitio” arqueológico. En una larga conversación entablada en 1995 con Martha Canfield, Eielson explica estos vínculos con las siguientes palabras:
«[La referencia al arte precolombino la] veo a partir de las prendas de vestir, que siempre han sido una de mis obsesiones y que a su vez partieron de los “paisajes infinitos de la costa del Perú”, es decir de la arena misma, algo así como si hubieran sido desenterradas como restos arqueológicos. Partiendo de esas prendas, entonces, era inevitable que las explorara hasta en sus mínimos detalles. Después de templarlas, arrugarlas, arrancarlas, quemarlas, cortarlas y demás, terminé por anudarlas. Entonces me di cuenta que estaba realizando un gesto antiguo, primordial, no sólo originario del Perú, sino que se hallaba también presente en las civilizaciones de la cuenca del Mediterráneo, de la India, la China y otras culturas arcaicas. La denominación de quipus que he dado a esas obras es un título genérico y tiene una función identificatoria; pero es también mi modesto homenaje a esos antiguos peruanos que supieron convertir un gesto primordial en un verdadero y sofisticado lenguaje. Respondiendo más precisamente a tu pregunta, te diré que los nudos siguen siendo para mí un punto de referencia importante en mi trabajo visual; pero no necesariamente el único«. (El diálogo infinito 37-39)
La manera en que se pasa del uso de “restos” en El paisaje al uso de “trapos” en los Quipus se muestra claramente en una de las Camisas de 1963. Anudada y hecha tiras, la prenda de vestir se ha estirado en tres direcciones hasta templarse sobre un bastidor cubierto por un lienzo en blanco (Jorge Eielson: il linguaggio 46). Eielson explica este cambio como un proceso estético que consiste en la eliminación (supresión, invisibilidad o desaparición) tanto de la realidad perceptible como del “cuerpo físico” de la obra. Su trabajo pasa de la presentación tanto parcial —o residual— de elementos plásticos a la mera alusión de su presencia virtual mediante la exhibición de huellas[4]. Se pone énfasis en la posibilidad de evocar tanto las partes de las prendas consumidas por el uso, la erosión o destrucción, como los cuerpos completos que dejan en sus rastros una suerte de vacío con forma, o de espacio “modelado”. Sobre este último punto podría hablarse de otra semejanza con el género de la Instalación. En la Camisa (1963) que menciono líneas arriba se ha eliminado la arena y el propio proceso de “desgaste” de la prenda, dominantes en la serie, para reemplazarlos por una evidente manipulación “expresionista” que la muestra como harapo o trapo.
Las estructuras de composición de los Quipus elaborados durante ese mismo año son muy semejantes a las de dicha Camisa. La diferencia mayor está en que los Quipus no presentan ropa sino únicamente piezas de tela. Se eliminan las prendas y con ello la evocación de un posible sujeto. Se elimina también, a nivel pictórico, la pintura (pigmento y suspensión); y la tela (teñida o no) pasa a “competir” con el lienzo que soporta materialmente el cuadro. El tipo de “expresión” puesta en las manipulaciones destructivas de las Camisas es reemplazado, en el manejo de las telas de los Quipus, tanto por lo que Eielson ha llamado “gesto” como por su producto: el “nudo”[5]. Algunas de las reflexiones estéticas del artista acerca de estas exploraciones llevadas a cabo en los años sesenta se encuentran en dos textos breves, publicados juntos en 1972, que llevan como fechas octubre de 1968 y enero de 1969 respectivamente:
«En lo que me concierne, considero como agotado el ciclo de búsquedas en el que me concentré en estos últimos diez años. Los resultados no son completamente malos. Del orden geométrico y de los juegos cinéticos de mis primeros trabajos europeos (París, 1948-1950) a la introspección en la memoria y el regreso a las fuentes con los que proseguí mi trabajo visual algunos años más tarde (cuadros en relieve, con arena, tierra, cemento; Roma, 1960), pasando por la ropa, camisas y otros trapos que terminé por anudar, desgarrar, quemar, llegué a un sistema muy reducido de nudos de colores (quipus) regidos por leyes internas precisas.
Dicho esto, me encontré en el punto de partida de una nueva libertad de acción que, en forma muy natural, terminó por incorporar los signos de la escritura en un contexto nuevo. Ellos colaboran así a la eliminación progresiva de los soportes materiales e incluso a mi más arriesgada concepción del espacio y del tiempo como parte integrante del fenómeno visual. Más aún, esto coincide con un movimiento general de supresión del cuerpo físico de la obra de arte». (Jorge Eduardo Eielson: Chemises s/n)
«Las artes visuales cumplieron un ciclo irreversible que nos llevó de la representación figurativa hasta la más completa desaparición de la imagen (en favor del color puro y del espacio), para terminar con el cuadro (bastidor y tela, por ejemplo), la escenificación en el espacio (ambiente) y finalmente la visualidad misma, en tanto que fin y base principal de la obra.
En mis trabajos actuales más representativos, el elemento visual cuenta de modo muy relativo. Lo que me interesa en el fenómeno óptico, no es precisamente lo óptico, sino el fenómeno mismo. En otras palabras: la distancia que existe entre lo mental y lo visual propiamente dicho. El juego de fuerzas que provoca el encuentro entre la realidad perceptible y el pensamiento. Por ejemplo, una de mis experiencias consiste en la eliminación de una parte de la realidad de un objeto, para reconstruir la parte invisible con la sola ayuda del pensamiento. Creo que si la operación se efectúa con suficiente impulso imaginativo, las fuerzas imaginativas del espectador serán incitadas con un impulso semejante, y el placer de la participación será entonces mayor. La contemplación pasiva es sin duda una forma anticuada de deleite estético que llevó solamente a la parálisis del acto creador, a la decadente acepción del “arte por el arte”, a los conceptos ya caducos de forma y de fondo, y a la conservación de pequeños grupos (élites o cofradías) con las que la creación actual ya no tiene nada en común. [Mis traducciones, ambas del francés] (s/n)«.
El título quechua de Quipus asocia los nudos con el mundo precolombino. Los “quipus” son originalmente sistemas de contabilidad incaicos fabricados con cuerdas de colores anudadas y agrupadas en series con el objeto de preservar información. En sus series pictóricas posteriores, como la de Estrellas como nudos/Nudos como estrellas (veánse ejemplos en Jorge Eielson: la scala) iniciada en la década del ochenta, Eielson sugiere un tipo de nudo asociado al ordenamiento del cosmos; un universo textil, imagen que Salazar Bondy elabora en su poema “Cielo textil de Paracas”. Esta idea no es la única que comparte Eielson con el grupo de artistas que le son cercanos. La imagen del “gesto” como centro de la acción creativa es también elaborada por Salazar Bondy : “La mano es sólo el cauce / por donde viene ardiendo la pintura” (Obras: poemas 111) y por Blanca Varela: “Vuela la mano, nace la línea” (Luz de día 50). En la anonimidad de los quipus incaicos y del arte peruano del pasado[6], Eielson encuentra otro referente cultural donde apoyar el proceso de eliminación de los agentes manipuladores de las telas, sugiriendo un tipo de “ausencia” que pone en relieve el arte por sobre el artista[7].
En la década del setenta, Eielson abre otras líneas de su trabajo con temas precolombinos explorándolo en El cuerpo de Giulia-no (1971), su primera novela, y en una serie de performances. A la publicación de la novela pronto le sigue una performance del mismo nombre presentada en la Bienal de Venecia de 1972 (veánse documentos fotográficos en Jorge Eielson: Il linguaggio). En ésta, el artista ata y envuelve el cuerpo de una modelo con largos cortes de tela que exhibe distintos tipos de nudos. Ubicado, cronológica y técnicamente, entre los “anónimos” nudos de los Quipus y la presencia dinámica del artista en la performance, el texto de la novela revela un yo que elabora conceptos e imágenes que relacionan nudos y gestos del pasado peruano con los lenguajes oral y escrito, con ciertos procesos de transmisión de la memoria, y con la posibilidad de creación poética mediante códigos manuales, plásticos o textiles, alternativos al verbal dominante. El pasaje que mejor articula estos vínculos ha sido luego transcrito en diversos catálogos:
«Falto de luz, mi lenguaje se detiene donde comienza la vida real. Tales son las movedizas fronteras que separan la mixtificación escrita de la verdad pura, desnuda. Los antiguos peruanos, que nada sabían de las letras, no conocían la mentira ni el subterfugio. No conocían la literatura. En el lenguaje oral, fluido, materialmente inestable, mentir, tergiversar, alterar, no eran sino crear, transfigurar, descubrir. Lenguaje y lengua puras, generadores del mito. De fabulosos teoremas verbales que la experiencia cuotidiana no es capaz de contener sino en fragmentos. Miserables migajas del festín celeste. Luego, si algo había de quedar, si alguna utilidad tenía el cielo en tierra, los escribas del templo, los kipucamayos inmovilizaban en uno o varios gestos manuales la entidad del argumento. Nacían así sistemas de cuerdas y nudos de colores, originalmente utilitarios, verdaderas fichas estadísticas de las cosechas, medidas agrarias, zonas de irrigación, censo territorial, etc. Sólo más tarde apareció el poema, entre los dedos del escriba y los del sacerdote del sol. ¿Era tal vez esta divina fragilidad del mito, descendido a tierra nuevamente, la que tanto había asustado a los indios [de la selva peruana] a quienes pretendí iniciar en el juego de los cordeles? ¿En aquella sintaxis, en aquella matemática gratuita, se ocultaban quizás las leyes mismas de la creación? Ninguna computadora de vigésima generación, o posterior a ella, podría descifrar, durante miles de años de incesante trabajo, lo que un sólo nudo de color ocultaba en su seno impenetrable. En la brillante desnudez conceptual de aquellos gestos latía la unidad fundamental de lo creado«. (122-123)
La primera performance de Eielson con tema expresamente precolombino se titula Paracas/Pirámide. Sus varias versiones siguen un formato básico que data de finales de los setentas y consiste en una serie de coreografías gestuales llevadas a cabo por una persona totalmente cubierta por una extensa pieza de tela. La posición del cuerpo y sus movimientos construyen volúmenes piramidales que semejan la forma de los fardos funerarios hallados en las costas de la región de Paracas. En una entrevista que concede en 1985, Eielson usa como ejemplo esta performance para hablar de la naturaleza del arte en el Perú y de la función del artista peruano contemporáneo. Las ideas más importantes, expresadas con anterioridad en un ensayo escrito en 1977[8], dejan percibir un modelo de arte, una ars poética, que debe presentar simultánea y dinámicamente aspectos aceptados por lo general como antitéticos. Para Eielson, los artistas peruanos contemporáneos tienen a su alcance la posibilidad de articular el pasado nativo y la modernidad occidental llevando a cabo una práctica creativa que estudie y “rescate” (“Jorge Eduardo Eielson: un doloroso adiós” 84) el “tesoro” del legado cultural precolombino. Estas ideas son principios de una poética que surge de una experiencia formativa que comparte con el grupo de artistas colegas y amigos suyos formado por escritores como Salazar Bondy, Varela, Sologuren, y el pintor Fernando de Szyszlo[9]. El pasaje de la entrevista a la que me refiero es el que sigue:
«Pero me duele recordar siempre que poseemos uno de los patrimonios artísticos más extraordinarios del mundo, si pensamos solamente en la textilería y la pintura precolombina, y que este tesoro no ha sido explorado todavía, ni siquiera por las últimas generaciones. Doy un ejemplo: en 1977 realicé mi performance Paracas en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, que podría definir sucintamente como una meditación sobre la vida y la muerte, a propósito del enterramiento y la resurrección de una momia de Paracas. Dicha performance fue la primera que se realizó en esa ciudad y una de las primeras del continente. ¼ ¿No es extraño que un pasado artístico tan rico como el nuestro no logre alimentar en profundidad a nuestros artistas contemporáneos? Es cierto que el Perú es quizás el único país de la tierra que reniega de su pasado indígena, mientras que México lo ensalza sobremanera, Italia busca sus orígenes en Grecia y Etruria, Polonia, Rumanía, Corea, Japón, etc., poseen artistas de talento perfectamente modernos, aunque enraizados en sus respectivas culturas«. (“La creación como totalidad” 23)
Las ideas de un necesario y posible “rescate” del patrimonio artístico precolombino —asociada a los Quipus y a la performance Paracas / Pirámide— y de una “recuperación” plástica de un espacio nacional sin fin —relacionada al proyecto inacabable de El paisaje infinito de la costa del Perú— son dos maneras de expresar conceptualmente una forma de entender el arte y la función del artista. Esta poética sigue hasta hoy, como voy a mostrar al final de este análisis, sustentando la producción artística de Eielson.
El trabajo más reciente de tema precolombino realizado por Eielson es una instalación combinada con performance que data de finales de los años ochenta. Por un lado, este trabajo forma parte de la serie El paisaje infinito y, por otro, está estrechamente vinculado a la segunda novela del artista. Ambas piezas, instalación y novela, se hacen públicas en 1988 bajo el título de Primera muerte de María (tomado de un largo poema escrito en 1949). La instalación consta de un “escenario” de suelo de arena rodeado de paredes pintadas de azul ultramarino. En este espacio se han colocado una mesa pequeña y tres sillas, pintadas también del mismo color azul. Sobre la mesa yacen una botella, vasos y vajilla, también azules. En los platos y sobre la mesa hay restos de comida. Apoyada en una de las paredes a un lado de la mesa hay una escalera de madera cuya parte superior se pierde en el techo. Suspendida a unos metros de altura, sobre la pared en la que se recuesta la mesa, “flota” una cuarta silla. Escalera y silla son también de color azul. Luego de recorrer la ciudad y presentarse en un puñado de sitios a orillas del mar (las instalaciones se llevaron a cabo en Lima, en 1988, y en Helsinski, en 1994), una figura cubierta completamente por un larguísimo manto azul marino entra en el espacio de la instalación y se detiene. El espacio de esta instalación se rige por los patrones de construcción ya establecidos por los trabajos previos de la serie del El paisaje infinito. Predominan la arena, el color azul, el material textil, restos de objetos, huellas humanas y, sobre todo, la intersección de planos que hace que el fondo azul ultramarino intenso sugiera tanto (verticalmente) el cielo como (horizontalmente) el mar.
La novela no desarrolla propiamente el tema precolombino, su marco temporal es urbano contemporáneo y sus personajes son pescadores de nombres bíblicos. La costa del Perú es, sin embargo, una parte importante de su ambientación. La historia no discurre linealmente, los eventos ocurren en distintos escenarios y tiempos. Muchas páginas están dedicadas a los pensamientos y percepciones de los protagonistas. El texto de la narración es interrumpido por las páginas del diario del artista que la escribe, intercalados regularmente entre los diferentes capítulos. En las entradas de estos diarios, el artista, un alter-ego del propio Eielson, “explica” el proyecto estético detrás de la instalación. En la entrada del diario que corresponde al 17 de setiembre de 1980, que he citado páginas atrás, el artista escribe acerca de la manera en que el ordenamiento espacial de la instalación se relaciona con las posibilidades verbales de construcción espacial[10]: “los materiales que yo necesitaba para ese añorado texto no eran las palabras … no eran los personajes (aunque ellos deberían regresar más tarde, reducidos a simples vestidos), ni los sentimientos ni las circunstancias que los movían, sino simplemente los colores, el espacio, las texturas. Pero, sobre todo, el espacio … ¾el elemento más sutil del paisaje” (75-76). Tomando este texto como guía, puede interpretarse la instalación como el ambiente andino costeño de una cabaña de pescadores en la que se encuentran, semihundidas en un suelo de arena, la mesa y las sillas rústicas usadas para una cena cotidiana y abandonada a medio terminar. Los “restos” desperdigados de la cena en el “crama” de la disposición poético-plástica del espacio peruano forman un contrapunto conceptual con el texto narrativo de la novela. Ubicado con claridad dentro del proyecto general de El paisaje infinito, las líneas del “Epílogo” de la novela que cito a continuación, construyen una presencia latente en base a la mayoría de elementos constructivos usados para levantar un espacio nacional:
«El cuerpo de María existía sólo en José, para José. La transparencia de José le devolvía su propia imagen, sin brillo ni afeites. Nada le era más indispensable que ese espejo de carne y hueso para para seguir viviendo. … En su cabaña llena de moscas, de amor verdadero y olor de humedad, reinaban sólo camisas y pantalones, zapatos rotos y redes por doquier. Reinaba José». (106)
Desde que dejó el Perú en 1948, hace ya cincuenta años, Eielson ha vivido sobre todo en territorio europeo (París, Roma, Milán y Cerdeña); allí su obra artística cuenta con reconocimiento y un lugar propio en el desarrollo del arte de posguerra. A pesar de la distancia geográfica con el Perú, la obra visual y literaria de este artista sigue siendo parte activa del arte peruano contemporáneo. En este ensayo me he propuesto mostrar que muchos de los principios estéticos sobre los que se basa su práctica europea provienen de su período de formación en el Perú. El mejor ejemplo de este vínculo puede apreciarse en el trabajo que Eielson exhibe, en 1993, en la Galleria delle Stelline, al interior del Palazzo della Stelline en Milán. Se trata de una instalación en dos partes que titula Homenaje a Leonardo Da Vinci (Jorge Eielson: Il dialogo infinito 22-23). La primera se basa en el motivo bíblico de “La última cena”, ya tratado por Leonardo, y se compone, en el espíritu de El paisaje infinito, de una sala pintada e iluminada de azul ultramarino donde se han dispuesto una larga mesa de madera, una escalera del mismo material, y algunos objetos que bien están sobre la mesa o yacen regados, en fragmentos, por un suelo formado por una capa de arena. Excepto el suelo, el resto de los elementos de la instalación (las paredes, la escalera, la mesa, el mantel que la cubre completamente y los objetos: platos, copas, trozos de pan) han sido también pintados del mismo color azul intenso. La escalera apoyada en una de las paredes llega hasta el borde del techo. La mesa y todos los elementos relacionados con la cena se muestran abandonados en un ambiente despoblado de apóstoles. Excepto por un par de elementos (la figura cubierta por el lienzo azul de la performance y la silla colgando de una de las paredes), los recursos básicos son los mismos usados en su “primera muerte de María”.
La segunda parte del homenaje, “Codice sul volo degli uccelli e sugli annodamenti [Códice sobre el vuelo de las aves y sobre los anudamientos]”, consta de cuarenta objetos textiles que cuelgan del techo, a diferentes alturas, suspendidos por hilos dorados. Los objetos, en el espíritu de los Quipus, son nudos de diversos tamaños y volúmenes, hechos con telas de algodón crudo estampadas con el código de Leonardo en colores negro y/o rojo. Cada anudamiento de la tela impresa reproduce supuestamente un nudo descrito por el texto.
Esta instalación en homenaje a un artista del renacimiento europeo montada en un lugar que se le vincula históricamente está ligada en forma estrecha[11], y aparentemente paradójica para quien no ha seguido en detalle la obra del artista, a una manera de imaginar el Perú. Como puede apreciarse, en “La última cena” se aplican estética y culturalmente modelos de construcción espacio-temporal explorados previamente en la serie abierta de trabajos plásticos El paisaje infinito de la costa del Perú. Se han eliminado los protagonistas y sus acciones para presentarlos por medio de “gestos” en las huellas y objetos “distribuidos” (diseminados o quebrados) en un espacio de tres dimensiones que no es ni abstracto ni teatral. Dos años después de montado el Homenaje, en su larga conversación de El diálogo infinito, dice Eielson comentando la instalación del Palazzo della Stelline:
«Te diré que vaciar la escena leonardesca de la Última Cena y trabajar sólo con el espacio, el color y la luz fue asimismo una manera de acercar ese tema a mi tema eterno del “paisaje infinito”. ¼ [R]educiendo el acontecimiento al ámbito en donde se había producido: después de todo ambientar el rito de la eucaristía en una cabaña de pescadores no es incompatible con la mitología cristiana. Más difícil me resultó renunciar a los apóstoles y a la misma imagen de Jesús, sustituido por una luz azul más intensa. No quería hacer una versión meramente abstracta de la obra, ni tampoco podía recontituirla como una escenografía teatral. Tenía también el problema de los implementos usados en el ágape. Recordarás que en el fresco los apóstoles están distribuidos en cuatro grupos de tres personajes cada uno, con Jesús al centro, y que esta distribución, sabiamente asimétrica, comunica al conjunto una extraordinaria vivacidad. No queriendo traicionar esta dramática elocuencia, pero faltándome los personajes, no me quedó más remedio que transferir la inminencia de la tragedia a los objetos de la cena —platos, copas, panes—, que aparecen diseminados y quebrados entre la mesa y el suelo, como las huellas de una misteriosa reyerta. Todo en riguroso azul ultramar, como tú has notado«. (46-47)
Los modelos de construcción espacio-temporal no son los únicos superpuestos en la manera cómo se concibe esta instalación. El modelo “peruano” de artista contemporáneo también se superpone tanto a una imagen andina de creador como al modelo occidental de un artista múltiple, suerte de “chamán”, como puede ser considerarse a Leonardo. La elección de un homenaje a este artista del Renacimiento responde también a la idea de un artista móvil que circula entre distintas épocas, lugares y culturas. Acerca de este modelo, dice Eielson:
“En cada uno de nosotros hay una música de la cual se tiene más o menos conciencia, algunos la escriben, otros simplemente la oyen, otros la interpretan. ¼ Eso es ser artista, es decir, eso es lo que se llama ser artista, en realidad cada uno de nosotros es un artista. Lo que pasa es que han separado todo. Han separado la sociedad y todas las sociedades tiene que separarse y establecer roles. En la sociedad arcaica todo estaba unido, y había un personaje que se llamaba el ‘chamán’, quien era el mago, el curandero, que también era médico, que también era bailarín, el poeta, el hechicero, era todo, el sacerdote; y lo reunía todo.” (“Matriz musical de Jorge Eduardo Eielson” 99, 1988)
Entre 1950 y 1970, décadas en las que se cuestiona y demanda la participación del productor de arte en el quehacer social, la mayoría de los artistas del grupo de Salazar Bondy, Varela y Eielson coincide en entender la naturaleza del arte en el Perú como una tarea consciente de estudio y “rescate” cultural del legado precolombino, realizable a través de una “activación contemporánea” de los valores estéticos del pasado[12]. Acerca de esto, dice Eielson en 1988: “Nuestras antiguas culturas no necesitan ningún tipo de conmemoración nacionalista o festejo folklórico, sino un serio, paciente y amoroso conocimiento científico y artístico, semejante al que se realiza en la cuenca del Mediterráneo, en Egipto y Mesopotamia.” (“Jorge Eduardo Eielson: un doloroso adiós” 86). En otra entrevista del mismo año, agrega:
«Viajé al Perú muchas veces entonces, y me iba a recorrer lugares, museos, colecciones. Leí mucho al respecto y me di cuenta de las posibilidades que ofrecían las técnicas precolombinas a la expresión pictórica moderna. Naturalmente, comprendí también que no se trataba de trasladarlas, tal y cual, al contexto histórico contemporáneo. Lo que yo necesitaba era solamente utilizar un instrumento antiguo, aunque sorprendentemente vivo todavía, para expresar significados actuales. Entre mis ejercicios de esos años de aprendizaje precolombino, realicé algunas ‘copias’, digamos así, de textiles pintados, y hasta de los bordados y estructuras, de la misma manera que los estudiantes de Bellas Artes “copian” a Leonardo o Rafael«. (“Jorge Eduardo Eielson: el creador como transgresor” 193)
A pesar del extraordinario ejemplo de prosa narrativa en la obra de Arguedas, esta imagen conjunta de nación múltiple, artista móvil y quehacer dinámico, toma forma concreta en escenarios, estructuras secuenciales y puntos de vista sobre todo poéticos y plásticos. Puede decirse más bien que del trabajo de Arguedas se van a tomar muchas operaciones estéticas que sus críticos han identificado como “líricas”.
Por el lado de la poesía, un caso claro de este tipo de construcción imaginaria del Perú y de sus artistas se encuentra en la obra de Javier Sologuren, quien en esos años concibe la lengua quechua (a partir de las observaciones arguedianas acerca de sus cualidades onomatopéyicas) como el espacio donde se virtualizan el sonido y ritmo de la naturaleza andina en su relación con el cosmos. Lenguaje y naturaleza son además el espacio de una trayectoria artístico-nacional que parte de un punto de enunciación de origen nativo y se extiende a la labor del poeta peruano contemporáneo. Son asimismo el escenario del “drama” de la continuidad poética en un país americano con lengua dominante europea. Para construir el protagonista de esta experiencia, Sologuren toma de la poesía quechua (una práctica cultural colectiva) ciertas técnicas usadas para expresar la intimidad, y de éstas abstrae un yo (una “conciencia andina”) que responde a una idea moderna de subjetividad enunciadora. Para este personaje (este modelo de artista), formado en la superposición de recursos estéticos prehispánicos y sensibilidad contemporánea, el arte en el Perú es un desplazamiento de lo colectivo a lo subjetivo, de uno a otro espacio cultural o tradición y de una época a otra[13].
Por el lado de las artes plásticas, la obra del pintor Fernando de Szyszlo muestra similaridades significativas. Szyszlo también concibe la labor del artista como un desplazamiento; análogo, para él, a la excavación y estudio arqueológicos[14] ¾un argumento tratado también por Sologuren en el poema-poética Recinto (1968). Este movimiento bidireccional es una dinámica de recuperación del pasado artístico peruano que se realiza entre un ambiente exterior cósmico y uno interior subterráneo (que llega a tomar configuraciones arquitectónicas). Este complejo escenario es el espacio ritual de otro “drama” (o de otra manera de ver aquél planteado por Sologuren) que se inicia con la ejecución y mutilación del Inca en manos de los invasores europeos, y se repite cíclicamente como un interminable enfrentamiento de culturas. Este evento no es sólo el colapso de un mundo en el pasado sino también la fragmentación permanente de un orden cósmico y su atomización estelar. Acompañando una serie de grabados publicada en los años 80, Szyszlo incluye el siguiente texto[15]:
«Elementos:
—Mesa-cama-altar de sacrificios.
—Imagen. Figura-máquina-ave-hombre-astro.
Escenario:
—El Desierto en los cementerios de Paracas.
—El espacio cerrado de una cámara. Puede haber alguna puerta o ventanas o escaleras.
Acción:
—Copulación- comida ritual- sacrificio- combate.
—Batalla anterior a la derrota, a la muerte.
—Tensión anterior al orgasmo.
—Movimiento en el espacio, ruido del batir de alas.
Hay a veces una mesa, que es también una cama y que es ambas y además, y sobre todo, es una piedra de sacrificios, escenario silencioso de la violencia, siempre presente en los polos extremos de la condición humana: el amor y la muerte.
Pueden figurar también imágenes que son hombres-aves máquinas ominosas que algunas veces por su posición en el espacio pueden sugerir astros: Todo esto tiene lugar frente a la perspectiva inalterable del desierto o también en el espacio celular de un cuarto cerrado, sin salidas.
En la mesa-cama-piedra sagrada en el recinto o en el desierto o en uno y el otro juntos, se realiza la copulación, cena ritual-batalla, combate anterior a la muerte, tensión anterior al orgasmo, ejercicio total de la violencia precediendo simultáneamente el comienzo de la vida y de la muerte bajo la sombra y el ruido del batir de las alas de aves haciendo el amor y luchando a muerte.
Hipótesis visual, ambigua y secreta, indescifrable, en la que lo único claramente legible es la violencia silenciosa de todo acto». (Todo le da la razón a Gastón Bachelard: indudablemente el Universo es una catástrofe tranquila).
El “rescate” consiste en la abstracción e interpretación de “señas” —en el caso de Eielson, de “restos”— que operarían estéticamente evocando (en una reconstrucción imaginaria) el conjunto de relaciones que constituyen su contexto original —el espacio y tiempo continuos imaginados por el lector-espectador posicionado “dentro” de la acción, en el caso de la poesía de Salazar Bondy. Coincidiendo con Sologuren, Szyszlo también se vale de prácticas verbales colectivas para abstraer no una idea de artista quechua, sino la estructura “dramática” en que se disponen el escenario y sus tensiones. El argumento a representarse en esta “escenografía plástica” sin personajes, toma el punto de vista de la “versión de los vencidos” formada por el conjunto de relatos míticos, composiciones poéticas y testimonios quechuas descubiertos durante esos años. Las estructuras imaginarias de estos discursos culturales e históricos le sirven a Szyszlo como bases espacio-temporales que traslada y superpone, por contigüidad y analogía, a la composición pictórica y plástica de imágenes abstractas, creándoles así relaciones emblemático-simbólicas con contenidos “nacionales”. El encuentro de imagen y palabra en la obra de Szyszlo, la superposición de pintura abstracta y tradición oral quechua, es otra versión de la idea de un arte en el Perú cuya naturaleza exige que un artista sea un ente dinámico en continuo desplazamiento entre épocas, tradiciones y espacios culturales distintos. El modelo de identidad artística construido por Eielson, el otro artista plástico del grupo, es también una variante de estas ideas, así se desprende de estas declaraciones de 1986:
«Para los artistas que poseen una visión más interior de la creación, para los cuales el mundo externo es sólo una apariencia, una ilusión, un lenguaje cifrado en un universo de signos desconocidos, o semi-desconocidos, el arte es una operación mágica, cuyo significado y cuyas significaciones se pierden en los albores de la humanidad. Inútil recordar aquí las estrechas relaciones existentes entre arte, magia y religión, presentes sea en las altas culturas como en las denominadas “sociedades primitivas”. No es casualmente que, dentro de mis propios límites, mi esfuerzo por escapar a los condicionamientos de lugar y de tiempo, ha actuado siempre en mí como una misteriosa energía para desplazarme de un lenguaje a otro, de una cultura y de una época a otra«. (“Situación del arte y la pintura en la década de los 80” n.p.)
La obra de Sologuren es un ejemplo de cómo esta promoción de artistas y escritores concibe y trata el lenguaje como una materia espacio-temporal. La obra de Szyszlo es, a su vez, ejemplo de cómo se concibe y trata la imagen visual anclada a tal entendimiento del lenguaje y manejo de su materia. Las obras de Salazar Bondy, Varela y Eielson ofrecen, por otro lado, ejemplos de cómo se aplican en el lenguaje diversos conceptos y técnicas de construcción espacio-temporales usados en las artes plásticas contemporáneas, y viceversa. La separación genérica entre plástica y poesía se ha extendido convencionalmente a la identidad de los artistas. Un caso como el de Eielson, quien ha afirmado lo siguiente acerca de la relación plástico-poética de sus obras: “Todas mis instalaciones son visualizaciones de textos, tienen una matriz verbal. Nacen de poemas míos ya escritos y, a veces, de poemas de otros poetas, pero esto me es más difícil.” (“Jorge Eduardo Eielson: el creador como transgresor” 204, 1988), demuestra y atestigua lo rígido de tal separación:
«[Mi posición en cuanto a un arte total se diferencia de la vieja idea romántica en] todo. Primero porque, repito, dentro de una concepción cíclica del tiempo no hay lugar para ningún sujeto fijo. El uso que a veces he hecho de la palabra totalidad ha sido tal vez mal interpretado. O simplemente no me he expresado bien. Por ejemplo, cuando tomo como modelo la figura del chamán, que reúne en sí al sacerdote, al poeta, al filósofo y al médico, no pretendo el retorno a una cultura acaica o ‘primitiva’, impracticable en la sociedad contemporánea. Me refiero solamente a un concepto global de la creatividad humana, ejemplarmente evidenciado en las prácticas chamánicas«. (El diálogo infinito 39-40, 1995)
Los ambientes nacionales construidos en la poesía de Salazar Bondy y Varela, y en el trabajo plástico de Eielson no evocan la naturaleza andina que ve Sologuren en la lengua quechua, ni tampoco el recinto ritual o arquitectónico de Szyszlo (a pesar de contar ellos dos también con una concepción espacio-temporal plástico-poetica), son más bien “arreglos” tridimensionales que dividen, separan o conectan lugares, acciones y estados creando expectativas y tensiones dramáticas sin presentar personajes. El drama de la disposición poético-plástica de “Primera muerte de María”, por ejemplo, Eielson parece haber conseguido con éxito tanto “inmovilizar en gestos la entidad del argumento” como dar a los fragmentos de la experiencia cotidiana la carga de “miserables migajas de un festín celeste”. La estructura espacio-temporal de El paisaje infinito, en el Homenaje a Leonardo se convierte en la estructura interpretativa de otro drama ceremonial, el cristiano de Occidente. En la superposición de estas disposiciones plástico-poéticas, “Escenarios de una catástrofe tranquila” (imagen de Bachelard citada por Szyszlo), podrían sin esfuerzo leerse eventos “universales” donde, como dice Emilio Adolfo Westphalen refiriéndose al poema quechua Apu Inka Atahuallpaman, “quien era el pilar fundamental del mundo ha sido muerto, asesinado con ignominia” (Escritos 280).
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* University of London King’s College
[1] En 1986, Sologuren escribe una revisión retrospectiva titulada “Eielson: Memoria y concierto”, en donde afirma: “Las primeras obras visuales de Jorge Eduardo Eielson se desprendieron del sueño surrealista. Sobre sus fúlgidos escombros soplaba un viento de voces inquietantes. Sugestiones que las emparentaban indisolublemente con un pasado que apenas se dejaba entreoír. Tales imágenes datan de fines de los años cuarenta y entre ellas, tal vez como la más emblemática, se destacaba ‘La puerta de la noche’, madera tatuada por el fuego y mordida por certeras entalladuras, mediante la cual el artista, desde entonces ya consustanciado con el poeta, rendía homenaje a la Puerta del Sol tiahuanaquense, una de las más notables manifestaciones de ese enigmático y opulento legado artístico del Perú antiguo”. (Gravitaciones & tangencias 385).
[2] Como ejemplo de la manera como se entiende convencionalmente el paisaje como género pictórico cito la definición de John Skull: “Un paisaje es un cuadro que representa un escenario natural o una escena pastoral idealizada.” [Mi traducción] (Key Terms in Art, Craft and Design 120).
[3] Esta práctica de adherir objetos a la superficie del lienzo coincide con la exploración técnica llevada a cabo por algunas corrientes artísticas europeas y norteamericanas de posguerra (el Nouveau Realisme, el Abstract Expresionism, el Neo-Dada, el Pop Art y otras).
[4] Aspecto comentado por Sologuren en 1988: “A sus iniciales dibujos, pinturas y objetos, realizados en Lima, se sucedieron sus móviles y estábiles y sus construcciones con madera coloreada; luego vendrían tanto sus ‘nudos’ como su rica serie ‘Paisaje infinito de la costa del Perú’ en la que la participación matérica (arena, huesos, cabellos, pájaros disecados, retazos de tela) es de un poderoso efecto evocador y envolvente, cordón umbilical en cálido trasiego; las huellas de pies humanos, en la arena de esas telas, suscitarían la presencia concreta del hombre en sus performances, la misma que estaría sugerida en sus instalaciones.” (Gravitaciones & tangencias 386)
[5] En mayo de 1977, Eielson define sus quipus de la siguiente manera: “[yo] anotaba lo siguiente: ‘La tela anudada y templada sobre el bastidor (que yo llamo ‘quipus’ en homenaje a los antiguos peruanos), es una estructura plástica en abierto conflicto con el cuadro tradicional. Al cual suplanta de manera más o menos reversible puesto que la presencia de la tela, no sólo anudada, sino templada sobre el bastidor se abre como una cortina para mostrar su propia realidad pero se vuelve a cerrar cuando la pintura impregna su superficie, tal como un párpado se cierra ante la inminencia del ensueño’. Y más adelante, terminaba: ‘La tela. El bastidor. Los nudos. Alfabeto de un lenguaje por nacer: la pintura.’” (s/n). Este texto será luego citado por él mismo en el ensayo: “Situación del arte y la pintura en la década de los 80”, que acompaña el catálogo de una exhibición en el Museo de Bellas Artes de Caracas (1986):
[6] En 1989, en su ensayo «La pasión según Sologuren», Eielson se va a referir a los artistas precolombinos y a la calidad anónima de su obra.
[7] Así puede deducirse de estas declaraciones hechas en 1995: “El encuentro con el arte precolombino del Perú, y en particular con los tejidos, modificó profundamente mi mundo creativo aún en ciernes. Hay en ese arte una vivencia de lo sagrado que brota naturalmente del artista porque, en verdad, brota directamente de todo un pueblo. El individuo-artista precolombino es rigurosamente anónimo porque lo sagrado es anónimo, es decir, pertenece a todos, está en todos. Quizás ésta es una de las razones por la cual siento la necesidad, desde hace mucho tiempo, de realizar algunos gestos, pequeñas obras anónimas que abandono o entrego a los espacios públicos. Pero volviendo a tu observación acerca de mi trabajo plástico y literario, es cierto que como artista me siento más cerca del mundo prehispánico. Comparto así con otros artistas, de diferentes partes del mundo y no sólo del Perú, la pasión por un arte que, con frecuencia, toca las vetas de lo sublime, valiéndose para ello de un código de formas decididamente contemporáneo. Quizás esta sensación sea debida a nuestra habitual frecuentación del arte abstracto, que relega al realismo clásico en una perspectiva histórica obsoleta.” (El diálogo infinito 12)
[8] “No. No hay regreso, porque nunca hubo abandono de lugar ni de tiempo. Porque nunca percibí el tiempo como una trayectoria lineal, ni consideré la modernidad como mejor o peor que otro momento histórico. … Existe tan sólo una suerte de sintonización profunda entre la naturaleza del artista y su, más o menos, exacta colocación en determinada onda histórica. Algo así como el legendario aleph borgiano, representado, en este caso, por un nudo que se suelta y deja ver la totalidad de la creación. Por lo tanto, nada de definitivo puede haber en esto, sino un cuantioso compás de espera en el cruce imprevisible de la historia, en el cual pasado, presente y futuro ya no significan nada. … Nada más moderno, por ejemplo, que un grafito del Neolítico, un espiral Nazca, una escultura Cíclade, un ídolo Benin o un sacerdote sumerio. Todas obras en las que la plenitud espiritual marcha a la par con la plenitud de un lenguaje y un código de formas técnicamente impecables. Extrema flor de una cabal alianza entre el individuo creador y la sociedad a la que pertenece, estas obras son también el fruto de esa suprema harmonia oppositorum, hoy quizás perdida para siempre.” (Citado en “Situación del arte y la pintura en la década de los 80” s/n)
[9] Para un estudio detallado de esta poética y sus imágenes y metáforas, véase mi ensayo “Conciencia técnica y arte peruano contemporáneo: poética, estudio y ‘rescate’ del legado precolombino”.
[10] En otras occasiones, como en la entrevista concedida a Martha Canfield en 1995 que cito a continuación, Eielson ha elaborado más acerca de las posibilidades verbales de construcción espacial: “Si me obligas a dar una definición [de mis textos narrativos], diría que se trata de ‘objetos verbales tridimensionales’. Otra payasada¼ ¼ Existe una narrativa clásica, linear, plana, bidimensional, que acepta pasivamente las convenciones de la lengua, así como las viejas coordenadas del espacio tiempo newtoniano. Y otra, la que nace en los primeros años del siglo, paralelamente a los grandes descubrimientos de la mecánica cuántica, a la teoría de la relatividad generalizada de Einstein y al arte abstracto, que describe un universo menos accesible. Esta última no explora solamente nuestros condicionamientos sociales y psicológicos, sentimientos, intereses, pulsiones, sino que intenta penetrar en la trama misma de nuestra existencia, en la azarosa estructura del acontecer humano, valiéndose para ello de un lenguaje igualmente azaroso, discontinuo, fragmentado, un lenguaje que, sobre todo, duda de sí mismo porque duda de la real consistencia del mundo. En suma, un lenguaje no euclidiano, cuyas coordenadas espacio-temporales han saltado y cuyas imágenes van más allá de la literatura para convertirse en otra cosa, para acceder a otra dimensión, a otro lenguaje que, sin destruir lo específico literario, revitalice la escritura, le asigne un nuevo valor, un verdadero enganche con la realidad profunda de nuestro tiempo. A todo eso llamo yo literatura tridimensional. Pero lo más interesante es que mi acercamiento a la investigación científica, al budismo zen, al chamanismo indio y al arte abstracto han contribuido a esta visión de conjunto que me remite, paradójicamente, a los albores de la humanidad, a la misteriosa fundación del arquetipo y del mito”. (El diálogo infinito 68-69) Vale la pena recordar también que Eielson tiene formación dramatúrgica, ver por ejemplo Acto final (1947).
[11] En una larga entrevista concedida a Martha Canfield dos años más tarde, Eielson habla inclusive de la presencia en este trabajo de “un irónico mestizaje espiritual entre el mundo clásico europeo y el nudo incaico americano”. (El diálogo infinito 49)
[12] Para un estudio detallado de estos aspectos, véase mi ensayo “Conciencia técnica y arte peruano contemporáneo: poética, estudio y ‘rescate’ del legado precolombino”.
[13] Para un análisis de este trabajo de Sologuren y de su lectura de Arguedas, véase mi ensayo “La poesía y la lengua quechuas como espacio andino de narración nacional: José María Arguedas, Javier Sologuren y la subjetividad artística”.
[14] Para un estudio detallado de estas ideas en la obra de Szyzslo, véase mi ensayo “Rescatar, interpretando emblemáticamente, el espacio artístico del pasado peruano: iconología y ‘vestigio’ en Fernando de Szyszlo y Javier Sologuren”.
[15] Poseo una fotocopia sin fecha, proporcionada por el pintor